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Extramuros de la OTA

Las antiguas ciudades medievales siempre disponían de sus correspondientes arrabales, una palabra procedente del árabe hispano que designaba el caserío que surgía fuera de los núcleos urbanos, constreñidos entonces por gruesas murallas defensivas.

Vivir en el arrabal no era plato de gusto, ciertamente. Allí iban a parar las clases más humildes que, aunque viviesen más aliviadas de la maloliente insalubridad de las atestadas villas, a cambio se veían sometidas al descrédito social y, lo que es peor, a la fácil degollina de cualquier atacante de los muchos que había. Que las murallas no se construían por gusto. Nuestra calle Ronda, en cuyo número 16 nació Unamuno, el bilbaíno más universal (con perdón) no se llama así en recuerdo de las costumbres txikiteras ni tampoco en honor de los mozos que cortejaban a sus amadas sino que era justamente la calle que separaba la muralla de Bilbao de las primeras casas y por la que los centinelas hacían la ronda de vigilancia.

Aunque las murallas sean un recuerdo de hace siglos, otras fronteras menos imponentes pero igualmente ciertas han venido a sustituirlas. Hoy para sentirse arrabal puede bastar con no tener metro (de ahí la pelea de los vecinos de Rekalde) o, en estas últimas semanas, estar al otro lado de la impalpable muralla que, como torres tecnológicas, forman las canceladoras de la OTA. Es lo que está pasando en La Peña.

La OTA también comenzó, lo recuerdo bien, por las zonas urbanas de más prestigio y también recuerdo que en su inicio la zona “afectada” era tan pequeña que los vigilantes daban más que abasto para cubrir sus exiguas rutas, de modo que era cuestión de un minuto que te multasen si no tenías al punto aquellos papeles que se vendían en los estancos y que había que agujerear con la llave del coche.

El resto de la ciudad respiró entonces aliviada al no verse sometida a aquella incómoda exacción, hasta que comprobó con espanto que los coches expulsados del elegante Ensanche empezaban a repartirse y saturar sus propias calles.

El sentimiento arrabalero, como de marginado, de vecino “de segunda” pareció reverdecer hasta que la frontera del ticket se fue extendiendo y los ánimos se calmaron. Pagando, eso sí.

Pero se equivocaban quienes creyeron que la periferia quedaría a salvo de la marea de aparcadores. Bilbao no es tan extenso y pronto los barrios a los que se iba acercando la normativa vieron sus calles atestadas de vehículos de desconocidos.

Por fuerza la cosa tenía que ir a peor porque, obviamente, no es lo mismo repartir los coches de una única zona prohibida entre otras muchas libres que amontonar los de muchas prohibidas en una sola libre. Doy fe de que la extensión de la OTA a San Adrián, Miribilla y Zabala ha causado gran contento y de que ahora se aparca allí como en las películas americanas (de frente y sin maniobrar) pero los vecinos del barrio de La Peña, ya de por sí estrecho de espacio, se han visto auténticamente inundados y se ha exacerbado su sentimiento de ser los marginados que viven en el arrabal medieval de una ciudad de titanio que les arroja, inmisericorde, lo que a ella le sobra y le incomoda.

Mal asunto este de tomar decisiones brillantes y populares sin valorar las peligrosas consecuencias secundarias que conllevan. El problema es que la política se ha malacostumbrado a que el largo plazo sea el escaso tiempo que hay entre una convocatoria a las urnas y la siguiente. Ya da igual incluso que se trate de municipales, autonómicas, forales, generales o europeas. Nuestros líderes brincan de una a otra elección, empapados de encuestas, como si atravesaran un río tumultuoso saltando entre sus piedras y, claro, con tanta adrenalina puesta a ver quién va a atreverse a señalarles los efectos secundarios de una vida tan apresurada. Bueno, quizás lo hagan los vecinos de La Peña.

Las antiguas ciudades medievales siempre disponían de sus correspondientes arrabales, una palabra procedente del árabe hispano que designaba el caserío que surgía fuera de los núcleos urbanos, constreñidos entonces por gruesas murallas defensivas.

Vivir en el arrabal no era plato de gusto, ciertamente. Allí iban a parar las clases más humildes que, aunque viviesen más aliviadas de la maloliente insalubridad de las atestadas villas, a cambio se veían sometidas al descrédito social y, lo que es peor, a la fácil degollina de cualquier atacante de los muchos que había. Que las murallas no se construían por gusto. Nuestra calle Ronda, en cuyo número 16 nació Unamuno, el bilbaíno más universal (con perdón) no se llama así en recuerdo de las costumbres txikiteras ni tampoco en honor de los mozos que cortejaban a sus amadas sino que era justamente la calle que separaba la muralla de Bilbao de las primeras casas y por la que los centinelas hacían la ronda de vigilancia.