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3 de marzo: una conmemoración vampirizada
Cuando la clase obrera vitoriana (y alavesa) tomó la calle en el marco de una huelga general el 3 de marzo de 1976 que acabó costando la vida a cinco trabajadores y heridas a más de 80, lo hizo en el marco de la inmediatez de una lucha por sus derechos laborales. Al decreto de Congelación Salarial aprobado unos meses antes por el gobierno todavía de Franco, las asambleas de trabajadores y trabajadoras respondieron con una batería de reivindicaciones para renegociar sus convenios colectivos, entre ellas un aumento lineal del sueldo, la reducción de la jornada semanal a 42 horas o el cobro del salario íntegro en caso de baja por enfermedad.
Cuando la clase obrera vitoriana (y alavesa) recurrió a la política de calle para poner sobre el tapete su Plataforma Reivindicativa, estaba también planteando un desafío político. Al fin y al cabo habían sido las autoridades franquistas quienes habían mandado contener los salarios en un contexto inflacionario que había llevado a duplicarse los precios en el lustro precedente. Esas mismas autoridades llevaban décadas (cierto que cada vez con menos éxito) amordazando las libertades de expresión, reunión y asociación, entre otras. En lo que a la clase obrera afectaba, esa falta de libertades se traducía en la falta de reconocimiento de sus representantes emanados de las asambleas para participar en la negociación colectiva, por haber sido escogidos al margen del Sindicato Vertical.
Pero cuando la clase obrera vitoriana (y alavesa) pagó en propia carne la impotencia del régimen para taponar las vías exigiendo justicia social y democracia, lo hizo al margen de las aspiraciones nacionalistas. La independencia, la amnistía o la ikurriña no ocupaban espacio ni en el imaginario ni tampoco en la inmediatez de quienes sostuvieron el ciclo de protesta en Vitoria antes, durante y después del 3 de marzo de 1976, ni siquiera en segundo plano. No podía ser de otra manera. Al calor de una industrialización tardía en comparación con Gipuzkoa, y sobre todo con Bizkaia, la población obrera industrial en Álava se había multiplicado por cuatro en el cuarto de siglo precedente, hasta sumar 37.000 personas. La gran mayoría de ellas procedían del agro español, y apenas tenía experiencia de lucha sindical. Ocio, Barroso, Aznar, Castillo, Pereda; así se apellidaban los asesinados a manos de la policía en aquella luctuosa fecha. Ellos, o los miles de personas que abarrotaban la iglesia de San Francisco y sus aledaños cuando irrumpió la policía y provocó la masacre, podían contemplar con mayor o menor simpatía las movilizaciones del momento ligadas a la identidad vasca en la menos nacionalista de las provincias, pero no era algo que figurase en su prontuario reivindicativo; les resultaba de orden menor, cuando no por completo ajeno. Las movilizaciones pro-amnistía de esa época, de tanto alcance en el resto de provincias vascas, incluso en Navarra, en el territorio alavés pasaron sin pena ni gloria. Por eso cuando, pocos años después de acaecidos los hechos, el nacionalismo radical ingresó el capital simbólico del 3 de marzo en su cuenta y completó su proceso de vampirización, se esforzó por poner la fecha al servicio de una narrativa según la cual aquellos hechos y la suya forman (y la cita es de un destacado dirigente ultranacionalista) “parte de la misma lucha”. De ahí que hayan rendido homenajes a gudaris de ETA cuyos fallecimientos coincidieron con la conmemoración anual por los sucesos de Vitoria, como 'Txomin', Mikel Lopetegi, Igor Angulo o Roberto Sáinz. Pero, ¿cuál es el parecido entre quien deja la vida luchando por su dignidad y por la justicia social, y quien asesina en el nombre de Euskal Herria?
Cuando la clase obrera vitoriana (y alavesa) tomó la calle en el marco de una huelga general el 3 de marzo de 1976 que acabó costando la vida a cinco trabajadores y heridas a más de 80, lo hizo en el marco de la inmediatez de una lucha por sus derechos laborales. Al decreto de Congelación Salarial aprobado unos meses antes por el gobierno todavía de Franco, las asambleas de trabajadores y trabajadoras respondieron con una batería de reivindicaciones para renegociar sus convenios colectivos, entre ellas un aumento lineal del sueldo, la reducción de la jornada semanal a 42 horas o el cobro del salario íntegro en caso de baja por enfermedad.
Cuando la clase obrera vitoriana (y alavesa) recurrió a la política de calle para poner sobre el tapete su Plataforma Reivindicativa, estaba también planteando un desafío político. Al fin y al cabo habían sido las autoridades franquistas quienes habían mandado contener los salarios en un contexto inflacionario que había llevado a duplicarse los precios en el lustro precedente. Esas mismas autoridades llevaban décadas (cierto que cada vez con menos éxito) amordazando las libertades de expresión, reunión y asociación, entre otras. En lo que a la clase obrera afectaba, esa falta de libertades se traducía en la falta de reconocimiento de sus representantes emanados de las asambleas para participar en la negociación colectiva, por haber sido escogidos al margen del Sindicato Vertical.