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Conformismo frente a la desigualdad: la gran rémora de nuestras sociedades

Todas las estadísticas nacionales e internacionales muestran que la desigualdad económica aumenta sin cesar en nuestras sociedades. Sólo si se contempla el planeta como un todo podría obtenerse una imagen distinta, como consecuencia del aumento del nivel de vida en China e India (en cuyo interior, a su vez, se dan grandes desigualdades). Y es realmente sorprendente que no se haya producido todavía una reacción a la altura de las impresionantes diferencias en ingresos y riqueza entre una exigua minoría y el resto de la sociedad.

La persistencia y el aumento de esta enorme desigualdad no es sólo un estigma moral de nuestro mundo, que dispone de más recursos que nunca para poder satisfacer suficientemente las necesidades de todos los seres humanos. Es también un freno al progreso económico y una fuente de ineficiencias, ya que, si bien los talentos están igualmente repartidos, las oportunidades no lo están. Es fácil comprobar que, históricamente, cuando más aumentan las desigualdades, más crisis económicas se producen, menos crece el PIB, más frustración social se acumula, y peor funcionan los ascensores sociales y la meritocracia. Esto último es especialmente injusto e ineficiente, dados los grandes desafíos a los que nos enfrentamos como sociedad y la velocidad a la que estos se presentan y transforman a causa del ritmo exponencial de los cambios tecnológicos.

Por eso es tan importante preguntarse por las razones que pueden explicar la falta de respuesta al aumento de la desigualdad, entre las cuales querría destacar las siguientes.

La primera es que la desigualdad permanece oculta. Multitud de encuestas ponen de manifiesto que la mayor parte de la población no es consciente de la dimensión real de la desigualdad. Muchos estudios han demostrado, para varios países y en relación con el ingreso, la riqueza o los salarios, que hay grandes diferencias entre el grado de desigualdad que una población considera idóneo, el que cree que existe, que es algo mayor, y el que realmente existe, que es inmensamente mayor. Y, por supuesto, este problema de percepción no es casual. Existen muchos y muy poderosos medios para ocultar a la población la desigualdad real con la que convive.

En segundo lugar, es bien sabido que la revolución conservadora que trajo el neoliberalismo promocionó la expansión de las teorías económicas que tratan de justificar las bondades de la desigualdad. Desde el punto de vista de estas teorías, la desigualdad se entiende como un incentivo favorable al crecimiento económico, en tanto que se considera positivo que haya personas que acumulen grandes cantidades de dinero porque sólo de esa manera podrán emprender e invertir el dinero que una economía capitalista necesita para funcionar. Éste último es un mantra que cada vez más estudios ponen en entredicho, como por ejemplo ha hecho Thomas Piketty en los últimos años, demostrando que la desigualdad genera graves distorsiones en el funcionamiento de nuestras economías y arrebata derechos básicos a la mayoría de las personas.

En consecuencia, se ha demonizado cualquier intento de combatir la desigualdad como algo no sólo opuesto a la justicia, sino que frena la acción del mercado y paraliza la actividad económica. Friedrich Hayek, uno de los padres intelectuales de la revolución neoliberal, escribía en los años del triunfo del keynesianismo y de la celebración de lo público como medio para llegar al bienestar colectivo: “Hemos de afrontar el hecho de que el mantenimiento de la libertad individual es incompatible con la plena satisfacción de nuestra visión de la justicia redistributiva”. Si la crítica de Hayek a la justicia social podía pasar por iconoclasta en las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, ahora se ha convertido en el 'sentido común' del conservadurismo neoliberal de hoy en día, gracias a cambios económicos y políticos, pero también culturales, que han generado una oposición al igualitarismo, a la lucha contra las desigualdades per se, a las políticas redistributivas y al concepto de justicia en el que se basan.

En tercer lugar, hay que reconocer que el neoliberalismo ha logrado “naturalizar” la desigualdad. Su objetivo era corregir los resultados del pacto de bienestar más igualitario de la postguerra desarrollando políticas encaminadas a revertir la distribución de la renta, y para ello necesitaba imponer valores sociales y culturales que legitimaran un modelo que conlleva un aumento constante de la desigualdad, es decir, convertir la desigualdad económica en algo natural —como siempre se ha hecho, por cierto, con las desigualdades de género. De ahí los ataques a cualquier propuesta o política orientada a la justicia social, la reforma social o el aprovisionamiento social, y el hábito de denostar como ingeniería social todo aquello que huela a lucha contra la desigualdad. Es así como ha conseguido ganar la batalla cultural, haciendo que la desigualdad sea aceptada socialmente y que el conformismo social respecto a su necesaria existencia se extienda a partir de falacias sobre la meritocracia y el crecimiento, algo que no deja de sorprenderme.

De esta forma, se ha conseguido que la inmensa mayoría de las personas asuman los valores (desigualitarios) dominantes como naturales y, por tanto, inamovibles. Desde el feminismo se ha aportado mucho a los mecanismos que nos hacen ver como naturales situaciones de desigualdad que no lo son, ni tampoco son fruto de nuestras elecciones personales porque sabemos que no existe tal cosa como la libre elección. Gran parte de las elecciones que hacemos las mujeres, o que hacen por nosotras, están muy relacionadas con la sociabilidad que recibimos y con lo que se espera de nosotras desde el punto de vista social, que es diferente a lo que se espera de los hombres. Pero para que el sistema funcione, la desigualdad, debe naturalizarse.

Escribía León Tolstoi en Anna Karenina: “No hay condiciones de vida a las que un hombre no pueda acostumbrarse, especialmente si ve que a su alrededor todos las aceptan”. Pero como muy bien nos explica el historiador Tony Judt, una cosa es convivir con la desigualdad y sus patologías, y otra muy distinta es regodearse en ellas, y aún más aceptarlas socialmente porque nadie quiera luchar contra ellas sino más bien emular a aquéllos que están en la cúspide de la curva distributiva. Son bastante elocuentes de este fenómeno y de cómo hemos llegado a él las muy populares revistas del corazón y los programas de televisión sobre “cómo viven los ricos”, en los que, en nuestra versión nacional, personajes como Bertín Osborne reciben a celebrities en casas de lujo y comparten con ellas manjares y vinos, como si esto fuese lo habitual para la mayoría o algo a lo que todos podemos aspirar.

Como también nos cuenta Judt, esta tendencia no es nueva, ya la observó Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales: “La gran masa de la humanidad está formada por admiradores y adoradores y, lo que me parece más extraordinario, con mucha frecuencia por admiradores y adoradores desinteresados de la riqueza y la grandeza”. De hecho, para Smith, la adulación acrítica de la riqueza no sólo era desagradable, sino destructiva para una economía capitalista, además de la principal y más extendida causa de corrupción de nuestros sentimientos morales.

Coincido con Adam Smith en que esa tendencia no sólo es reprobable sino peligrosa, además de incomprensible cuando se manifiesta en aspectos muy concretos de las políticas públicas. Ahora que estamos en plena campaña de la renta al tiempo que aún sufrimos los efectos de una pandemia que ha demostrado la importancia de contar con recursos para poder invertir y organizar adecuadamente servicios públicos tan esenciales como la sanidad o la ciencia—ojalá también pronto los cuidados—, vuelve a sublevarme lo incomprensible. Sobre todo, cuando los datos lo muestran negro sobre blanco en estudios como el que acaban de publicar Pedro Salas y Juan Gabriel Rodríguez sobre el peso de la herencia en las desigualdades de renta.

En ese estudio, Salas y Rodríguez comparan ese peso en varios países desarrollados y concluyen que EE.UU. y España son los países donde la herencia determina en mayor medida la riqueza de las personas. Mientras en Canadá el legado recibido condiciona un 42% de la riqueza total, en España explica el 69%. Esto quiere decir que en España funciona poco o muy poco la meritocracia y es muy discutible la existencia de la igualdad de oportunidades. Aun así, por las razones que he explicado anteriormente, el apoyo popular a la práctica supresión del impuesto de sucesiones ha sido notable. Y sobre la base de dicho apoyo, varios gobiernos autonómicos gobernados por el PP y Ciudadanos con el inestimable apoyo de Vox lo han suprimido de facto, bonificándolo al 99%, como ha ocurrido en Andalucía, donde tanto se necesitan los recursos públicos, y se van a necesitar en el futuro más inmediato.

No se puede dejar de denunciar que la ideología que legitima la desigualdad como justa, al vincularla con la capacidad y el esfuerzo —cuando, en realidad, sin igualdad de oportunidades no existe tal meritocracia—, y que la presenta como buena para el progreso económico porque incentiva a los que menos tienen a esforzarse más y permite que los que más tienen inviertan sus excedentes de vuelta en la economía, es una gran mentira y un gran peligro.

Es una mentira peligrosa que hay que combatir desde el conocimiento, con información y pedagogía, mostrando sus efectos. Hay que combatirla a través de las políticas, los medios de comunicación, la cultura popular y la propia responsabilidad individual. La justicia social y la igualdad no sólo deben ser la base de nuestra dignidad y bienestar, sino también la de un progreso económico en el que todas las personas cuenten. La crisis del coronavirus es una buena muestra de hacia dónde nos lleva la desigualdad, y quizás sea también una oportunidad para lograr que un nuevo planteamiento de lo común como prioridad social y política dé la vuelta a la conformidad con la desigualdad en la que vivimos.

Todas las estadísticas nacionales e internacionales muestran que la desigualdad económica aumenta sin cesar en nuestras sociedades. Sólo si se contempla el planeta como un todo podría obtenerse una imagen distinta, como consecuencia del aumento del nivel de vida en China e India (en cuyo interior, a su vez, se dan grandes desigualdades). Y es realmente sorprendente que no se haya producido todavía una reacción a la altura de las impresionantes diferencias en ingresos y riqueza entre una exigua minoría y el resto de la sociedad.

La persistencia y el aumento de esta enorme desigualdad no es sólo un estigma moral de nuestro mundo, que dispone de más recursos que nunca para poder satisfacer suficientemente las necesidades de todos los seres humanos. Es también un freno al progreso económico y una fuente de ineficiencias, ya que, si bien los talentos están igualmente repartidos, las oportunidades no lo están. Es fácil comprobar que, históricamente, cuando más aumentan las desigualdades, más crisis económicas se producen, menos crece el PIB, más frustración social se acumula, y peor funcionan los ascensores sociales y la meritocracia. Esto último es especialmente injusto e ineficiente, dados los grandes desafíos a los que nos enfrentamos como sociedad y la velocidad a la que estos se presentan y transforman a causa del ritmo exponencial de los cambios tecnológicos.