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Naciomonismo

En su más célebre ensayo, el titulado 'Dos conceptos de libertad' (1958), Isaiah Berlin denomina monismo a la creencia “de que en alguna parte, en el pasado o en el futuro, en la revelación divina o en la mente del pensador, en los pronunciamientos de la historia o de la ciencia o en el corazón simple de un buen hombre no corrompido, hay una solución definitiva”. ¿Una solución definitiva a qué? A los conflictos de valores y de intereses, a los ideales confrontados, a las contradicciones sociales, a los antagonismos políticos. En definitiva, el monismo aspira a encontrar “una fórmula única mediante la cual se pueden realizar de forma armónica todos los fines de los hombres”. Pero los fines a los que aspiramos los seres humanos son múltiples, en parte inconmensurables, y es por ello que están en permanente conflicto. La cuestión es, entonces, aprender a sobrellevar esta situación estructural de conflicto mediante una cultura y unas instituciones pluralistas.

El nacionalismo es un ejemplo perfecto de monismo. Monismo que se atempera o camufla cuando se considera asegurado: puede entonces travestirse de patriotismo o de nacionalismo cívico. Pero cuando se siente amenazada, la patria se despoja de su piel de cordero y saca a la luz el lobo nacionalista que lleva dentro. “Patria es -escribió Imre Kertész- una palabra en la que realmente vale la pena detenerse un rato. Yo, por ejemplo, le tengo miedo”. El nacionalismo es siempre un ejercicio de simplificación, de reduccionismo.

Y así, al igual que un nacionalista con Estado, como Albert Rivera, cuando mira a su sociedad sólo ve 'españoles', el nacionalista sin Estado sólo ve, cuando mira a su sociedad, nacionales comprometidos con la construcción nacional.

Es lo que ha vuelto a ocurrir este pasado 10 de junio en torno a la movilización a favor del derecho a decidir convocada por Gure Esku Dago. Una movilización cívica y festiva, convocada por y para nacionalistas. Un efectista ejercicio de nacionalismo banal. Decenas de miles de personas movilizadas, lo que es muy meritorio, pero que no constituyen ni una nación ni un pueblo. Una parte (pequeña) de la sociedad vasca que, sin embargo, no tiene más remedio que hablar como si de un todo se tratara. Eso es monismo.

Y conste que lo comprendo. No es lo mismo que Bakartxo Tejeria, presidenta del Parlamento vasco, declare que esta iniciativa “demuestra que existe un pueblo activo que quiere decidir libre y democráticamente su futuro” (lo que suena rotundo y épico, es decir, monista) a que declare que la cadena de GED “demuestra que existe una parte del pueblo activo que quiere decidir libre y democráticamente su futuro, junto a otra parte que también es activa, pero que igual no quiere, o no así, o considera que ya lo ha hecho, además de otras partes del pueblo que no se sabe lo que quieren, pero que no por ello deja de ser activo…”. Esta segunda sería una aproximación a la realidad social vasca en clave pluralista: mucho más adecuada que la reducción monista, pero, claro, carente de toda épica.

Lo mismo ocurre con la declaración de Gorka Urtaran, alcalde de Vitoria-Gasteiz: decir “Euskadi, como pueblo, tiene derecho a decidir” resuelve de un plumazo todos los problemas derivados de gestionar una sociedad, la vasca, en la que no existe unanimidad respecto a la cuestión del derecho a decidir. Me parece lamentable que haya que recordárselo a un edil que accedió a su cargo precisamente cuando Javier Maroto, que había ganado las elecciones, fue descabalgado al arrogarse la pretensión de decidir sobre lo indecidible.

En fin, vuelve el naciomonismo. Y con él, el riesgo de reproducir la barbarie de Procusto, es decir, “la vivisección de las sociedades humanas existentes de acuerdo con un modelo inalterable dictado por nuestra comprensión falible de un pasado en buena medida imaginario o de un futuro totalmente imaginado” (Berlin).

Por cierto: se han dedicado ciertas partes del recorrido a apoyar a los jóvenes condenados por agredir a dos guardias civiles y sus parejas en Alsasua, a las y los pensionistas, al movimiento feminista (me parece muy bien) y a las y los políticos catalanes presos y huidos. Me llama la atención que, a lo largo de todos esos 201,9 kilómetros enlazados, no hayan considerado oportuno recordar a las víctimas del terrorismo. Estoy casi seguro de que han tenido que pasar por alguno de los muchos lugares donde ETA asesinó. Para la próxima vez.

En su más célebre ensayo, el titulado 'Dos conceptos de libertad' (1958), Isaiah Berlin denomina monismo a la creencia “de que en alguna parte, en el pasado o en el futuro, en la revelación divina o en la mente del pensador, en los pronunciamientos de la historia o de la ciencia o en el corazón simple de un buen hombre no corrompido, hay una solución definitiva”. ¿Una solución definitiva a qué? A los conflictos de valores y de intereses, a los ideales confrontados, a las contradicciones sociales, a los antagonismos políticos. En definitiva, el monismo aspira a encontrar “una fórmula única mediante la cual se pueden realizar de forma armónica todos los fines de los hombres”. Pero los fines a los que aspiramos los seres humanos son múltiples, en parte inconmensurables, y es por ello que están en permanente conflicto. La cuestión es, entonces, aprender a sobrellevar esta situación estructural de conflicto mediante una cultura y unas instituciones pluralistas.

El nacionalismo es un ejemplo perfecto de monismo. Monismo que se atempera o camufla cuando se considera asegurado: puede entonces travestirse de patriotismo o de nacionalismo cívico. Pero cuando se siente amenazada, la patria se despoja de su piel de cordero y saca a la luz el lobo nacionalista que lleva dentro. “Patria es -escribió Imre Kertész- una palabra en la que realmente vale la pena detenerse un rato. Yo, por ejemplo, le tengo miedo”. El nacionalismo es siempre un ejercicio de simplificación, de reduccionismo.