Filólogo y periodista, pero poco, ha ejercido como profesor, traductor y escribidor para terceros. Actualmente dirige e ilustra ÇhøpSuëy Fanzine On The Rocks y prepara la segunda oleada de su Diccionario para entender a los humanos.
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La pretensión del Estado por regular todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida resulta estomagante. Es cierto que una porción de la ciudadanía quiere al Estado más que a un padre putativo y le pide que nos vigile, nos cuide, nos lave, nos peine, nos limpie las caquitas y nos ayude a cruzar la calle, pero somos también muchos a los que nos gustaría que nos dejara un rato en paz. Que la pesadez consume el cariño.
Es bastante higiénico que de vez en cuando se dé cancha a esas buenas gentes añorantes del estatalismo romano o soviético que tienen tan grandes ideas para arreglar toda nuestra existencia colectiva. Pero que el mundo esté lleno de grandes pensadores no es razón para que tengamos que experimentar un día tras otro cada una de las ocurrencias de cualquier charlatán, por mucho que ponga cara de ser la reencarnación de la virgen de Fátima. Que el Mediterráneo ya está descubierto.
Europa occidental ha tardado muchos siglos en apartar de la política al mesianismo cristiano para ponerlo en el lugar que le corresponde, las iglesias, así que no es cosa de que nos lo metan de nuevo a escondidas por la vía prepóstera. Por eso resulta particularmente cansino la proliferación de tanto portavoz de la conciencia universal y la salud físico-espiritual de las masas; siempre a costa, por cierto, de amargar nuestra ya de por sí amarga existencia personal. Si alguien quiere ganarse el cielo, que se vaya a predicar al desierto, que últimamente andan por allí bastante necesitados de mensajes de paz, amor y convivencia.
El Estado y sus comisionados deberían dedicar sus esfuerzos a engrasar el funcionamiento de la 'res pública', que no es una vaca, sino todas esas cosas útiles que facilitan nuestra vida en común (la seguridad, el transporte, la sanidad, la educación...) y olvidarse de lo que hacemos con nuestro cuerpo serrano y nuestra conciencia.
En fin, que me parece muy bonito que los señores diputados vascos y vascas vayan a dedicar su nunca bien remunerado tiempo a discutir por enésima vez el enésimo plan de convivencia, con su 'sensibilizeision' y su 'capaziteision'. Incluso que expriman sus meninges para definir en qué debe consistir un suelo ético, un techo moral, un alicatado de decencia y un empapelado de honradez, pero esos asuntos, corazones, ya están resueltos. Los resolvieron hace unos cuantos miles de años las religiones y los han actualizado periódicamente los filósofos, las ideologías y las leyes. Quien no se haya enterado, debería repetir curso, pero en el internado.
A estas alturas de la película ya nos conocemos todos muy bien, y sabemos en qué lado de la escopeta ha estado cada uno. Y aunque la política sea el arte del eufemismo y del paripé, basta ya de milongas. Que se cumplan las leyes. Las lecciones de perdón, convivencia y buen rollito, para la catequesis.
Que yo, particularmente, sé muy bien como manejar mi amor, mi odio y mi desprecio y no necesito que me sensibilicen. Que la sensibilidad ya la tengo a flor de piel. Aquí mismo, concretamente.
La pretensión del Estado por regular todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida resulta estomagante. Es cierto que una porción de la ciudadanía quiere al Estado más que a un padre putativo y le pide que nos vigile, nos cuide, nos lave, nos peine, nos limpie las caquitas y nos ayude a cruzar la calle, pero somos también muchos a los que nos gustaría que nos dejara un rato en paz. Que la pesadez consume el cariño.
Es bastante higiénico que de vez en cuando se dé cancha a esas buenas gentes añorantes del estatalismo romano o soviético que tienen tan grandes ideas para arreglar toda nuestra existencia colectiva. Pero que el mundo esté lleno de grandes pensadores no es razón para que tengamos que experimentar un día tras otro cada una de las ocurrencias de cualquier charlatán, por mucho que ponga cara de ser la reencarnación de la virgen de Fátima. Que el Mediterráneo ya está descubierto.