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La irresistible adicción a un buen chute de nostalgia

Renton, Spud y Sick Boy se bajan del tren en el mismo apeadero de las Highlands en el que se bajaron hace veinte años, frente a la montaña a la que fueron de excursión para espantar el mono de la heroína y terminar gritando que ser escocés es la basura más servil, patética y miserable jamás salida del culo de la civilización. Falta Tommy, murió enfermo de SIDA y han vuelto allí para recordar a su viejo amigo. 

Spud echa a andar con un ramo de flores amarillas en la mano. Renton y Sick Boy se quedan parados mirando al horizonte.

—Lo siento, lo estoy intentando con todas mis fuerzas pero no siento nada– suelta Sick Boy.

—Estamos aquí en un acto de homenaje– le reprocha Renton.

—Esto es solo nostalgia. Eres un turista en tu propia juventud.

Como todos los cuarentones que damos la brasa con los recuerdos de nuestra juventud, los personajes de la segunda parte de Trainspotting se alimentan de nostalgia para sobrellevar el vacío existencial que se abre cuando uno comprende que la inmortalidad no existe y que, según el tópico, el presente de responsabilidades adultas no mola tanto como las aventuras del pasado (la heroína no mola en ningún caso).

La nostalgia parece inofensiva como el maravilloso especial de 'Cachitos' de Nochevieja y las reconfortantes conversaciones entre colegas sobre los viejos tiempos pero es adictiva, peligrosamente adictiva: también se nutre de los amigos perdidos por razones que nunca tuvieron sentido, o de las relaciones que pudieron ser y no fueron, o cualquier decisión incorrecta, o correcta –que no es lo mismo pero es igual–, que crea universos paralelos suficientes para pillar una buena sobredosis de nostalgia. Uno puede quedarse allí dentro encerrado como si el pasado fuera un placebo que tuviera efecto para siempre y nada dura para siempre salvo en San Junípero.

En los últimos tiempos, la nostalgia –ese sentimiento personal tan placentero, emotivo y cabrón a la vez– se nos está yendo de las manos. Hay demasiada nostalgia por todas partes. No pasa un día sin que se anuncien reunificaciones, revivals, recuperaciones. El ejemplo más reciente ha sido la serie Stranger Things, el exitazo de Netflix del pasado verano que triunfó azuzando sin disimulo nuestra nostalgia por los años 80: Spielberg a gogó, El Resplandor, E.T, Stephen King, Los Goonies y un largo etcétera. Solo faltaba Espinete en la versión española. Por supuesto, a pesar de todos los trucos, la serie me encantó.

Y ahí está también Star Wars, la marca hacedora de nostalgia más potente de la historia: de trilogía en trilogía hasta la trilogía final. Dentro de veinte años habrá nostálgicos de los episodios que se están rodando ahora, y quizás algún día haya incluso quien recuerde con cariño a Jar Jar Binks. Todo es posible cuando la rueda de la nostalgia se pone en marcha.

Pero todo tiene un límite y estamos empezando a cruzarlo.

El otro día Pablo Motos convenció a Emilio Aragón para organizar un reencuentro de Médico de Familia, una serie que veíamos todos –tan mala para salud y sabrosa para el paladar como comerse una estupenda Big Mac–, pero que en el nostalgiómetro no está ni siquiera en los puestos para jugar la Intertoto. Se está creando nostalgia de cosas de las que ni siquiera teníamos constancia de que fueran nostálgicas. Ahora resulta que han sacado de nuevo el zapatófono del Nokia 3310, sin whatsapp, ni youtube ni wifi. Estamos a un paso de que nos regalen por nuestro cumpleaños el Kinitonova, el juego con el que revivirás tus borracheras más idiotas jugando a los dados.

La nostalgia se ha convertido, como casi todo en estos días, en una máquina perfecta de hacer dinero. Hemos pasado de ser nostálgicos a ser consumidores de la industria de la nostalgia. Nos hemos montado un Parque Temático de la Nostalgia ideal para ser turistas en nuestra propia juventud, y es muy entretenido pero empieza a ser previsible y desmesurado. Y con tanta nostalgia –parte ingenua y espontánea, parte empaquetada y prefabricada– corremos el peligro de ser todavía más brasas y menos divertidos de lo que ya somos. Los cuarentones, digo. 

Renton, Spud y Sick Boy se bajan del tren en el mismo apeadero de las Highlands en el que se bajaron hace veinte años, frente a la montaña a la que fueron de excursión para espantar el mono de la heroína y terminar gritando que ser escocés es la basura más servil, patética y miserable jamás salida del culo de la civilización. Falta Tommy, murió enfermo de SIDA y han vuelto allí para recordar a su viejo amigo. 

Spud echa a andar con un ramo de flores amarillas en la mano. Renton y Sick Boy se quedan parados mirando al horizonte.