Iker Armentia es periodista. Desde 1998 contando historias en la Cadena Ser. Especializado en mirar bajo las alfombras, destapó el escándalo de las 'preferentes vascas' y ha investigado sobre el fracking. Ha colaborado con El País y realizado reportajes en Bolivia, Argentina y el Sahara, entre otros lugares del mundo. En la actualidad trabaja en los servicios informativos de la Cadena Ser en Euskadi. Es adicto a Twitter. En este blog publica una columna de opinión los sábados.
La última pataleta cipotuda de las élites se llama posverdad
La palabra del año para el diccionario Oxford es posverdad. Según explica el diccionario, posverdad es lo “relativo a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”, una definición que podría tallarse en piedra a la entrada de las facultades de Publicidad. Posverdad, esa palabra tan pija -que es mucho más ampulosa que la desgastada palabra mentira- se ha puesto de moda en 2016 por la victoria de Trump o el Brexit, pero hace más de 30 años que Eskorbuto ya cantaba a la posverdad sin necesidad de dárselas de politólogos: “La mentira es la que manda, la que causa sensación, la verdad es aburrida, ¡puta frustración!”.
Al parecer, el término se usó por primera vez en 1992 -¡qué mayor posverdad que el fraternal descubrimiento celebrado en la Expo de aquel año en Sevilla!- cuando Steve Tesich escribió que “nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en una especie de mundo de la posverdad”. El argumento en el que se está insistiendo estos días es más o menos el siguiente: en la recién estrenada era de la posverdad la verdad no es relevante para la ciudadanía y las redes sociales, en especial Facebook, se han convertido en máquinas de propagar las mentiras de los políticos populistas y de los medios que los apoyan. La gente prefiere confirmar sus ideas a contrastarlas con la realidad. La pasión se ha impuesto a la razón. Léannos a nosotros o estarán perdidos.
Al parecer todo esto es nuevo, pero lo nuevo es que a la lista habitual de las víctimas de la posverdad se han sumado las élites políticas y mediáticas. Hasta ahora era el stablishment quien imponía su relato con mayor o menor dificultad, utilizando las técnicas más refinadas de la posverdad y distribuyéndola en dosis adecuadas, pero ahora son los políticos ‘serios’ y los medios ‘serios’ los que la están sufriendo. Han perdido el monopolio en la comunicación y, como es lógico, protestan. De ahí el alboroto que están montando. Iñigo Lomana lo llama Ataque de Pánico de los Emisores Legitimados.
Resulta aterrador que la propagación de mentiras haya impulsado a un neofascista como Trump a la Casa Blanca (propagación a la que han contribuido los medios que ahora se quejan) y hay que combatir cualquier intento de normalización, pero esa espeluznante realidad no debería servir para blanquear un historial bastante cuestionable de los grandes medios de comunicación y los políticos tradicionales. Sus mentiras nos llevaron a varias guerras cuyos efectos todavía está pagando medio mundo y la posverdad ha servido para justificar la vía neoliberal de la austeridad y el sufrimiento como única salida a la Gran Depresión de los últimos años.
La posverdad viene de lejos y podríamos retrotraernos a las broncas de Platón con los filósofos sofistas pero nos quedaremos más cerca. Cuando el mencionado Tesich inauguró el palabro de moda se estaba refiriendo a la primera Guerra del Golfo y ya a mediados de los 90 se enseñaba en las clases de Periodismo que el cormorán embadurnado en petróleo con el que abrían los informativos era una invención. Tan falso era el cormorán como la historia de los iraquíes que, durante la invasión de Kuwait, habían sacado de las incubadoras de un hospital a 312 niños prematuros y los habían arrojado al suelo. El relato de una enfermera del hospital ante el Congreso de los Estados Unidos -amplificado acríticamente por los medios- había conmocionado a millones de ciudadanos pero, tras la guerra, un periodista fue a aquel hospital y nadie sabía nada de la historia. La chica que alimentó la invasión de Kuwait no era enfermera, era la hija del embajador de Kuwait en Washington. Todo era mentira. O posverdad, como se dice ahora.
En la segunda Guerra del Golfo la posverdad también tuvo su jornada estelar el 5 de febrero de 2003 cuando Colin Powell desgranó en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas las pruebas de la existencia de las armas de destrucción masiva en Irak. “El régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva. Puede usted estar seguro y pueden estar seguros todas las personas que nos ven que les estoy diciendo la verdad”, le contestó Aznar a Ernesto Sáenz de Buruaga en una entrevista en televisión. Los sentimientos que afloraron tras el 11-S se alimentaron con mentiras para propiciar una guerra que nada tenía que ver con el atentado de las Torres Gemelas. Pura posverdad.
En las últimas semanas se han sucedido los llamamientos a Facebook y Google para que bloqueen los contenidos falsos de los medios amarillistas, pero se entiende que en ese caso tendrían que censurarse también todas esas informaciones falsas sobre el independentismo catalán o la financiación de Podemos que la mayoría de los medios ‘serios’ españoles compraron a la policía política del Gobierno de Rajoy. Por poner un ejemplo.
El nuevo enemigo de los medios ‘serios’ son las redes sociales porque han roto con el cártel de comunicación en el que hemos vivido hasta ahora. “Twitter es basura, lea nuestros periódicos de toda la vida”, dicen, y yo los leo con fruición porque soy un adicto y se encuentran grandes historias y exclusivas imprescindibles, pero lo que no cuentan es que han sido tradicionalmente trincheras de partidos o de corporaciones bancarias, que la autocensura no es una leyenda urbana, que los intereses económicos y publicitarios dirigen determinadas informaciones, y que vetan noticias y redactores.
Defender que la prensa ‘de siempre’ es el último reducto de la verdad contrastada y que lo que está fuera de sus muros es un pozo lleno de mentiras es demasiado simplista. Con las redes sociales el peligro de que nos cuelen una noticia falsa se ha multiplicado, es verdad, pero hoy tenemos muchos más medios y más diversos que hace 20 años, en definitiva, muchas más posibilidades de estar bien informados y de acceder a más fuentes de información que hace 20 años. Por muy cipotudos que se pongan.
Cipotudo. Esa sí que es la palabra del año.
La palabra del año para el diccionario Oxford es posverdad. Según explica el diccionario, posverdad es lo “relativo a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”, una definición que podría tallarse en piedra a la entrada de las facultades de Publicidad. Posverdad, esa palabra tan pija -que es mucho más ampulosa que la desgastada palabra mentira- se ha puesto de moda en 2016 por la victoria de Trump o el Brexit, pero hace más de 30 años que Eskorbuto ya cantaba a la posverdad sin necesidad de dárselas de politólogos: “La mentira es la que manda, la que causa sensación, la verdad es aburrida, ¡puta frustración!”.
Al parecer, el término se usó por primera vez en 1992 -¡qué mayor posverdad que el fraternal descubrimiento celebrado en la Expo de aquel año en Sevilla!- cuando Steve Tesich escribió que “nosotros, como pueblo libre, hemos decidido libremente que queremos vivir en una especie de mundo de la posverdad”. El argumento en el que se está insistiendo estos días es más o menos el siguiente: en la recién estrenada era de la posverdad la verdad no es relevante para la ciudadanía y las redes sociales, en especial Facebook, se han convertido en máquinas de propagar las mentiras de los políticos populistas y de los medios que los apoyan. La gente prefiere confirmar sus ideas a contrastarlas con la realidad. La pasión se ha impuesto a la razón. Léannos a nosotros o estarán perdidos.