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Como niños que nunca han crecido

5 de noviembre de 2021 00:02 h

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Hace unos años, no recuerdo dónde, leí una frase que me gustó mucho: “Hay niños que nunca han crecido, se llaman ciclistas”.

Qué gran verdad. Dejando a un lado el ciclismo profesional, o el de categorías inmediatamente por debajo al profesionalismo, donde los corredores se están ganando la vida o pretenden ganársela, montar en bicicleta siempre ha sido un juego. Tal vez, el juego que más ilusión nos hace de niño. La mayoría siempre recordaremos el día en el que nos dieron nuestra primera bicicleta. Tal vez nos llegaba como herencia de otros hermanos mayores, o tal vez teníamos la suerte de estrenarla. Pero, fuera como fuera, el salir a la calle o a la plaza del pueblo a dar unas vueltas con la bici nos proporcionaba nuestra primera sensación de ser libres.

Con los años, muchos fueron dejando a un lado la bici. Pero otros muchos, los niños que no crecimos, nunca hemos renunciado al placer de montar en bicicleta. Recorrer unos kilómetros por carreteras tranquilas, subir un puerto con nuestro esfuerzo, disfrutar de una bajada sintiendo el aire en la cara… Cómo renunciar a eso. Cómo no desear seguir haciéndolo durante toda la vida.

Hace unos años, no recuerdo dónde, leí una frase que me gustó mucho: 'Hay niños que nunca han crecido, se llaman ciclistas'

Escribiendo estas líneas, quiere mi memoria revivir dos de los muchos momentos de goce que la bicicleta me ha dado a lo largo de mi vida.

Un verano de finales de los años 70. Yo, un adolescente de unos 16 años, por primera vez en mi vida, recorrí en bici más de 100 kilómetros por las carreteras de la costa vasca. Salí con varios amigos, de los que con el tiempo fueron dejando la bici. Recuerdo bien la sensación de orgullo después de estar todo el día por ahí fuera y sumar al final las distancias en un mapa para comprobar que sí, que habíamos hecho más de un centenar de kilómetros. Y no fueron llanos, precisamente. Por aquel tiempo, podíamos ver el Tour de Francia por la televisión francesa que se sintonizaba en los pueblos de la costa. Cuántas veces cogí la bici tras ver alguna de las etapas para imitar a mis ídolos. Salía a jugar. A jugar a ciclista.

Junio de 2012. Escenario, los Pirineos, entre Luchón y Bayona. Pura historia ciclista en 326 kilómetros. Aquel día sufrí. Aquel día disfruté. Aquel día me conocí. Aquel día amé y odié a las montañas. Completar en una sola etapa el recorrido de la cicloturista Luchón-Bayona, siguiendo la historia de la primera etapa pirenaica del Tour de Francia en 1910, es un reto magnífico para cualquier cicloturista. Ya era de noche. Había dejado de llover. Rodaba solo hacia Bayona, tratando de no perderme en algún cruce. Estaba mojado, frío, cansado y con dolores, pero a la vez, estaba disfrutando de la noche y de las carreteras solitarias. Al igual que cuando pasé por primera vez de 100 kilómetros, me sentía orgulloso de estar a punto de lograr por segunda vez en mi vida el reto de la Luchón-Bayona del tirón. Más de 300 kilómetros con el Aspin, Peyresourde, Tourmalet y Aubisque de por medio. Palabras mayores que unos años antes ni me hubiera atrevido a pronunciar una detrás de otra y que ahora eran parte de mis escenarios habituales. Por fin, tras un último descenso, la carretera se aplanó y se acopló al río Adour para dejarme en Bayona a la madrugada. Es difícil explicar a alguien que no disfrute de este tipo de ciclismo cómo es posible que sintiera a la vez la necesidad imperiosa de bajarme de la bici y de terminar con esa tortura, tras un día de frío, lluvia, puertos y puertos, y las ganas irrefrenables de seguir pedaleando más y más, tal vez sin parar jamás.

Han pasado años, y sigo jugando.

Hace unos años, no recuerdo dónde, leí una frase que me gustó mucho: “Hay niños que nunca han crecido, se llaman ciclistas”.

Qué gran verdad. Dejando a un lado el ciclismo profesional, o el de categorías inmediatamente por debajo al profesionalismo, donde los corredores se están ganando la vida o pretenden ganársela, montar en bicicleta siempre ha sido un juego. Tal vez, el juego que más ilusión nos hace de niño. La mayoría siempre recordaremos el día en el que nos dieron nuestra primera bicicleta. Tal vez nos llegaba como herencia de otros hermanos mayores, o tal vez teníamos la suerte de estrenarla. Pero, fuera como fuera, el salir a la calle o a la plaza del pueblo a dar unas vueltas con la bici nos proporcionaba nuestra primera sensación de ser libres.