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El silencio que oculta la corrupción

En cierta ocasión me dejaron echar un vistazo a un mensaje de correo electrónico en el que un técnico de una institución pública y un empleado de una empresa privada acordaban 'preparar' el pliego de un concurso. El conchabeo era muy afable. Charlaban como viejos amigos. La empresa se llevó el contrato y las consecuencias fueron desastrosas: sobrecostes, retrasos. Por mucho que insistí a mi fuente, nunca pude publicarlo. Fue un off the record y no conseguí a nadie que me aportara la información suficiente para destapar el chanchullo.

Otra persona de confianza que trabajaba en un empresa pública me contó cómo se topó con un contrato cuyo coste le parecía desmesurado y solicitó presupuestos a otras empresas para conseguir un precio más asequible para las arcas públicas. Cuando cambió de proveedor, uno de sus compañeros de trabajo apareció en su despacho y le soltó a la cara que tenía hijos que alimentar. Otro off the record.

No siempre es así. Desde que empecé en esto del periodismo hace 16 años he podido escarbar, confirmar y publicar la basura en la que se sostienen algunas prácticas de las instituciones públicas y de los corruptores en las empresas privadas, pero no son pocas las ocasiones en las que las denuncias se quedaron en un “esto queda entre tú y yo” o simplemente un resignado “para que veas cómo están las cosas ahí dentro”.

No pretendo sugerir que la corrupción sea generalizada en las instituciones públicas, no puedo afirmarlo, pero no hay más que ser un lector asiduo de los medios de comunicación para constatar que los corruptos no son una minoría. Y que la impunidad en la que viven se sustenta en el silencio de las personas que un día ven lo que no hay que ver pero deciden mirar a otro lado, o como mucho, se aventuran a contarlo a modo de chascarrillo en una comida familiar o en la barra de un bar.

Ese silencio que alfombra los tejemanejes tiene una explicación. El miedo. Hay que pagar facturas, sacar a la familia adelante. Es comprensible. Y denunciar irregularidades suele ser el principio de una pesadilla. En las pocas ocasiones en las que alguien da el paso, y más si lo hace con nombres y apellidos, los anticuerpos del sistema responden de manera muy agresiva: el tipo que denuncia tiene oscuros intereses, o no está bien, es un desequilibrado, es un tío extraño, ya sabes, obsesivo y además estuvo metido en algo turbio. Expresiones como estas se las he escuchado a jefes de comunicación. Así es como se defiende la podredumbre: desprestigiando a quien ha decidido romper la omertá. Y puede que haya ocasiones en que las fuentes no sean precisamente el Dalái Lama pero, en todo caso, aunque sus motivaciones sean cuestionables, “si su información es sólida y veraz pueden ser más útiles que mil hombres buenos respetuosos de la ley”.

Los políticos que se llevan comisiones, los altos cargos que adjudican contratos a sus amigotes o los funcionarios que trabajan de espías dobles para empresas privadas no son más que el reflejo de la sociedad en la que vivimos. De nosotros mismos. No son extraterrestres. Y lo complicado de demoler la corrupción es que para hacerlo tenemos que derruir una parte de nosotros mismos. Derruir los valores en los que, en parte, se ha fundamentado nuestra sociedad, que no son precisamente los de la honestidad y la decencia.

Por eso es más necesario que nunca romper ese silencio que mantiene en sus puestos a los corruptos y a los corruptores. Por eso es imprescindible que los funcionarios o empleados de empresas privadas que descubran amaños, levanten el teléfono, hablen con un fiscal o la policía, contacten con un periodista, manden un sobre a una redacción o a filtrala.

Nuestra sociedad necesita más gargantas profundas.

En cierta ocasión me dejaron echar un vistazo a un mensaje de correo electrónico en el que un técnico de una institución pública y un empleado de una empresa privada acordaban 'preparar' el pliego de un concurso. El conchabeo era muy afable. Charlaban como viejos amigos. La empresa se llevó el contrato y las consecuencias fueron desastrosas: sobrecostes, retrasos. Por mucho que insistí a mi fuente, nunca pude publicarlo. Fue un off the record y no conseguí a nadie que me aportara la información suficiente para destapar el chanchullo.

Otra persona de confianza que trabajaba en un empresa pública me contó cómo se topó con un contrato cuyo coste le parecía desmesurado y solicitó presupuestos a otras empresas para conseguir un precio más asequible para las arcas públicas. Cuando cambió de proveedor, uno de sus compañeros de trabajo apareció en su despacho y le soltó a la cara que tenía hijos que alimentar. Otro off the record.