Filólogo y periodista, pero poco, ha ejercido como profesor, traductor y escribidor para terceros. Actualmente dirige e ilustra ÇhøpSuëy Fanzine On The Rocks y prepara la segunda oleada de su Diccionario para entender a los humanos.
Esto es el fin
Últimamente he cogido la costumbre de mirar al cielo por si me cae en la cabeza un meteorito. Con eso de que se acercan con frecuencia asteroides de Marte y llueven Cuadrántidas, Líridas, Perseidas, Dracónidas, Oriónidas, Leónidas y Gemínidas, vivo sin vivir en mí. Supongo que hay más probabilidad de que me aplaste otro Plan de Paz del Gobierno vasco —que también son periódicos como el cometa Halley, aunque más asiduos— pero tampoco es cuestión de fiarse. No soy asustadizo, pero sería decepcionante que me desintegrara un meteorito mientras salgo del súper acarreando un pollo y un pepino. Qué poco glamour.
Psicológicamente estoy sobradamente preparado para el fin del mundo. Recuerdo que, ya en la EGB, un profesor me regaló una revista más o menos científica en donde se anunciaba un gran cataclismo. Era posible que acabara con la vida humana porque se iban a alinear todos los planetas del sistema solar y la suma de sus fuerzas de gravedad produciría mareas gigantes, desestabilización del núcleo de la Tierra y grandes terremotos y tsunamis. Me afectó mucho y cada vez que me acercaba al mar, miraba con prevención al horizonte por ver si llegaba una ola de cincuenta metros y me arrastraba hasta Madrigal de las Altas Torres, provincia de Ávila. Tendría que haber aprovechado para aprender surf.
Del miedo al fin del mundo por alineación planetaria me sacó un amigo anarquista que anunciaba la Guerra Nuclear Total. La iban a empezar los capitalistas para acabar con el gran éxito comunista. Aquello acongojaba mucho, así que cuando los americanos desplegaron sus misiles de crucero en Alemania me puse en el pecho una chapa muy combativa para desanimarles. Luego creo que fui a una manifestación, pero no estoy seguro. Había gente que acumulaba galletas y latas de fabada por si se producía un holocausto nuclear. Tal vez no pensaron en que vivir en un refugio subterráneo sin luz, sin tele y comiendo todo el día alubias acabaría con ellos por intoxicación de sus propias emanaciones de metano. Menos mal que llegó el desarme.
Pero el fin del mundo seguía a la vuelta de la esquina. Si no era la contaminación del agua, que acababa con la vida en los ríos y pronto acabaría con la de los mares, era la contaminación atmosférica. Cuando se descubrió el agujero de ozono pasé algún tiempo preocupado porque los australianos y los esquimales no se frieran en su propio jugo, como los mejillones.
Y qué angustia el cambio de siglo, que decían que los ordenadores se iban a bloquear y la gente se quedaría encerrada en los ascensores, caerían los aviones en pleno vuelo y el hilo musical entraría en un bucle sin fin con una canción de Rafaella Carrá. O lo de la gripe A, que fue anteayer, y compramos millones de mascarillas y toneladas de antibióticos y había que lavarse las manos después de agarrar un picaporte para no morir expectorando tus propios pulmones. O el apocalipsis maya, que daba más miedo que Kim Jong-Un presidiendo un desfile de pioneros.
Eso sin contar las predicciones de Al Gore y de la Iglesia de la Ecología de las Ballenas de los Últimos Días que dicen que subirá el nivel del mar y se secarán los ríos, nos comerá el desierto por el sur y se incendiarán los bosques del norte, desaparecerá la flora y la fauna autóctona y, en lugar de cultivar la vid, los supervivientes se dedicarán al pistacho y al cocotero (lo de las lluvias y las inundaciones es para despistar, que la madre Naturaleza es muy cabrona). En fin, que últimamente, además de sufrir por el pobre oso ártico que no consigue masacrar focas suelo abrir la taza del váter con precaución, no sea que me ataque un cocodrilo o una colonia de mejillones cebra.
Vamos, que no sé a qué viene tanta murga con el paro y las preferentes, la corrupción y las hipotecas, el consumismo que nos agilipolla y el nacionalismo que nos vende la moto, la reforma de la administración, la subida de impuestos, el euro, la crisis griega o la guerra siria. Se acerca el fin y aquí estamos tan pichis, entretenidos con el día a día. En verdad en verdad os digo que o montáis todos en bici y abjuráis de la carne de vaca o no se salvará el oso polar y la hecatombe zombi acabará con todos vosotros. Que los días están contados y que, para vivir así, la verdad, mejor no morirse nunca.
Últimamente he cogido la costumbre de mirar al cielo por si me cae en la cabeza un meteorito. Con eso de que se acercan con frecuencia asteroides de Marte y llueven Cuadrántidas, Líridas, Perseidas, Dracónidas, Oriónidas, Leónidas y Gemínidas, vivo sin vivir en mí. Supongo que hay más probabilidad de que me aplaste otro Plan de Paz del Gobierno vasco —que también son periódicos como el cometa Halley, aunque más asiduos— pero tampoco es cuestión de fiarse. No soy asustadizo, pero sería decepcionante que me desintegrara un meteorito mientras salgo del súper acarreando un pollo y un pepino. Qué poco glamour.
Psicológicamente estoy sobradamente preparado para el fin del mundo. Recuerdo que, ya en la EGB, un profesor me regaló una revista más o menos científica en donde se anunciaba un gran cataclismo. Era posible que acabara con la vida humana porque se iban a alinear todos los planetas del sistema solar y la suma de sus fuerzas de gravedad produciría mareas gigantes, desestabilización del núcleo de la Tierra y grandes terremotos y tsunamis. Me afectó mucho y cada vez que me acercaba al mar, miraba con prevención al horizonte por ver si llegaba una ola de cincuenta metros y me arrastraba hasta Madrigal de las Altas Torres, provincia de Ávila. Tendría que haber aprovechado para aprender surf.