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Educar, pero mejor. El reto para este siglo

El cambio climático, las desigualdades socioeconómicas, los movimientos internacionales y masivos de personas, la recesión y recuperación que se avecina como mínimo de entre dos y cinco años deberían comenzar a cambiar radicalmente lo que se considera objetivo de éxito de esta sociedad como colectivo. En esta transformación, la educación tiene que jugar un papel central. Internet y el acelerado acceso en todo el mundo a la información disponible en ella han revolucionado la educación formal, la que los organismos internacionales miden conforme a una variada serie de criterios e inquietudes. Podemos citar los de Naciones Unidas, que, al definir los llamados Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), se mostró preocupada, entre otras cuestiones, por calcular el número de niñas que logran acceder a la educación primaria, de la que aún siguen excluidas en muchos países del mundo, 15 millones, frente a 10 millones de niños. O los del informe PISA de la OCDE, que pretende medir el avance de la educación reglada en ciencias, matemáticas y lectura en niveles preuniversitarios. O los de la Universidad de Oxford, que evalúa el progreso en el uso de internet en el mundo a través de su herramienta Our World in Data.

Pero la medición de los resultados educativos o de lo que la sociedad valora como “ser educado” o “estar educado” varía enormemente, y posiblemente seguirá variando, razón por la que necesitaremos nuevos indicadores y herramientas para llevarla a cabo, pues los retos a los que nos enfrentamos no cesan de cambiar, como también lo hacen las percepciones y los instrumentos de análisis de que disponemos, y el modelo de éxito que queremos alcanzar. Por ejemplo, los historiadores económicos y los economistas del desarrollo utilizan a menudo, para medir el avance de la educación en el largo plazo, los siguientes indicadores: alfabetización (total, por géneros, por territorios); acceso a la universidad y número de graduados universitarios; o número de graduados en ingeniería por millón de habitantes. Sin embargo, para los ciudadanos de a pie, la educación, con frecuencia, es otra cosa. Ser educado significa ser respetuoso; es decir, ser humilde y tolerante con lo diferente. Significa también saber integrarse en un grupo con inteligencia. No implica, por tanto, saber cosas, sino saber aplicar conocimiento con una actitud muy distinta a la que muestran los intolerantes, los “sabelotodo”, los que hablan sin escuchar. Ser educado es saber adoptar una postura de constante receptividad y disposición a aprender de los demás y de las distintas fuentes de información, tanto formales como informales, a las que uno tiene acceso.

Si algo ha puesto de manifiesto la COVID-19 es, por una parte, la insuficiencia de la educación actual para conducirse en el mundo en el que vivimos y, sobre todo, en el que viene. Por otra parte, nos ha mostrado que es urgente atajar las crecientes desigualdades en el acceso a la educación, ahora que los datos que nos arrojaban los organismos internacionales y los estudios científicos han pasado a ser percibidos con claridad por parte de la población gracias al confinamiento. El acceso a la educación durante el confinamiento está siendo palpablemente desigual; el problema es que ya lo era antes.

Por tanto, es urgente que reflexionemos sobre la educación en el mundo digital. No solamente invirtiendo en infraestructuras, tanto en redes como en el acceso de la población y las instituciones educativas a ellas, o en la formación del profesorado y el alumnado, sino repensando la educación desde lo virtual, compartiendo contenidos y favoreciendo la accesibilidad de los mismos. La virtualización de parte de la educación es mucho más que colgar diapositivas online o saber entrar en las plataformas y hacer uso de ellas. Y asegurar contenidos de calidad a pesar de que existe toda una corriente especialmente en Estados Unidos encaminada a denostar la educación formal y que va en línea de identificar el éxito con otros criterios que nada tienen que ver con la formación y la educación y que tan bien se remuneran en los platós de televisión y en las redes. Justo en la línea que no debemos caminar.

La educación para la era digital también debe estar orientada a fomentar la inquietud intelectual mediante la búsqueda de contenidos y la creatividad. Ahora que RTVE ha repuesto el famoso programa de los años ochenta del siglo pasado La Bola de Cristal, podemos apropiarnos de ese breve espacio del programa en el que se mostraba una imagen borrosa y se daban unos segundos para que los espectadores pudieran imaginar de qué se trataba. Cuando la imagen se volvía nítida, una voz afirmaba que quienes no hubieran logrado imaginar nada debían ver menos la tele. Es por eso que la educación digital tiene que garantizar el desarrollo de la imaginación y la creatividad. Del mismo modo que tiene que promover el trabajo en grupo y colaborativo. Los individuos que conviven con otros pero están sumergidos permanentemente en su móvil, tableta u ordenador, no son individuos sociales ni cooperativos, sino más bien habitantes de la utopía neoliberal del individualismo extremo y egoísta que a muchos nos aterra.

Por otra parte, los estudios socioeconómicos subrayan que el acceso a la educación ha dejado de ser el ascensor social que fue, por ejemplo, en España en los años setenta y ochenta del siglo pasado. Y que la familia de origen tiene cada vez más peso en los resultados educativos, aunque aún se observan diferencias en ese sentido entre sistemas educativos. Las desigualdades entre escuelas, entre barrios, entre formas de seleccionar al alumnado, en el acceso a la formación extraescolar; la persistencia de las desiguales redes sociales que se crean en los distintos colegios; la posibilidad o no de que las familias mantengan a sus hijos e hijas mientras que éstos preparan oposiciones o realizan prácticas no remuneradas que, en muchos contextos, abren la puerta a determinados empleos bien considerados y remunerados, y que otros jóvenes de familias que tienen que insertarse con rapidez en el mercado de trabajo, no pueden ni soñar.

Los sistemas educativos tienen que garantizar la igualdad de oportunidades en el acceso y el progreso educativos. Tratar igual a los desiguales no combate la desigualdad, la enquista; de esa manera, las desigualdades en educación formal e informal se van acumulando como capas de plomo a lo largo de la vida. No se puede derivar más recursos a los colegios con los mejores resultados, hay que invertir más en aquellos que tienen necesidades especiales por el perfil socioeconómico de su alumnado. Para ello, también es necesario incentivar al profesorado, que debe recibir la consideración de la que ya goza en países como Finlandia, donde se trata de una de las opciones profesionales más demandadas por los mejores estudiantes. Prestigio y buenas condiciones laborales y salariales van de la mano. El profesorado debe, por su parte, formarse en humanidades y en los valores de la ciudadanía y la igualdad, con el fin de dar una formación completa a sus estudiantes. No es aceptable que en la escuela se siga reproduciendo una sociabilidad estereotipada por género, que sabemos que está, en gran medida, en la base de la discriminación posterior que sufren las mujeres y en la asfixia de la masculinidad dominante que afecta a muchos niños y hombres que quieren comportarse de otra manera.

Esta sociedad debe impulsar nuevos formatos educativos abiertos a la innovación, para reformular nuestros sistemas educativos y fomentar espíritus solidarios y mentes que trabajen por la inclusión, por la colaboración, por el trabajo en equipo. Los modelos educativos que desde hace medio siglo premiaron el éxito individual deben ampliarse cada vez más a iniciativas que premien el trabajo colaborativo, el luchar por lograr consensos, por transferir conocimiento entre personas y entidades distintas, complementarias. La educación ha de favorecer la transmisión de conocimientos y valores éticos, cívicos en los distintos tramos de edad y entre grupos de distinta cultura que coexisten en nuestra sociedad. Más que nunca, los inmigrantes deben ser incluidos en nuestro Estado de bienestar, en nuestro sistema de salud, en nuestros sistemas educativos. Porque parecería que hoy ellos dependen de nosotros, pero en el futuro inmediato en estas sociedades envejecidas en las que vivimos, ellos serán la base del sostenimiento de nuestro Estado del bienestar, entre otras cosas.

El trabajo de inclusión e integración debe comenzar en las escuelas infantiles, tan importantes para el desarrollo posterior de los estudiantes, y proseguir hasta la universidad. Esta debe cambiar sus espacios y sus tiempos, y dejar de ser un lugar de preparación para el mercado de trabajo, aunque necesariamente haya de estar en sintonía con sus demandas. Los valores humanísticos y la flexibilidad en las elecciones personales de los estudiantes, que podrán así singularizar su formación, marcan el camino que deberíamos transitar. De esta manera, la interacción entre responsabilidad individual y responsabilidad pública, que debe mantenerse a lo largo de toda la vida, comenzará a afianzarse ya en los años universitarios o de formación profesional superior.

La educación se construye con el tiempo, y no acaba. Es un camino de vida al que han de contribuir las unidades familiares, las instituciones educativas, el Estado y todo lo que nos envuelve y nos surte de mensajes e información: internet, el mundo del entretenimiento y la cultura en todas sus manifestaciones. Sin olvidar las redes de capital social que construimos cada día, tanto en el mundo físico entre amigos, compañeros y conocidos, como en el mundo virtual, cada vez más extenso y desarrollado a través de internet y de la globalización.

En la teoría del capital social y las redes existe el concepto de “lazos fuertes” y “lazos débiles”. Aquellas personas o foros con los que tenemos vínculos estables, como los familiares y de convivencia próxima, nos proporcionan valores e información que a menudo interiorizamos de manera implícita y que son la base de nuestros propios valores y de nuestra actitud de aprendizaje en la vida. Las fuentes de conocimiento e información social con las que tenemos vínculos más débiles y esporádicos, con contactos pasajeros en el trabajo y en la vida diaria, nos ofrecen menos herramientas relativas a la construcción de actitudes estables, pero proporcionan una inspiración y un sentido de la innovación que pueden influir y modificar nuestra manera de percibir lo que hacemos y lo que haremos.

En los debates actuales sobre modelos educativos se parte de conceptos sobre educación completamente restrictivos, aplicados a sistemas formales de adquisición de competencias y conocimientos y, cuando se tiene la buena fortuna de contar con un profesorado muy vocacional, también de adquisición de capacidades. Se ignora el hecho de que la educación se construye mediante la interacción de sistemas formales e informales. Cuanto más se ignoren los factores ajenos al sistema formal de educación, menos eficientes serán los sistemas formales que nuestros gobiernos impongan con cada golpe de timón resultante de una nueva elección autonómica o general. Cuando se discute sobre cómo integrar las opiniones de los actores involucrados en el proceso educativo, se suele citar únicamente a los que ya definían la época pre-internet: padres, escuelas, Estado. La contratación y la promoción de profesores se basan en criterios también decimonónicos, establecidos por instituciones y organismos que se mantienen ajenos, no sólo al desarrollo de internet, sino también a las lecciones que se derivan de los avances en el campo de las Humanidades.

Estos días, en la prensa, ciertos periodistas nos recuerdan con retintín que en Alemania o en los países escandinavos existen consejos consultivos sobre ética y educación que asesoran a los gobiernos en el desarrollo de respuestas a la COVID-19. En esos consejos participan filósofos, historiadores, literatos, representantes del mundo de la cultura, la ciencia, la tecnología, y miembros de destacados institutos científicos. Hoy en día, la Educación, con mayúsculas, es el intento de integrar ideas de distintas disciplinas para alcanzar un consenso sobre cómo contribuir a construir valores y actitudes de aprendizaje continuado que nos permitan, utilizando el conocimiento acumulado de los distintos saberes, progresar. Valores relacionados con las formas de aprender, no con ideologías políticas o religiosas. Valores que fomenten el respeto, la curiosidad y la integración de disciplinas científicas, muy alejados de los que definían los silos de disciplinas que aún predominan en nuestro sistema de conocimiento.

Hace exactamente un siglo, la Carnegie Foundation encargó y financió la realización de una serie de informes a escala norteamericana para analizar la diversidad de sistemas de enseñanza universitaria en Estados Unidos en algunas disciplinas seleccionadas, entre ellas la Medicina. Se investigaron cientos de escuelas y sus correspondientes métodos de enseñanza, y se observó cómo esa diversidad se traducía en desigualdad en la calidad de los métodos y contenidos, también, más concretamente, en el caso de la formación de los médicos y el personal de hospitales del país. El asunto no era baladí: en aquellos momentos, Estados Unidos se estaba expandiendo como potencia imperialista, tomando la delantera a Gran Bretaña; sus empresas estaban introduciéndose en América Central, Asia, África; sus ciudadanos se veían obligados a participar en guerras y a enfrentarse a enfermedades dentro y fuera de sus fronteras. Era preciso estandarizar la educación de los médicos, el currículum de las facultades, definir criterios y métodos comunes, y, por encima de todo, imponer valores, comenzando por el rigor científico, y aplicar las últimas aportaciones, en particular en el campo de la microbiología, la parasitología y la traumatología. El interés en mejorar los métodos de educación y formación profesional, así como la calidad en el cuidado de la salud, fue compartido por la presidencia de los Estados Unidos y las distintas asociaciones de médicos, hospitales y escuelas del país.

El país acordó, diseñó e implantó en unas décadas un sistema de acreditación nacional de facultades de Medicina y un sistema de acreditación de hospitales. Con todos sus fallos, los cambios realizados permitieron mejorar considerablemente la organización hospitalaria en el país. Un siglo más tarde, la Fundación Bill y Melinda Gates se propuso alcanzar un objetivo similar, pero ahora en el campo de la educación preuniversitaria formal, impulsando la educación basada en retos o proyectos, en los que el trabajo individual y colectivo de los niños y niñas hace uso de todo tipo de recursos formales e informales con el fin de aprender a aprender. Se enseña a buscar información, a compartirla, a pensar de forma crítica, en equipo y bajo la tutela de profesores que han planificado previamente las actividades. Estos métodos de trabajo se emplean ya en muchos países, son un medio más para el desarrollo de un sistema educativo que apuesta por construir actitudes y valores, que utiliza herramientas e involucra a actores de dentro y fuera del aula bajo la supervisión de los profesionales, aunque aún tengan mucho camino que recorrer para garantizar la igualdad en el acceso a esa educación.

Son muchos los retos y muchas las dificultades a las que debemos enfrentarnos para conseguirlos en la tarea de mejorar la agenda de ruta en materia de educación. Se apunta a menudo, y con razón, a la necesidad de una mayor inversión pública que garantice la desaparición de la brecha digital entre grupos sociales, territorios y generaciones, y sin duda debemos trabajar en ello. Se apunta también, igualmente a menudo y con razón, a la necesidad de construir consensos más allá de los cambios de gobierno y los vaivenes políticos o los intereses territoriales. Pero, ¿cómo podemos pretender ayudar a construir actitudes favorables al aprendizaje continuo, que implica tolerancia y respeto constante a los demás, a lo diferente, a lo que está por conocer, desde posiciones que invitan a destruir al contrario? Aprender a convivir con lo diferente y el diferente es la raíz de toda educación. ¿Cómo podemos desde los poderes políticos, con los agentes sociales, promover una sociedad más justa a través del sistema educativo si existen dinámicas persistentes en la propia actividad política que se caracterizan por su falta de sentido de la justicia y su insolidaridad?

El ejemplo de los progenitores, el profesorado, los ciudadanos y ciudadanas, el que transmiten las imágenes que absorbemos por internet y los medios de comunicación e información, el de nuestra clase política y empresarial, o el de los representantes de la cultura y el conocimiento, forman la base de la educación informal, se convierten en nuestros referentes. No solo la escuela o la universidad de forma aislada construyen valores para la educación, todos y cada uno de nosotros lo hacemos también, a diario. La educación es una responsabilidad común y sin duda el gran reto para este siglo. No solo hay que pensar en invertir más, sino en hacerlo mejor.

El cambio climático, las desigualdades socioeconómicas, los movimientos internacionales y masivos de personas, la recesión y recuperación que se avecina como mínimo de entre dos y cinco años deberían comenzar a cambiar radicalmente lo que se considera objetivo de éxito de esta sociedad como colectivo. En esta transformación, la educación tiene que jugar un papel central. Internet y el acelerado acceso en todo el mundo a la información disponible en ella han revolucionado la educación formal, la que los organismos internacionales miden conforme a una variada serie de criterios e inquietudes. Podemos citar los de Naciones Unidas, que, al definir los llamados Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), se mostró preocupada, entre otras cuestiones, por calcular el número de niñas que logran acceder a la educación primaria, de la que aún siguen excluidas en muchos países del mundo, 15 millones, frente a 10 millones de niños. O los del informe PISA de la OCDE, que pretende medir el avance de la educación reglada en ciencias, matemáticas y lectura en niveles preuniversitarios. O los de la Universidad de Oxford, que evalúa el progreso en el uso de internet en el mundo a través de su herramienta Our World in Data.

Pero la medición de los resultados educativos o de lo que la sociedad valora como “ser educado” o “estar educado” varía enormemente, y posiblemente seguirá variando, razón por la que necesitaremos nuevos indicadores y herramientas para llevarla a cabo, pues los retos a los que nos enfrentamos no cesan de cambiar, como también lo hacen las percepciones y los instrumentos de análisis de que disponemos, y el modelo de éxito que queremos alcanzar. Por ejemplo, los historiadores económicos y los economistas del desarrollo utilizan a menudo, para medir el avance de la educación en el largo plazo, los siguientes indicadores: alfabetización (total, por géneros, por territorios); acceso a la universidad y número de graduados universitarios; o número de graduados en ingeniería por millón de habitantes. Sin embargo, para los ciudadanos de a pie, la educación, con frecuencia, es otra cosa. Ser educado significa ser respetuoso; es decir, ser humilde y tolerante con lo diferente. Significa también saber integrarse en un grupo con inteligencia. No implica, por tanto, saber cosas, sino saber aplicar conocimiento con una actitud muy distinta a la que muestran los intolerantes, los “sabelotodo”, los que hablan sin escuchar. Ser educado es saber adoptar una postura de constante receptividad y disposición a aprender de los demás y de las distintas fuentes de información, tanto formales como informales, a las que uno tiene acceso.