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Un tratado pasado de moda obstaculiza la política verde de la UE

Diputada en el Parlamento Europeo y vicepresidenta del Grupo de la Izquierda en el Parlamento Europeo - GUE/NGL, | diputado de En Comú Podem en el Parlamento Europeo y vicepresidente del grupo de los Verdes - Greens/EFA —
27 de enero de 2022 22:07 h

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El 2021 se cerraba con la promesa de los Gobiernos, tras la celebración de la COP26 en Glasgow, de aumentar la ambición climática y reforzar durante este año las contribuciones nacionales para reducir las emisiones globales en al menos un 45% en 2030.

El 2022 ha comenzado con un golpe en el corazón de las políticas climáticas tras el anuncio de una nueva taxonomía europea que cataloga la nuclear y el gas como energías verdes, a fin de redirigir y atraer las inversiones.

Una propuesta de la Comisión Europea (CE), apoyada principalmente por Emmanuel Macron, que choca directa y abiertamente con los objetivos del Acuerdo de París, el Pacto Verde Europeo y la reciente Ley del Clima de la Unión Europea (UE) que, además, deja entrever de forma explícita el enorme poder del lobby fósil, incluso cuando se trata de desarrollar políticas públicas determinantes para la supervivencia del planeta.

Uno de los instrumentos clave de los que se vale la industria de los combustibles fósiles para mantener el status quo, cueste lo que cueste, es el Tratado de la Carta de la Energía (TCE): un acuerdo internacional, obsoleto, que protege las inversiones en materia energética y otorga a inversores y empresas el poder de demandar a los Estados por sus legislaciones climáticas.

El TCE ha pasado inadvertido durante casi tres décadas. Sin embargo, desde que comenzaron las negociaciones para modernizar el Tratado en junio de 2020, la polémica no ha parado de crecer: no se puede formar parte de un acuerdo que protege los combustibles fósiles y al mismo tiempo comprometerse a luchar contra la crisis climática. Es simple y llanamente imposible.

El ojo del huracán fósil

El TCE fue firmado en la década de los 90 por 53 países de Europa y Asia con el fin de garantizar el acceso de Occidente a los combustibles fósiles de los antiguos países del Este. A día de hoy, las necesidades energéticas son radicalmente opuestas y, sin embargo, el Tratado permanece intacto.

Con el TCE, los combustibles fósiles tienen un seguro de vida a todo riesgo. Solo en Europa, el valor de la infraestructura fósil protegida bajo el TCE asciende a 344.600 millones de euros. Lo que significa que, si los países deciden eliminar el carbón, el petróleo o el gas de forma progresiva para cumplir con sus compromisos climáticos, podrían verse obligados a pagar indemnizaciones multimillonarias a los inversores. En otras palabras: el TCE puede disparar el coste de implementar una transición energética justa más que indispensable.

Esto es posible debido al mecanismo de solución de controversias entre inversores y Estados (ISDS, por sus siglas en inglés) que contiene el TCE. Ante medidas legislativas legítimas que afectan los beneficios de los inversores, éstos pueden demandar a los Estados eludiendo los sistemas de justicia nacionales: las demandas se resuelven ante tribunales de arbitraje, formados únicamente por tres árbitros privados cuya imparcialidad ha resultado muy dudosa en diferentes ocasiones.

El caso de Países Bajos es uno de los ejemplos más flagrantes que ha puesto en evidencia los efectos más nocivos del Tratado. Una ley para eliminar el carbón en 2030 ha originado dos demandas de las energéticas alemanas RWE y Uniper, por las que el país podría verse obligado a pagar alrededor de 2.400 millones de euros en compensación.

Pero el alcance del Tratado no termina aquí. La simple amenaza de demanda millonaria bajo el TCE puede ser suficiente para evitar que se lleven a cabo legislaciones importantes para el bienestar de la ciudadanía y el medio ambiente. Este es, entre otros muchos, el caso de Eslovenia. Hace tan solo unos días salía a la luz que el Gobierno esloveno ha rebajado la regulación sobre fracking, tras introducir una serie de enmiendas a la ley minera del país. Esta medida allanará el camino a empresas energéticas como Ascent Resources, que en septiembre de 2020 amenazó con demandar a Eslovenia y reclamar 100 millones de euros por tener que realizar una evaluación de impacto ambiental antes de iniciar sus actividades de fracking previstas.

Si el TCE continúa vigente, sin lugar a dudas, muchas políticas de descarbonización podrían tener el mismo desenlace. La pregunta que se plantea entonces es, ¿a qué espera la UE para poner fin a esta trampa si realmente pretende acometer un cambio de modelo productivo sostenible con el Planeta y las personas? 

La crónica de una muerte anunciada

La semana pasada los Estados signatarios del Tratado se reunieron, una vez más, para avanzar en la modernización del TCE. Fue la primera de las cuatro rondas programadas para el primer semestre de 2022, y la décima desde que el proceso comenzó en junio de 2020.

La vuelta a las negociaciones está marcada por una falta total de transparencia y credibilidad en el proceso. Y es que, nueve rondas a lo largo de 24 meses no han dado lugar a ningún avance significativo de cara a alinear el TCE con las necesidades climáticas y energéticas de nuestro tiempo.

La propuesta de la UE para modificar la “definición de actividad económica en el sector energético” y eliminar la protección a los combustibles fósiles de forma progresiva —la más ambiciosa encima de la mesa aunque insuficiente, ya que continuaría protegiendo las inversiones existentes entre 10 y 20 años más— ha sido bloqueada por algunos países como Kazajistán o Japón. Y, sin unanimidad no es posible introducir este tipo de cambios al Tratado.

En este escenario, la Secretaría del TCE ha pisado el acelerador y está impulsando una nueva propuesta que puede poner en peligro la consecución de los objetivos del Acuerdo de París y los compromisos alcanzados en la COP26. En lugar de tener que alcanzar un acuerdo conjunto y homogéneo para eliminar la protección de las inversiones en combustibles fósiles, la propuesta persigue dar flexibilidad a los países signatarios para que decidan por sí mismos el alcance de la protección de las inversiones en sus territorios. Es decir, los combustibles fósiles quedarían sujetos a distintos grados de protección en función de los criterios de cada país, incluso dentro de la UE Además, los principales países productores de combustibles fósiles no estarían obligados a dejar de protegerlos.

Por otro lado, a pesar de los problemas que plantea el mecanismo ISDS, éste seguirá siendo la piedra angular del TCE: no va a ser modificado o eliminado, lo que seguirá limitando la capacidad de legislar de los países firmantes. Una realidad que plantea serios problemas, también con relación al ordenamiento jurídico de la propia UE. De hecho, el Tribunal de Justicia de la UE (TJUE) dictaminó, en septiembre de 2021, que las disputas basadas en el TCE entre un inversor de la UE y un Estado miembro de la UE son incompatibles con la legislación de la Unión. Ahora, encontrar la manera de cómo aplicar esta sentencia le corresponde a la UE y sus Estados miembro. La salida del TCE sería en este sentido la mejor manera de aplicar dicha sentencia.

La salida: la única vía posible

Ante el estancamiento crónico de las negociaciones, la inquietud crece entre las delegaciones europeas. Una filtración reciente de Investigate Europe ha revelado que la Comisión está presionando para que se alcance un texto final sobre la modernización del TCE en junio de 2022. Pero, si en los últimos dos años el proceso ha sido completamente estéril, ¿podemos esperar que se logren acuerdos ambiciosos en los próximos seis meses?

La respuesta es clara: no hay ningún indicio para pensar que los 53 países puedan alcanzar un pacto a la altura de las circunstancias y en línea con los objetivos de descarbonización del Acuerdo de París y el Pacto Verde Europeo. Además, resulta preocupante que el calendario establecido no deje margen para las debidas consultas parlamentarias y debates políticos a nivel nacional. Una vez más, el Tratado brilla por su secretismo y falta de transparencia.

En varias ocasiones, España ha reconocido públicamente que “la salida del Tratado sería la única solución efectiva a largo plazo, en el caso de que no se pueda conseguir un TCE verdaderamente modernizado que cumpla plenamente con los objetivos del Acuerdo de París, el Pacto Verde Europeo, la neutralidad climática en 2050 y la defensa de la integridad y primacía del ordenamiento jurídico de la UE en todos sus Estados miembros”. Francia ha sido otra punta de lanza en la crítica a unas negociaciones que “claramente no están a la altura” y “no producirán un progreso real durante muchos años”. Ahora también Polonia, Grecia, Lituania, Hungría y Chipre se acercan a estas posiciones.

Los países con una visión climática ambiciosa tienen no solo la oportunidad, sino el deber de liderar este proceso de salida y ser la palanca de cambio para lograr que exista coherencia en todas las políticas de cambio climático y energía. Por este motivo, pedimos al Gobierno de España y al resto de países de la UE que se comprometan a abandonar el TCE lo antes posible, preferentemente de forma conjunta y, si no, unilateralmente, no más tarde de julio de este año cuando vuelva a constatarse el bloqueo en las negociaciones.

El 2021 se cerraba con la promesa de los Gobiernos, tras la celebración de la COP26 en Glasgow, de aumentar la ambición climática y reforzar durante este año las contribuciones nacionales para reducir las emisiones globales en al menos un 45% en 2030.

El 2022 ha comenzado con un golpe en el corazón de las políticas climáticas tras el anuncio de una nueva taxonomía europea que cataloga la nuclear y el gas como energías verdes, a fin de redirigir y atraer las inversiones.