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¿Tiene sentido viajar en la actualidad?

La foto la manda un colega que está viajando por Alaska estos días. En la imagen aparece el autobús en el que Christopher McCandless vivió en soledad sus últimos días, atrapado por la crecida del río Teklanika. McCandless era un chaval que había decidido dejarlo todo tras graduarse en la universidad. “Se cambió el nombre, entregó los 24.000 dólares que tenía ahorrados a la caridad, abandonó su coche y la mayoría de sus pertenencias y se fundió el dinero que le quedaba en la cartera”, escribe Jon Krakauer en ‘Into the wild’, el libro que después sería popularizado por la película de Sean Penn.

McCandless lo dejó todo y dedicó el resto de su corta vida a vagabundear y viajar a dedo por Estados Unidos conviviendo con los perdedores del sueño americano. Tuvo trabajos ocasionales y emprendió incursiones en la naturaleza que seguían esa tradición tan norteamericana de buscarse a uno mismo en la comunión con lo salvaje. “Hace dos años que camino por el mundo. Sin teléfono, sin piscina, sin mascotas, sin cigarrillos. La máxima libertad. Un extremista. Un viajero esteta cuyo hogar es la carretera”, escribía McCandless en su diario camino de Alaska.

En la foto que manda el colega, sin embargo, hay algo que no encaja. El entorno del autobús no parece un lugar demasiado recóndito: hay una especie de valla a la derecha, un cartel colgado en un árbol del fondo y, sobre todo, está plantado un tronco con señalizaciones que apuntan irónicamente a la casa de Sarah Palin. Ese no es el autobús de McCandless. En un vistazo rápido por Google descubro que se trata de una réplica que hay en el pueblo de Healey. 

Lo primero que pienso con cierta decepción es, ah, vale, no es el autobús de verdad, vaya birria. Luego siento alivio por el colega que ha decidido no peregrinar hasta el autobús original como cientos viajeros hacen cada año impresionados por las andanzas de McCandless: llegar al ‘magic bus’ –como así lo bautizó McCandless– puede ser muy peligroso. Algunos han sufrido percances y han tenido que ser rescatados. En el pueblo incluso han pensado en sacar aquel viejo trasto de allí para terminar con los disgustos.

La figura de McCandless es muy polémica. ¿Un idealista romántico que no soportaba vivir en una sociedad hipercapitalista y fue coherente hasta el punto de cortar con su anterior vida o un narcisista que terminó matándose por su propia imprudencia y una entronización de la naturaleza que no merecía la pena?

“Antes que el amor, el dinero o la fama, dame la verdad”, subrayó McCandless en el libro ‘Walden’ de Henry David Thoureau, pero me temo que muchos de sus peregrinos viajan hasta allí por motivos menos profundos: viajan para conocer el lugar de una historia increíble de un tipo al que admiran, pero viajan en una etapa de unas vacaciones de verano o un viaje más o menos largo, antes de volver a la vida que abandonó McCandless y poder decir “yo estuve allí”, que es una parte de lo que todos hacemos cuando viajamos ya sea al autobús, las cataratas de Iguazú, la tumba de Jim Morrison o al salar de Uyuni.  

Hemos pasado del “¡nadie ha estado aquí antes!” que gritan los miembros de la expedición de Percy Fawcett a las entrañas de la Amazonia en ‘Z, la ciudad perdida’ al “yo también he estado aquí” que gritamos ahora cuando compartimos en Instagram las fotos de nuestros viajes. (Off topic: ningún explorador blanco y occidental había estado antes en ese punto de la Amazonia, pero sus pobladores sí habían estado, vivían allí. Ese “nadie ha estado aquí antes” explica el espíritu indomable del ser humano para conocer el mundo pero también para destruirlo. El turismo industrial que ha machacado muchos lugares del mundo con la excusa de que los sacaría de la miseria no deja de ser una expresión contemporánea de aquellos exploradores).

Viajar siempre ha tenido un impulso personal por conocer nuevos lugares que el pedacito de tierra en el que pasamos la mayoría del tiempo de nuestra vida, una sana curiosidad por acercarse a lo diferente, la ruptura de la rutina… No sé quién decía que viajando uno tiene una vida más larga, y siempre he creído que tenía razón. Un día de experiencias distintas en un lugar alejado vale por decenas de días de rutina cochambrosa en ese círculo de vivo-para-currar-para-vivir-para-currar en el que estamos instalados.

Sin embargo, en el hecho de viajar no deja de existir una pretenciosidad indisimulable. Una carrera por marcar en un mapa los lugares que hemos visitado. Una cierta ostentación social por los lugares a los que se ha viajado. Una colección de cromos de un álbum que hay que terminar. El viaje, entendido no como la huida de lo cotidiano, sino como el medio para conseguir un fin, en el que ese fin es alimentar una narración sobre uno mismo y la lista de trofeos que colgamos en las redes sociales. “Las experiencias, si vive uno para coleccionarlas, nos zarandean, nos ofrecen horizontes utópicos, nos emborrachan y confunden”, escribe Pablo d'Ors. 

Esto ha ocurrido siempre. No es nuevo, pero se ha exacerbado con el auge de las redes sociales, de forma que parece que uno no viaja solo para descubrir algo nuevo o para desaparecer una temporada sino también para forjarse una identidad que sea reconocida por la sociedad a golpe de fotos y vídeos en el muro de Facebook. Viajar más, cuenta más. Viajar más lejos, cuenta más. Vanagloriarse de ello es un rito social normalizado, tan normalizado que lo hacemos sin darnos cuenta.    

Y probablemente la mayor pretenciosidad de todas sea creernos viajeros y no turistas, cuando en la actualidad, todos somos turistas, hasta los mochileros que hemos viajado de un lado a otro siguiendo los códigos del turismo alternativo. Los viajeros son la gente que vive en un circo, las parejas que se mueven por el mundo con lo puesto vendiendo pulseras, los tipos que deciden renegar de una vida cómoda o que se han visto obligados a ello. El resto somos turistas intentado vivir experiencias supuestamente únicas, pero que en ocasiones abocan a decepciones que no somos capaces de reconocernos ni a nosotros mismos. 

Perseguimos imágenes/narraciones vitales con unas expectativas larvadas en nuestra mente que no terminamos de satisfacer del todo cuando llegamos allí. “Nuestra mirada está saturada después de 200 años de imágenes creadas por máquinas, fotografía, cine, vídeo… La imagen ya no sorprende, se ha desvirtualizado su utilidad como documento de una realidad. Ahora una imagen es una versión más de la realidad”, explicaba esta semana el director de cine, Pedro Aguilera, en El Correo. El imaginario viajero digital que inunda nuestras vidas compite contra nuestra visión de la realidad. Y probablemente nos ha atrofiado ya la forma de mirar y, por tanto, de viajar. 

La nueva forma de viajar que se ha impuesto por culpa de nuestra existencia cotidiana online ha descuartizado además uno de los placeres que suponía viajar: el abandono, la desconexión. Viajar durante semanas sin saber lo que ocurría en casa o en tu país. No era ni bueno ni malo, eran las reglas del juego. Era lo más parecido a vivir otra vida cuando uno tiene una vida convencional. Pero la hiperconexión nos lo ha quitado: viajamos con los móviles cargados, buscando conexiones wifi como drogadictos, comentando nuestras andanzas a colegas y famila por whatsapp, accediendo a las noticias de nuestro país, retransmitiendo las anécdotas por Twitter, enseñando nuestros pies en playas paradisíacas en Facebook.

Viajamos con nuestro cuerpo caminando por un lugar alejado mientras una parte de nuestros pensamientos siguen clavados en la estaca de nuestro lugar de origen por culpa de esa necesidad que nos hemos creado de seguir conectados. Este es uno de los problemas por los que cada vez me cuesta más viajar: la percepción del viaje ha cambiado de forma drástica.

Y, sin embargo, sigo viajando, pero en los últimos años algunos de los viajes más gratificantes los he hecho a un pueblecito cerca de las montañas que hay a 30 kilómetros de la ciudad en la que vivo. Un lugar maravilloso en una casa sin conexión a internet, y con el 4G a pedales, a la que llego y lo primero que hago es apagar el teléfono móvil durante semanas. El primer día, el segundo, el tercero sigo con la mente atada a los asuntos de los que uno pretende alejarse cuando viaja, pero llega un punto –al sexto o séptimo día– en que hay una revelación –no tengo sentimientos místicos pero no se me ocurre otra forma de contarlo–, un cambio en las percepciones, una especie de bienestar, a ratos feliz, que es el mismo que sentía cuando me perdía por América o Europa y llevar un teléfono móvil encima no era lo habitual. Ese pueblecito es mi autobús de Alaska.

¿Tiene sentido viajar en la actualidad? No lo sé, yo amo viajar pero viajar como lo estamos haciendo en muchas ocasiones no tiene mucho sentido. 

La foto la manda un colega que está viajando por Alaska estos días. En la imagen aparece el autobús en el que Christopher McCandless vivió en soledad sus últimos días, atrapado por la crecida del río Teklanika. McCandless era un chaval que había decidido dejarlo todo tras graduarse en la universidad. “Se cambió el nombre, entregó los 24.000 dólares que tenía ahorrados a la caridad, abandonó su coche y la mayoría de sus pertenencias y se fundió el dinero que le quedaba en la cartera”, escribe Jon Krakauer en ‘Into the wild’, el libro que después sería popularizado por la película de Sean Penn.

McCandless lo dejó todo y dedicó el resto de su corta vida a vagabundear y viajar a dedo por Estados Unidos conviviendo con los perdedores del sueño americano. Tuvo trabajos ocasionales y emprendió incursiones en la naturaleza que seguían esa tradición tan norteamericana de buscarse a uno mismo en la comunión con lo salvaje. “Hace dos años que camino por el mundo. Sin teléfono, sin piscina, sin mascotas, sin cigarrillos. La máxima libertad. Un extremista. Un viajero esteta cuyo hogar es la carretera”, escribía McCandless en su diario camino de Alaska.