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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Entrevista Exciclista profesional

Peio Ruiz Cabestany: “Estaba deseando que terminara mi carrera deportiva. Era muy duro, muy repetitivo”

Ciclista profesional entre 1984 y 1994, en aquel tiempo sumó veintitrés victorias en la máxima categoría, entre ellas varios triunfos de etapa en Vuelta a España y Tour de Francia. Calcula que en todo ese tiempo realizó bastante más de medio millón de kilómetros entre carreras y entrenamientos. Ciclismo vertiginoso, de rodar en llano a más de cuarenta kilómetros por hora, bajar a no menos de sesenta y, claro está, de paso perderse las bellezas que te ofrece el camino. 

Todo lo contrario de lo que hace ahora. Cosas de la vida, Peio Ruiz Cabestany (Donostia, 1962), que empezó a hacer deporte practicando esquí de fondo, ahora prefiere el ciclismo reposado, de alforjas. Ese cicloturismo nómada que de unos años a esta parte le ha llevado a recorrer no pocos países en un pedaleo tan solitario como anónimo. 

De personalidad multifacética, desde que abandonase la competición se desempeñó como comentarista en TVE, publicó un libro, trabajó en Eurosport, presentó un 'reality show' en un canal digital, participó en la Titan Desert y hasta apareció en programas de telerrealidad tales como Supervivientes y el Conquistador del Amazonas. Incansable, en abril de 2018 hizo un 'trekking' por Nepal y en septiembre de 2020 comenzó la grabación de un viaje en bicicleta con alforjas titulado 'Ruta Vía de la Plata: diario de un ciclista', documental de trece capítulos que comenzó a emitirse en TVE en abril de 2021, y en el que narra su viaje de mil kilómetros cruzando España de sur a norte, de Sevilla a Gijón.

“Me habían llamado mucho tiempo antes para proponerme el programa y me gustó la idea. Pasaba el tiempo y no había noticias. Una propuesta más de tantas que fallan, pensé. Me olvidé de ello y entonces un día suena el teléfono y me dicen: 'Peio, el programa va adelante'. Yo la Vía de la Plata ya la había hecho a mi aire, el año anterior, disfrutando de diez días de viaje. Luego tocó repetirlo grabando para la televisión, pero aunque era interesante, ahí ya no había disfrute, sino trabajo. Fueron dos meses de rodaje con muchas tomas, muchas repeticiones buscando la imagen buena”.

De todos los paisajes que ha redescubierto, ¿cuál le ha llamado más la atención? ¿Qué recomendaría para descubrir en bicicleta?

Lo más llamativo de la Vía de la Plata es el continuo cambio de paisajes que ofrece la península. Si sales de Cádiz, por ejemplo, partes del mar y avanzas hacia la montaña, en la sierra de Sevilla; luego entras en las dehesas, pedaleas entre viñedos, llegas a los montes de Extremadura (una maravilla, un paraíso para la bicicleta), a la sierra de Béjar, los campos de Castilla y así hasta alcanzar el verde del norte. Es todo un continuo cambio de paisajes que no deja de sorprenderte.

Cuando viajas en solitario desarrollas el instinto y cuando ves alguien que te da mala espina, huyes. Además de eso, hay que saberse adaptar, saber respetar a la gente con la que te encuentras, no ir de prepotente

Fue en 2009, con un viaje a Etiopía, cuando Cabestany descubrió los placeres que ofrece viajar a tu aire en bici con alforjas.

Etiopía traía a mi cabeza imágenes de hambruna. No conocía mucho más. Escribí a la Embajada en Addis Abeba y me respondieron que sabían de uno, solo de uno, que había hecho una ruta en bici. Me dijeron que tuviera cuidado con los bandidos y que los niños te tiraban piedras. Bueno, pensé yo, mientras solo sean piedras… Viajé allí sin conocer nada, no tenía ni mapas y me encontré con unas montañas de cuidado, en el Tigré, a más de tres mil metros. Estuve visitando las iglesias rupestres de Lalibela y también me tropecé con los niños que decían que tiraban piedras. Y efectivamente, las tiraban, pero a mí ni una sola. Iba por una carretera y vi en un montículo por encima de mí a un niño pastor que se agacha y coge una piedra. Yo levanté la mano, le saludé y le sonreí. Soltó el morrillo y también me saludó. A partir de entonces me aprendí algunas palabras en etíope (los nombres de las ciudades y pueblos por donde iba a pasar) y cada vez que veía a los niños que cogían algo para tirarme, empezaba a decirles: “¡Ehh, Babrisa, Farigi y tal!”. Se reían, je, je, y me saludaban. Ni una sola piedra me tiraron.

En bici, ¿solo o acompañado?

Me gusta viajar acompañado, pero por lo general viajo solo porque mis amigos no tienen esa disponibilidad de fechas que tengo yo. Y así me fui luego a Asia. Me acerqué a la agencia de viajes y pedí un billete barato. Me ofrecieron ir a Singapur y volver al mes siguiente desde Bangkok.

Singapur, horrendo para la bici: ni la saqué de la caja, así que me fui a Malasia. Quería viajar por su costa este, pero no pude porque había una guerrilla, así que pedaleé por la costa oeste, que no me gustó nada, porque no había más que plantaciones de palma. Horroso. De allí me fui al sur, a Tailandia, luego al delta del Mekong, llegué a Luang Prabang en Laos y crucé la frontera de Vietnam hasta Dien Bien Phu y luego me fui a Sa Pa. Allí regalé la bicicleta y viajé a Bangkok, desde donde me volví a casa.

Sin duda un cambio radical frente a ese ciclismo “controlado” de tu anterior vida profesional. Entrenar, comer, descansar. Competir, comer, descansar.

Antes, cuando era profesional había muchas cosas que no podía hacer. No podías pasear, ni estar mucho de pie, ni nadar, ni hacer cualquier otra clase de ejercicio. Bueno, sí podías, pero luego lo notabas muscularmente, porque tu vida era específicamente bicicleta, bicicleta, bicicleta. Y no podías hacer otra cosa. Era muy duro, muy repetitivo, así que cuando dejé de competir, pues me puse a hacer lo que no había podido hacer antes: piragua, 'trekking', monte, correr. De hecho, al final estaba deseando que terminara mi carrera deportiva para realizar otras actividades distintas. Cuando dejé de competir no pensé en colgar la bici, sino, por el contrario, en viajar a pedales para conocer sitios con tranquilidad.

Sigamos con sus viajes y vivencias. ¿Qué vino luego?

En Nicaragua me fui hasta el norte, hasta la frontera con Honduras, y bajé por toda la costa del Pacífico, hasta Costa Rica. Muy bonito y no turístico. La gente me decía que era una ruta peligrosa y que me podían asaltar. Nada de eso. Recuerdo que en ese viaje a Nicaragua llegué a un pueblo y en su entrada me encontré con unos tipos con pinta de malotes, de esos que parecen de cuadrillas malas malas. Se me había acabado el agua y tenía mucha hambre. Iba todo sudado y con cara de cansancio. Me fui directo a ellos y con educación les pregunté por un sitio para comer algo. Sorpresa, fueron todo amabilidad. “¡Vaya allí, a dos cuadras, donde la señora Rosa y allí le darán algo de comer!”

En Nicaragua se puede subir a los volcanes (yo fui a ver los de Cosiguina y San Cristóbal) andando y ver cantidad de cosas. Luego, también en Sudamérica, en Bolivia hay rutas bellísimas como la del desierto de Atacama y el salar de Uyuni. También recomiendo un recorrido muy fácil para cualquier ciclista, la Patagonia chilena. Lo malo es que es más caro. Así como en Asia la vida es barata y en Nicaragua también, aquí no tanto. Tomas la Carretera Austral (1.240 kilómetros) y a hartarte de ver montañas y glaciares, recorriendo una ruta llana en la que pasas por montones de lagos y fiordos. Yo siempre salía a andar muy pronto, a recorrer los máximos kilómetros que pudiera y claro, por aprovechar a tope las horas de luz, llegaba al destino reventado. Ahora bien, aunque llevaba tienda de campaña, siempre, siempre, procuraba descansar en cama, bien fuese en pensión, hotel o cuchitril.

¿Cuál ha sido su último viaje, hasta ahora?

El último que hice fue la Baja California: Tijuana, Ensenada, Santo Tomás, El Rosario, etcétera. Muchas experiencias, paisajes bellísimos y la gente que te echa una mano y te invita. No es lo mismo que llegar en un todoterreno grande. Llegas en bici y te ven como alguien desvalido. La bicicleta te hace ser humilde. Vas solo y te comunicas con la gente, te invitan a todos los sitios y te hablan, se interesan por ti. Y al contrario, cuando viajas en grupo (como me ocurrió una vez) te sumerges en él y no te relacionas con el entorno, no vives las mismas experiencias.

¿Experiencias desagradables en sus viajes con alforjas?

No, porque cuando viajas en solitario desarrollas el instinto y cuando ves alguien que te da mala espina, huyes. Además de eso, hay que saberse adaptar, saber respetar a la gente con la que te encuentras, no ir de prepotente. Curiosamente, en todos mis viajes solo me han robado una vez, un cuentakilómetros. Fue en Laos, y creo que fue un turista el que me hizo la gracia. 

Anécdotas con agobio sí que he vivido algunas. Hanoi me encantó, preciosa, pero para salir de allí hacia Bangkok no me dejaban y casi pierdo el avión. Me miraban el pasaporte y como había entrado por una frontera remota en Laos, cerca de China, no la conocían. Al final, menos mal que me acordé de que llevaba el plan de viaje y retorno que me facilitó la agencia que me vendió el vuelo. Se lo enseñé a los aduaneros y por fin me dejaron pasar. Y en Argentina igual. Entré por Chile, por el lago O'Higgins, y los soldados chilenos me sellaron en un puesto fronterizo montañoso. Sigues camino y arriba del collado un cartel te dice: “Está usted entrando en Argentina”. Bajas al lago Viedma y ves una caseta en la que viven otros soldados. Es gracioso porque la frontera está en pleno monte. Te sellan el pasaporte y luego, en el aeropuerto de Buenos Aires, cuando quieres volver a España, de nuevo te hacen la pregunta: “¿Pero usted, por dónde ha entrado en el país?”

En tantos viajes por tantos países, ¿le han reconocido alguna vez?

Sí, cuando estuve en la Baja California me pegué a cuatro cicloturistas que rodaban en mi misma dirección: tres mujeres y un hombre perfectamente equipados, con la ropa conjuntada y buenas bicis; cicloturistas de Tijuana, totalmente arreglados, elegantes como para ir a misa de doce. Yo, vestido de cualquier manera, con una bici cutre y 25 kilos en las alforjas. Hablando con las chicas me decían que les gustaba mi acento español. Mientras, el hombre —se llamaba Héctor— ni me dirigía la palabra. Marcaba el ritmo y me miraba de reojo, escuchando lo que hablábamos. En un repecho se echó a un lado y me dijo: “Usted es Cabestany, el que fue ciclista profesional, ¿verdad?”

Hasta entonces ni me había mirado. Creo que reconoció mi voz. Estuvimos hablando y contándonos batallitas (él era un gran aficionado a este deporte que luego fue elegido presidente de la Federación de Ciclismo de la Baja California), nos paramos a tomar café y resulta que hasta teníamos un amigo en común, Raúl Alcalá, el gran ciclista mexicano que vivió en Donostia.

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