Blogs Opinión y blogs

Sobre este blog

Burgos, lo que se recuerda y lo que fue

0

El cincuenta aniversario del juicio de Burgos ha sido una nueva ocasión para comprobar la fuerza de los lugares comunes, de los mitos fundacionales sobre los cuales se cohesionan las sociedades o cuando menos algunos de sus grupos sociales. Ya pueden los historiadores explicar que la complejidad del pasado casa mal con interpretaciones monistas, que los hechos históricos hay que entenderlos en sus términos y en su contexto, o que, como decía el maestro Santos Juliá, no se debe traer el pasado al presente con el fin de instrumentalizarlo chapuceramente. Intentos vanos cuando ese empeño choca con comunidades políticas hegemónicas que utilizan sus resortes comunicativos para reforzar interpretaciones de sentido que apuntalan su dominio.

En este sentido, Euskadi es un buen ejemplo de la operatividad de este tipo de andamiaje. La conmemoración del Consejo de Guerra de Burgos de 1970 que juzgó a 16 militantes de ETA, con una sentencia que condenó a seis de ellos a penas de muerte que fueron conmutadas al poco, ha sido otra muestra más de ese mal “uso público de la historia” con el que se persigue naturalizar y adecuar interpretaciones del pasado a los fines del presente. A través de una panoplia de medios comunicativos diversos (exposiciones, televisión vasca, periódicos, libros) se reiteran unos mensajes, convertidos en sintagmas, destinados a establecer un continuum entre ETA de 1970 y la que operó después hasta 2011, a presentar a esta organización como la representación del pueblo vasco y, si se fuera renuente a este lenguaje diáfano favorable a ETA, a reiterar en tal caso la centralidad del nacionalismo y a ahondar en la condición victimaria de Euskadi.  

Es un lenguaje repleto de contenidos y alusiones tanto por lo que se dice como por lo que no. En lo primero se nos presenta un régimen “fascista” monolítico, homogéneo en su afán de “matar”, de “doblegar al pueblo vasco”, de postrarlo (“sentarlo”). Se promueve así una transferencia de un “pueblo vasco” representado como un todo hacia ETA, que es presentada como una organización de “referencia”, omitiendo su inconsistencia orgánica en aquel momento, a la par que se enfatiza la importancia de sus acciones violentas, en este caso la del secuestro del cónsul honorario de la RFA en San Sebastián, Eugene Beihl. El propósito, como se decía, es claro y no es otro sino establecer, por una parte, una continuidad entre “Burgos-1970” y la ETA nacionalista y militarista posterior y, por otra, reiterar el viejo discurso etarra de la conexión entre el franquismo y la transición (“no hubo democracia”), así como entre aquél y el sistema político que de él se derivó (“siguió sin haberla”) (véase el editorial del “Gara” del 7-12-2020).

Esta es la parte que se “recuerda”. ¿Qué es lo que se elude? ¿Qué se calla? Pues un sinfín de elementos y hechos que reflejan la complejidad de aquel acontecimiento que no hacen sino constatar la divergencia entre los “significados” interesados que se hacen de “Burgos-1970” y lo que entonces aconteció.

Por razones de espacio nos ceñiremos a algunos aspectos, empezando por señalar que ETA, en diciembre de 1970, atravesaba por una extremada debilidad, descabezada y, muy en particular, con una nueva dirección que apostaba por el abandono del nacionalismo y de la violencia. No es extraño, por tanto, que el secuestro de Beihl fuera debatido por los procesados, optando mayoritariamente por su condena, tal como nos lo recuerda uno de los protagonistas, Antxon Carrera. También se suele omitir que quienes hicieron posible que el juicio desatara aquella movilización tanto a escala nacional como internacional fueron organizaciones de izquierda y no el nacionalismo, con un papel muy destacado tanto del Partido Comunista como de la extrema izquierda (señaladamente en Gipuzkoa), que fueron un agente fundamental para las demostraciones de repulsa en la calle. En la misma tónica y en favor de esa idea de un Pueblo Vasco homogéneo representado en ETA, se olvida señalar que esas movilizaciones no fueron en favor de esta organización sino contra la Dictadura, lo mismo que se marginan las referencias a la diversidad ideológica de la oposición en Euskadi o a la centralidad del movimiento obrero con organizaciones muy activas como Comisiones Obreras o los Comités de Empresa. El discurso del “fascismo” español ávido por “matar” a “luchadores vascos” que desde estos ámbitos del nacionalismo se nos transmite simplifica extraordinariamente las cosas, y oculta el hecho de que el juicio de Burgos se enmarcaba en la durísima pugna que se daba dentro del régimen entre sectores de lo que luego se denominaría el “bunker” y los partidarios de un cierto tipo de reformas, que eran decididamente contrarios a que se produjeran condenas a muerte. Fue una división interna que resultó también sustantiva para la conmutación de las penas.

En esta visión arbitraria de las cosas, se silencia el asesinato de un taxista, Fermín Monasterio, en 1969, por un miembro fugado de ETA, suceso que figuraba en el sumario del proceso, lo que permite no mencionar que esta organización trató de ocultar su responsabilidad en esta muerte achacándola a la Guardia Civil, una evidente falsedad. Es más, cuando desde estos medios se comenta este asesinato se interpreta como un “forcejeo”, obviando que Monasterio murió a consecuencia de ¡cuatro disparos!, o se enmarca en la consideración de “autodefensa”, en una actitud de abierta comprensión. Su asesino, Mikel Etxeberria, fue de los pocos de aquella ETA que siguió militando en la organización, lo que consideró una dedicación digna de recompensa material pues al cabo de los años reclamaba que “nosotros que hemos dado la vida por EH, nos merecemos al menos una pensión de 1500 o 1800 €(sic).

Para acabar, solo señalar que, si confiáramos en la historia y no en las memorias selectivas o en los relatos de parte, obtendríamos un conocimiento más cabal de nuestro pasado, siempre revisable y abierto a la discrepancia, pero más riguroso. La cuestión es si tal cosa interesa o bien por lo que se opta es por el mito, o sea, por la falsedad. 

El cincuenta aniversario del juicio de Burgos ha sido una nueva ocasión para comprobar la fuerza de los lugares comunes, de los mitos fundacionales sobre los cuales se cohesionan las sociedades o cuando menos algunos de sus grupos sociales. Ya pueden los historiadores explicar que la complejidad del pasado casa mal con interpretaciones monistas, que los hechos históricos hay que entenderlos en sus términos y en su contexto, o que, como decía el maestro Santos Juliá, no se debe traer el pasado al presente con el fin de instrumentalizarlo chapuceramente. Intentos vanos cuando ese empeño choca con comunidades políticas hegemónicas que utilizan sus resortes comunicativos para reforzar interpretaciones de sentido que apuntalan su dominio.

En este sentido, Euskadi es un buen ejemplo de la operatividad de este tipo de andamiaje. La conmemoración del Consejo de Guerra de Burgos de 1970 que juzgó a 16 militantes de ETA, con una sentencia que condenó a seis de ellos a penas de muerte que fueron conmutadas al poco, ha sido otra muestra más de ese mal “uso público de la historia” con el que se persigue naturalizar y adecuar interpretaciones del pasado a los fines del presente. A través de una panoplia de medios comunicativos diversos (exposiciones, televisión vasca, periódicos, libros) se reiteran unos mensajes, convertidos en sintagmas, destinados a establecer un continuum entre ETA de 1970 y la que operó después hasta 2011, a presentar a esta organización como la representación del pueblo vasco y, si se fuera renuente a este lenguaje diáfano favorable a ETA, a reiterar en tal caso la centralidad del nacionalismo y a ahondar en la condición victimaria de Euskadi.