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Coreanos

Allá por el Pleistoceno, tuve una novia natural de Ermua. Era una vasca de raza pura, sin intromisiones de sangre foránea en su secular estirpe. Decía que me quería mucho, pero que no me podía querer más porque yo no sabía euskera ni presentaba trazas de aprenderlo. No llegaba a la xenofobia, pero establecía una diferencia social entre los vascos de pedigrí, como ella y su familia, y los inmigrantes españoles y sus descendientes, aunque hubiesen nacido aquí ─aquí y allá, nosotros y lo nuestro, los vértices del cuadrado nacionalista─. Todos esos, para ella foráneos perpetuos, mayoría en Ermua por otra parte, eran maquetos. También los llamaba ‘belarrimotza’, oreja pequeña, apelativo como de resonancia comanche que habría encantado a Toro o Tonto, el indio compinche del Llanero Solitario, el nota de las balas de plata. Ya que al parecer, esos inmigrantes, desertores del arado que habían venido a trabajar en la industria vasca, delataban su origen de tierra adentro por tener las asas pequeñas, mientras que los vascos de pura cepa podían espantar moscas con sus hermosos pabellones auriculares. Y había otro sinónimo de maquetos no menos exótico que ‘belarrimotzak’ y aún más extraño, coreanos. ¿Por qué coreanos? ¿Tenían los ojos rasgados como por expresión de estar haciendo fuerza para aguantar tanta chorrada y que los llamaran así? ¿La pescadilla que se muerde la cola? ¿Antes el huevo o la gallina de caserío? Quién sabe.

Durante mi infancia en Sevilla solía ir con mis padres a un mercadillo que se montaba en Corea. Estaba encantado de ir a Corea porque en aquella época leía con arrebato los tebeos del sargento Gorila, que transcurrían en la guerra del paralelo 38. Mi decepción fue grande cuando un día me di cuenta de que lo que yo entendía o quería entender como Corea, se llamaba en realidad Coria, el pueblo de Coria del Río.

Estos recuerdos de falsos coreanos me han venido a la memoria a cuenta de los coreanos auténticos, los del norte, que viven bajo ese régimen de un totalitarismo tan extremo ─valga el pleonasmo, pues todo totalitarismo es extremo─ que resulta surrealista como los coreanos de Ermua y de Coria del Río. Es porque he leído recientes anuncios de viajes turísticos a Corea del Norte, donde se especifica todo lo que no puedes hacer durante el mismo, ni hablar con la población, ni fotografías más que de los campos ─no los de concentración─, ni casi nada. Me contó mi amigo Jon Sistiaga que, cuando hizo un documental sobre Corea del Norte, estuvo alucinando todo el tiempo. Las imágenes de su grotesco dictador hereditario, por no hablar de la del ya finado papá con su tupé, rodeado de monos arrugados con uniforme, que parecen dibujos de cómic de Gilbert Shelton, con esas gorras de plato de altura tal que dejan por comparación a las soviéticas a la altura de boinas capadas, resultarían cómicas si debajo ─nunca mejor dicho─ no hubiera una población sojuzgada que vive en la miseria y si no tuvieran misiles nucleares con los que jugar a tocar los cojones.

Estoy por ir a uno de esos viajes a Corea del Norte, a ver si así, yendo a los extremos, al volver a este país donde las cosas han superado ya con creces la raya del escándalo y la ignominia, me disminuye por comparación el asco, la vergüenza y la indignación. Pero no creo.

Allá por el Pleistoceno, tuve una novia natural de Ermua. Era una vasca de raza pura, sin intromisiones de sangre foránea en su secular estirpe. Decía que me quería mucho, pero que no me podía querer más porque yo no sabía euskera ni presentaba trazas de aprenderlo. No llegaba a la xenofobia, pero establecía una diferencia social entre los vascos de pedigrí, como ella y su familia, y los inmigrantes españoles y sus descendientes, aunque hubiesen nacido aquí ─aquí y allá, nosotros y lo nuestro, los vértices del cuadrado nacionalista─. Todos esos, para ella foráneos perpetuos, mayoría en Ermua por otra parte, eran maquetos. También los llamaba ‘belarrimotza’, oreja pequeña, apelativo como de resonancia comanche que habría encantado a Toro o Tonto, el indio compinche del Llanero Solitario, el nota de las balas de plata. Ya que al parecer, esos inmigrantes, desertores del arado que habían venido a trabajar en la industria vasca, delataban su origen de tierra adentro por tener las asas pequeñas, mientras que los vascos de pura cepa podían espantar moscas con sus hermosos pabellones auriculares. Y había otro sinónimo de maquetos no menos exótico que ‘belarrimotzak’ y aún más extraño, coreanos. ¿Por qué coreanos? ¿Tenían los ojos rasgados como por expresión de estar haciendo fuerza para aguantar tanta chorrada y que los llamaran así? ¿La pescadilla que se muerde la cola? ¿Antes el huevo o la gallina de caserío? Quién sabe.

Durante mi infancia en Sevilla solía ir con mis padres a un mercadillo que se montaba en Corea. Estaba encantado de ir a Corea porque en aquella época leía con arrebato los tebeos del sargento Gorila, que transcurrían en la guerra del paralelo 38. Mi decepción fue grande cuando un día me di cuenta de que lo que yo entendía o quería entender como Corea, se llamaba en realidad Coria, el pueblo de Coria del Río.