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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Instituciones para el siglo XXI

Las políticas erráticas o los errores de las élites que controlan las instituciones de un territorio pueden dar al traste con el desarrollo económico que un país ha acumulado durante siglos. Y lo contrario también puede ser cierto, aunque no abunda en la Historia reciente del mundo contemporáneo: las políticas acertadas, la complicidad de las élites con su comunidad y la visión a largo plazo de las instituciones de un país sobre asuntos estratégicos que afectan a la economía y al bienestar pueden determinar largas etapas de prosperidad y bienestar. No lo inventamos nosotras, lo dijo con gran contundencia uno de los economistas más influyentes del siglo XX, Angus Maddison. Maddison estudió, en el Development Center de la OCDE en la década de 1960, las fuerzas profundas que explicaban la existencia de países económicamente más desarrollados y de otros más pobres. Advirtió que esas fuerzas eran de largo plazo y tenían mucho que ver con las ideologías, la religión, el colonialismo, las élites locales y la calidad de las instituciones.

Las instituciones son, fundamentalmente, organizaciones estables que aglutinan grupos de interés de muy diverso ámbito, desde el financiero al político, empresarial, sindical, cultural, profesional, educativo, sanitario, militar, deportivo o religioso. A menudo pensamos que las instituciones son solo aquéllas que tienen influencia directa en la creación y ejecución de políticas económicas y sociales. Alexander Gerschenkron, por ejemplo, estaba convencido hace ya cinco décadas de que las instituciones clave para acelerar el desarrollo en países atrasados eran el Estado y la Banca. Muchos pensadores socialistas y economistas de economías emergentes siguen pensando que las instituciones responsables del desarrollo son las que ostentan el máximo poder político y financiero. Sin embargo, los graves errores de previsión económica de economistas y políticos durante las últimas décadas han puesto en cuestión que éstos dos sean los agentes institucionales capaces de alcanzar realmente el bienestar a largo plazo, más allá de conseguir periodos de crecimiento económico y, en particular, industrial más o menos significativos, cuyo impacto medioambiental negativo es hoy día altamente criticado. De hecho, las instituciones financieras que dieron origen a la crisis de 2008, todas ellas demasiado grandes y demasiado apalancadas, siguen en pie, siguen siendo demasiado grandes, y siguen diversificando en exceso su actividad, controlando y financiarizando cada vez más aspectos de la llamada economía productiva. De hecho, cabría preguntarse, tal y como hace Nial Ferguson en La gran degeneración. Cómo decaen las instituciones y mueren las economías, por qué resulta cien veces más caro sacar un nuevo medicamento al mercado que hace sesenta años. Un ejemplo ilustrativo en estos tiempos de pandemia y confinamiento.

Por otra parte, los teóricos de la empresa que, como Alfred D. Chandler Jr., han puesto en valor la mano visible de la dirección gerencial profesional en el crecimiento económico e industrial desde hace un siglo, de algún modo han interpretado también desde un trasfondo neoliberal que los modernos directores de empresa actúan en función de una lógica interna derivada de los cambios tecnológicos, la demanda y la oferta, prácticamente al margen de cualquier cambio externo institucional. Quizás Chandler llegó a esa conclusión porque pensaba en las empresas norteamericanas y en el laissez-faire de los agentes económicos, que supuestamente actúan libremente, sin conexión alguna con la política. Sin embargo, cada vez encontramos más casos (véase el caso Odebrecht en América Latina, o la trama Gürtel y el caso Palau de la Música en España), así como trabajos académicos para diversos países (por ejemplo, los de William Baumol, Randall Morck, Tarun Khanna o Hartmut Berghoff), que señalan cómo, a menudo, los empresarios en economías emergentes, pero también en economías muy desarrolladas como la alemana y la española, las grandes corporaciones y sus directivos profesionales, y por supuesto los miembros de las élites, entran en colusión con las instituciones políticas y económicas, sociales y culturales, para desarrollar prácticas corruptas y ganar importantes concursos o jugosas comisiones, que evidentemente van a parar a cuentas privadas. Es lo que economistas como Paul Krugman han denominado “capitalismo de amiguetes”.

La realidad es que existen diferencias muy grandes entre países y también entre momentos históricos en cuanto a los sectores que actúan como motores del cambio y la especialización de cada economía. Los sectores más sensibles a la regulación tienen más incentivos para capturar los espacios de toma de decisión política, ya sea a través de la corrupción, las puertas giratorias y la labor de los lobbies o mediante formas de influencia más sutiles, como la financiación de equipos de investigación en universidades o fundaciones que acaban defendiendo “científicamente” sus argumentos. Cuántas veces hemos oído a economistas españoles afirmar que las pensiones se agotaban, y eran economistas financiados por los grandes bancos interesados en promover las pensiones privadas, precisamente aquéllos que han tenido, y siguen teniendo, más voz en los medios de comunicación, muchos de ellos también gregarios de esos mismos intereses.

Los países con democracias más consolidadas tienen instituciones más orientadas a la rendición de cuentas y el control ciudadano de la toma de decisiones políticas, además de mayores recursos para ponerlas en marcha. En otros países, la herencia de periodos dictatoriales o regímenes totalitarios impone una dependencia de la senda de las instituciones, que sin embargo no siempre se someten al control parlamentario o ciudadano, o que, cuando lo hacen, no siempre actúan en consecuencia con lo puesto de manifiesto en los procesos de control. Y es que esa dependencia de la senda y esa inercia son más determinantes de lo que pueda parecer. Solo la herencia franquista de una clase empresarial rentista y el ejercicio del poder omnívoro de la banca española pueden explicar el rasgo diferencial de una parte importante de la clase empresarial y financiera española en democracia y la extensión de la corrupción política. Porque no hay que olvidar nunca que la corrupción se da porque existe un corrupto, pero también un corruptor.

Afortunadamente, los casos de corrupción son muy notorios, pero el morbo no debe hacer perder de vista que la mayoría de las personas que se dedican a la política lo hacen con vocación de servicio público y que la mayor parte de la actividad económica de un país la realizan las pymes y los autónomos y, en muchos países, también los trabajadores informales no registrados ni controlados por las Haciendas de cada territorio. Las instituciones que importan no son sólo las que toleran o caen en las redes de los corruptos, que suelen ser una minoría, aunque muy visible. Las instituciones son sobre todo las encargadas de cuidar a la ciudadanía y a todos los agentes económicos, especialmente los pequeños y medianos y también aquéllos que, por culpa de los obstáculos y las inercias, no son tenidos en cuenta por las instituciones, como las mujeres que cuidan a personas dependientes en el ámbito del hogar o las que apoyan empresas familiares sin sueldo ni contrato. Y en los últimos tiempos, a raíz de la revolución digital y del desarrollo de la llamada “economía colaborativa”, han surgido nuevas figuras que también han de ser consideradas como prosumidores o microemprendedores: son los freelance, cuya expansión está vinculada a la existencia de una oferta flexible y siempre adaptada a los requerimientos puntuales de la demanda, que incluyen la ultraflexibilidad y un trabajo contingente que se puede realizar en cualquier lugar y a cualquier hora.

Las personas expertas en economía o historia, los gobiernos nacionales y los organismos internacionales tienen muy distintas perspectivas y se enzarzan en arduos debates sobre cuáles son las instituciones que garantizan el bienestar de la mayoría de las ciudadanas y ciudadanos en cada momento histórico. Pero todos están de acuerdo en que las instituciones tienen un papel muy influyente y una responsabilidad histórica en la evolución a largo plazo del bienestar de amplias capas de la población. En las dictaduras, las instituciones están al servicio de unas élites que las utilizan de manera patrimonial, aunque el uso de la propaganda y el control ejercido sobre la ciudadanía les permita crear la falacia de que su labor está al servicio del pueblo. En las dictaduras vinculadas a las economías planificadas del comunismo de estado, las instituciones deben anteponer el interés general sobre el individual, pero ese interés general es interpretado exclusivamente por los miembros de un único partido fuera del cual no existe capacidad de influir en las políticas de las instituciones del país.

En los países democráticos, las instituciones, particularmente las políticas, deben ajustarse al espíritu de Montesquieu sobre el equilibrio de poderes y el respeto a las minorías, evitando, mediante el libre juego de fuerzas políticas y el relevo en el poder a través de elecciones, que éstas impongan su dictadura a las mayorías. En el mundo liberal que nació en el Reino Unido hace tres siglos, inspirado por la obra de los defensores del derecho a la propiedad y el laissez-faire de los agentes económicos, John Locke o Adam Smith entre otros, y que en la actualidad sobrevive reformulado como neoliberalismo, las instituciones deben proteger los derechos individuales y la libre competencia, manteniendo al mínimo la intervención de las instituciones en las acciones y decisiones de los ciudadanos. En algunas variedades del capitalismo, como las desarrolladas en Alemania, Japón, Corea del Sur, Holanda o los países escandinavos, las fuerzas económicas y las instituciones cooperan y mantienen relaciones horizontales.

A pesar de las diferencias que existen a lo largo y ancho del globo, es necesario que nos preguntemos cuál es el papel que juegan o deben jugar las instituciones frente a una economía globalizada donde la tecnología no entiende de fronteras y donde el multilateralismo y la gobernanza política internacional están siendo claramente desafiados. Nos hallamos en una era de cambios exponenciales que precisan de instituciones que gobiernen para el bien común. Y para ello debemos repensar las instituciones multilaterales, con el fin de garantizar la paz en todos los territorios y no sólo en unos pocos, y evitar que la ley del más fuerte se imponga en todo tipo de relaciones internacionales. Pero también debemos repensar las instituciones más cercanas, las locales, regionales, nacionales y supranacionales, entendiendo que las funciones institucionales no muestran un mapa de formas institucionales únicas. La historia, la realidad de cada país, los pactos ciudadanos a los que puedan llegarse y los equilibrios de poder determinarán, más que cualquier teoría, los distintos resultados.

Las instituciones son clave para nosotros como ciudadanas y ciudadanos. La ciudadanía depende enormemente de las instituciones, sean formales o informales, porque son fuente de recursos y porque esperamos que haya ciertas normas explícitas o implícitas que nos permitan acceder a dichos recursos para nuestra vida diaria y, sobre todo, para situaciones de necesidad. Los autónomos y desempleados esperan ayudas del Estado en plena pandemia. Los empresarios turísticos esperan que las instituciones españolas, europeas y mundiales rebajen las restricciones con el fin de estimular la movilidad del turismo nacional e internacional y evitar la ruina de esta temporada y tal vez la desaparición de miles de bares, hoteles, restaurantes y empleos vinculados a la actividad de los tour-operadores. Los empleados de las multinacionales que, como la Nissan en su fábrica de Manresa, han anunciado en los medios el muy probable despido de miles de trabajadores esperan que la Generalitat catalana o el gobierno correspondiente negocien con la matriz de la empresa para evitar el drama. Las mujeres que conviven estos meses con parejas maltratadoras, o con hijos a los que no pueden sostener con empleos precarios desaparecidos con la crisis de la Covid-19, esperan la protección de las fuerzas de seguridad y el apoyo de los servicios sociales de ayuntamientos, gobiernos autonómicos, ministerios o instituciones europeas. Los niños y jóvenes que vieron sus clases interrumpidas el 15 de marzo esperan que el Ministerio de Educación y el de Universidades, así como los gobiernos autonómicos en la parte que les corresponde, establezcan normas claras sobre cómo proceder para no perder este curso y matricularse en el próximo.

Diversos grupos interesados están acudiendo a las instituciones de justicia para denunciar el mal estado en que podrían haberse hallado las miles de residencias geriátricas de nuestro país en las que han muerto, hasta el momento, 17.642 personas. Los investigadores y los estudiantes Erasmus, entre muchos otros, confían en que la Unión Europea mantenga los proyectos y la movilidad entre los centros docentes y de investigación. Los gobiernos de la Unión Europea confían en que las instituciones políticas y financieras de la Unión apoyen económicamente el gasto extraordinario que se está realizando para luchar contra la Covid-19 en todos los países miembros, aunque, paradójicamente, sean precisamente algunos de esos estados miembros, los mal llamados “frugales”, los que limitan, no sólo la cuantía total de los recursos económicos y financieros de la Unión, sino la puesta en marcha de mecanismos de financiación más valientes y alejados de una ortodoxia económica “austeritaria” que ya ha perdurado suficiente tiempo como una idea zombi en el ámbito de la economía.

Obviamente, como ciudadanas y ciudadanos, estamos en nuestro derecho de criticar nuestras instituciones: los ayuntamientos, los bancos, la Iglesia, los gobiernos autonómicos, el Gobierno central, las instituciones europeas. Criticar significa que queremos que lo hagan mejor, por eso también es necesario y deseable que la ciudadanía se implique en política y en el gobierno de los asuntos comunes, que tanto impacto tienen sobre lo común y la vida privada de cada uno. Significa también que aún creemos en ellas, que las necesitamos. Y que urge un nuevo pacto entre la sociedad y sus instituciones, en el que estas han de mejorar sus mecanismos de participación y comunicación con la sociedad para aumentar su eficiencia y función inclusiva y democrática.

No es admisible que mujeres autónomas con pequeños negocios traten de pedir créditos al ICO y, para realizar el trámite, deban presentar documentos emitidos por el Banco de España u otros imposibles de solicitar en las actuales circunstancias de confinamiento, o en cualquier circunstancia para determinadas personas. ¿Para qué precisa una mujer con un pequeño negocio pedir un papel al Banco de España con objeto de acceder a las ayudas concedidas a las pymes por su gobierno? Si el ICO necesita comprobar ciertos datos de esta mujer autónoma, debería tener la posibilidad de cruzar bases de datos para corroborarlos sin exigirle, a ella o a cualquier ciudadano que está a punto de perder su negocio, que presente un documento que no sabe dónde ni cómo obtener y que, por falta de dinero, ningún gestor puede tramitar en su nombre. Las instituciones que no garantizan la igualdad de acceso a sus recursos representan una traición al pacto ciudadano que debe sustentarlas. Tampoco es admisible el fraude de la ciudadanía a sus instituciones, tan presente en nuestra cultura, porque éste fomenta precisamente que las instituciones multipliquen de manera desproporcionada y absurda los controles para identificar y bloquear al defraudador, y de paso también a ciudadanos honestos que no saben cómo responder a los requerimientos surrealistas de la burocracia y el papeleo. Es muy difícil que instituciones que desconfían tanto sirvan bien a la ciudadanía, especialmente cuando esta más las necesita.

Por este motivo, la revolución digital no debe estar solo al servicio de las empresas y orientada al consumo, debe centrarse también y muy especialmente en la administración pública y el funcionamiento de nuestras instituciones, para lograr una mayor transparencia, explicabilidad y auditabilidad, y garantizar un control ciudadano y democrático. El ejemplo de Estonia es, en este sentido, digno de análisis, aunque ni los métodos ni las instituciones pueden ser copiados de forma mimética teniendo en cuenta que las culturas y realidades de los distintos territorios divergen claramente. En cualquier caso, lo que necesitamos es un nuevo pacto ciudadano con nuestras instituciones a la luz de la nueva realidad digital, de modo que la nueva fase histórica que nos espera no sea la del capitalismo de la supervisión que ya muchos pronostican, basado en el control de la ciudadanía, la identidad cultural a través del consumo y el consumismo, la deuda y la desigualdad, y una democracia vaciada y distanciada del bien común.

Podemos terminar citando a dos grandes economistas de las instituciones: Daron Acemoglu y James A. Robinson, que afirman que las democracias –y sus instituciones– se consolidan cuando las élites no tienen fuertes incentivos para derribarlas o vaciarlas. Y esos procesos dependen, por este orden, de la fuerza de la sociedad civil, de la estructura de las instituciones políticas, de la naturaleza de las crisis políticas y económicas, del nivel de desigualdad económica, de la estructura de la economía, y, por último, de la forma y la extensión de la globalización. Tal vez deberíamos estudiar la interacción de la tecnopolítica y la cultura, como por ejemplo la construcción de la razón rectora neoliberal de la que habla Wendy Brown y que crea personas individualistas, para entender el verdadero peligro que corren nuestras democracias y, por tanto, la necesidad perentoria de aprovechar este momento de reconstrucción y transformación impuesto por la actual pandemia para iniciar el debate ciudadano que nos conduzca a un verdadero pacto social, responsable de diseñar las instituciones democráticas y orientadas al bien común que tanta falta nos hacen. Porque no debemos subestimar el proceso de “desdemocratización” que estamos viviendo. Desde el feminismo lo sabemos bien, porque una de las puntas de lanza de esa desdemocratización es el antifeminismo, como bien muestran los casos de Trump, Orban o Bolsonaro. Aunque, desgraciadamente, esta ofensiva antidemocrática posee un alcance mucho mayor que el de esos “viriles”, “virales” y “virulentos” mandatarios y sus gobiernos.

Las políticas erráticas o los errores de las élites que controlan las instituciones de un territorio pueden dar al traste con el desarrollo económico que un país ha acumulado durante siglos. Y lo contrario también puede ser cierto, aunque no abunda en la Historia reciente del mundo contemporáneo: las políticas acertadas, la complicidad de las élites con su comunidad y la visión a largo plazo de las instituciones de un país sobre asuntos estratégicos que afectan a la economía y al bienestar pueden determinar largas etapas de prosperidad y bienestar. No lo inventamos nosotras, lo dijo con gran contundencia uno de los economistas más influyentes del siglo XX, Angus Maddison. Maddison estudió, en el Development Center de la OCDE en la década de 1960, las fuerzas profundas que explicaban la existencia de países económicamente más desarrollados y de otros más pobres. Advirtió que esas fuerzas eran de largo plazo y tenían mucho que ver con las ideologías, la religión, el colonialismo, las élites locales y la calidad de las instituciones.

Las instituciones son, fundamentalmente, organizaciones estables que aglutinan grupos de interés de muy diverso ámbito, desde el financiero al político, empresarial, sindical, cultural, profesional, educativo, sanitario, militar, deportivo o religioso. A menudo pensamos que las instituciones son solo aquéllas que tienen influencia directa en la creación y ejecución de políticas económicas y sociales. Alexander Gerschenkron, por ejemplo, estaba convencido hace ya cinco décadas de que las instituciones clave para acelerar el desarrollo en países atrasados eran el Estado y la Banca. Muchos pensadores socialistas y economistas de economías emergentes siguen pensando que las instituciones responsables del desarrollo son las que ostentan el máximo poder político y financiero. Sin embargo, los graves errores de previsión económica de economistas y políticos durante las últimas décadas han puesto en cuestión que éstos dos sean los agentes institucionales capaces de alcanzar realmente el bienestar a largo plazo, más allá de conseguir periodos de crecimiento económico y, en particular, industrial más o menos significativos, cuyo impacto medioambiental negativo es hoy día altamente criticado. De hecho, las instituciones financieras que dieron origen a la crisis de 2008, todas ellas demasiado grandes y demasiado apalancadas, siguen en pie, siguen siendo demasiado grandes, y siguen diversificando en exceso su actividad, controlando y financiarizando cada vez más aspectos de la llamada economía productiva. De hecho, cabría preguntarse, tal y como hace Nial Ferguson en La gran degeneración. Cómo decaen las instituciones y mueren las economías, por qué resulta cien veces más caro sacar un nuevo medicamento al mercado que hace sesenta años. Un ejemplo ilustrativo en estos tiempos de pandemia y confinamiento.