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La repetición de las elecciones vuelve a dejar en la estacada a las víctimas del amianto

Celestino Tolosa trabajó durante 26 años como calderero en las plantas de Construcciones y Auxiliar de Ferrocarriles (CAF) en Irun y Beasain. La empresa utilizaba amianto para fabricar los vagones. Celestino empezó a tener problemas de salud en los ochenta y en 1999 recibió la invalidez permanente por una afección pulmonar. Murió nueve años después. Su cuerpo rechazó el trasplante al que había sido sometido.

El Instituto Nacional de la Seguridad Social defendió que Celestino había muerto por una enfermedad que no tenía relación con su trabajo. Celestino siempre sospechó que “trabajando había tragado mucha mierda”. Sus compañeros de trabajo contaron a la familia que otros compañeros también estaban enfermando por el amianto. Su viuda y su hija empezaron una larga lucha para que se hiciera justicia, pero se encontraron con casi todas las puertas cerradas.

Pero, antes de morir, Celestino tomó una decisión que no se conocería hasta mucho después: pidió a los médicos que le realizaron el trasplante que congelaran sus pulmones. Un nuevo informe médico, a petición de la familia, confirmó que los pulmones estaban impregnados de polvo de amianto y que eso era lo que había acabado con su vida. A Celestino lo mató trabajar en CAF.

Sin embargo, la batalla judicial no terminó ahí. Los obstáculos siguieron. La Seguridad Social no reconocía el origen real de la enfermedad y un juzgado de primera instancia de San Sebastián rechazó las reclamaciones de la familia. Tuvo que ser el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco el que atendiera a los familiares de Celestino: en octubre del año pasado reconocía la enfermedad profesional de Celestino. CAF siguió poniendo trabas y recurrió ante el Supremo, pero finalmente el Supremo hace apenas dos meses ha dado la razón a la familia. CAF tendrá que pagar una indemnización y la Seguridad Social tendrá que hacer frente a la pensión de viudedad atendiendo a que la muerte estuvo originada por una enfermedad provocada por su actividad laboral.

El caso de Celestino es el de muchas familias que llevan años enfrentándose al amianto y sus consecuencias letales. Pero no sólo a eso. También a una Seguridad Social que se desentiende de las víctimas a pesar de que hay informes médicos que confirman que las muertes están provocadas por el amianto. También a empresas que como CAF -muy venerada por nuestros políticos y medios de comunicación- litigan hasta el último minuto en los tribunales y todavía no han pedido perdón a las familias.

En el caso de Celestino Tolosa, después de una larga lucha, se ha impuesto la verdad y la justicia, pero no siempre es así.

El olvido histórico de las instituciones con las víctimas del amianto

Miles de trabajadores han muerto por exposición al amianto en España. Y miles más morirán en los próximos años. Lo peor está por llegar: el pico de incidencia del amianto se espera para 2023 o “más tarde”. Los casos reconocidos son la punta del iceberg.

Los afectados están ahora mismo al vaivén de los tribunales de justicia -con el coste económico y el dolor personal añadido que eso supone-, mientras la mayoría de las empresas evitan compensar a las víctimas. Muchas mueren sin que sus derechos sean reconocidos. Y todo esto, con la actitud timorata de los poderes públicos: las instituciones tienen buenas palabras pero los hechos no se concretan.

El olvido de las instituciones con las víctimas del amianto en España no es nuevo. Los primeros casos se empezaron a detectar en los años 70 y ya en 1984 los médicos reclamaron la prohibición del amianto pero fue rechazada por “cuestiones económicas”. Durante muchos años se permitió el amianto a sabiendas de que las consecuencias que provocaba eran irremediables. Cuando las instituciones europeas comenzaron a acelerar los pasos para prohibir esta sustancia cancerígena, España intentó entorpecer el proceso: en 1998 se opuso a la prohibición. El veto al amianto no llegó a España hasta 2002 y después de haber conseguido una moratoria por parte de Europa.

El amianto se prohibía, pero las víctimas seguían desatendidas.

La necesidad de un fondo de compensación

Una de las claves para salir de la pesadilla en la que se ven enredadas las víctimas y sus familias es la creación de un fondo de compensación. Un fondo que termine con la tortura judicial y compense a los afectados, entre ellos, a aquellos cuyas empresas han desaparecido y no tienen siquiera a quién reclamar.

Un fondo de estas características existe en Francia desde 2001, pero en España todo ha ido mucho más lento. Las reservas de los políticos al coste económico que puede suponer este fondo han sido uno de los frenos más importantes. Según las asociaciones que han trabajado durante años en esta idea el coste anual no sería para nada inasumible: unos 164 millones de euros al año si atendemos a cómo han ido las cosas en Francia. Otras fuentes hablan de alrededor de 200 millones. En todo caso, el Estado se encargaría de adelantar las indemnizaciones pero una parte importante de las ayudas se repercutirían en las empresas implicadas en los casos de amianto.

El Congreso de los Diputados recibió oficialmente en 2017 la primera propuesta para una ley sobre un fondo compensatorio. Era una petición impulsada el año anterior por el Parlamento vasco -para un fondo en toda España- que llevaba años trabajando con la Asociación Vasca de Víctimas del Amianto (Asviamie). Pero lo primero que se encontraron fue un portazo en las narices. El Gobierno de Mariano Rajoy lo rechazó porque argumentaba que afectaba a los presupuestos en vigor.

Se volvió a la casilla de salida. El Parlamento vasco tuvo que iniciar de nuevo los trámites. De nuevo llegó al Congreso que aprobó el dictamen que llegaba de Euskadi con los votos a favor de todos los partidos y la abstención del PP. Se iniciaban los trámites para mejorar la proposición de ley, pero el proyecto se encontró, esta vez, con otro muro, el de la Mesa de la Cámara -controlada por PP y Ciudadanos- que, en plena pelea política con el resto de fuerzas políticas, estaba bloqueando sistemáticamente las iniciativas legislativas de la oposición y, entre ellas, también ésta del Parlamento vasco.

Las asociaciones de víctimas tuvieron que dedicar meses a convencer a la Mesa del Congreso de la urgencia de agilizar la iniciativa. Fueron muchos meses de bloqueo, de maniobras dilatorias, pero por fin el trabajo en la comisión correspondiente pudo arrancar y los primeros avances se fueron sucediendo. El tiempo de lo que quedaba de legislatura corría en contra. Y llegó la siguiente piedra en el camino.

En febrero de 2019, Pedro Sánchez adelantaba las elecciones al 28 de abril. Las Cortes se disolvieron sin que se hubiera aprobado el fondo de compensación. Si las elecciones se hubieran convocado a finales de mayo, quizás habría dado tiempo. Si se llegan a convocar este otoño, seguro. Pero no fue así. Otra vez, como Sísifo, se volvió al principio. Otra vez, el Parlamento vasco aprobó la petición de una ley para crear ese fondo. Otra vez, el Congreso de los Diputados se ponía a ello y, antes de tramitar la iniciativa, mandaba la propuesta al Gobierno para que emitiera su criterio. Pero el Gobierno estaba en funciones y había que esperar.

Hasta esta semana. No habrá Gobierno. Habrá elecciones -otra vez- y las compensaciones a las víctimas tendrán que esperar todavía más. Apenas quedaba nada ya para que los partidos -que habían llegado a un acuerdo muy mayoritario en las Cortes- aprobaran la creación del fondo. Pero, otra vez, las esperanzas frustradas. “Los años siguen pasando, la gente sigue falleciendo y ahora a verlas venir”, explicaba esta semana Jon García, portavoz de las asociaciones de víctimas que llevan años luchando para que el fondo se haga realidad.

El fondo no será retroactivo y cada mes que pasa sin aprobarse es un reguero de víctimas desatendidas. Hay familias que llevan mucho tiempo sin dormir, atascadas en procesos judiciales y enfrentadas a empresas insensibles, y los intereses partidistas en el Congreso de estos últimos tres años han impedido crear un fondo de compensación. Señorías, han vuelto ustedes a dejar a las víctimas del amianto en la estacada.

Celestino Tolosa trabajó durante 26 años como calderero en las plantas de Construcciones y Auxiliar de Ferrocarriles (CAF) en Irun y Beasain. La empresa utilizaba amianto para fabricar los vagones. Celestino empezó a tener problemas de salud en los ochenta y en 1999 recibió la invalidez permanente por una afección pulmonar. Murió nueve años después. Su cuerpo rechazó el trasplante al que había sido sometido.

El Instituto Nacional de la Seguridad Social defendió que Celestino había muerto por una enfermedad que no tenía relación con su trabajo. Celestino siempre sospechó que “trabajando había tragado mucha mierda”. Sus compañeros de trabajo contaron a la familia que otros compañeros también estaban enfermando por el amianto. Su viuda y su hija empezaron una larga lucha para que se hiciera justicia, pero se encontraron con casi todas las puertas cerradas.