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OPINIÓN | 'Pesimismo y capitalismo', por Enric González

Cataluña

El mundo ha ido perdiendo poco a poco su variedad. Los ciudadanos de este planeta nos comportamos, más o menos, de la misma manera. La televisión, el cine, la red internauta, la comida basura, las canciones de la radio y la estupidez nos han homogeneizado.

Una de las primeras cosas que percibes viajando por este sorprendente planeta es que en todos los mercados venden las mismas latas de refrescos, las mismas gorras de baseball, los mismos pantalones vaqueros y las mismas baratijas fabricadas en algún minúsculo, grasiento y maloliente taller chino. No es que esto me preocupe demasiado, ya que reservo todo mi pánico para el próximo brote del virus del Ébola, la próxima reforma laboral o el próximo resurgir de Esperanza Aguirre. Pero lo cierto es que el libre comercio, el inmenso poder de las multinacionales y el turismo no sólo ha limitado la variedad de productos comerciales que pueden encontrarse en estos mercados, sino que también está terminando – no sé si para bien o para mal, que esto siempre es relativo - con las peculiaridades sicológicas que antes diferenciaban a las razas, los pueblos, las comarcas y los continentes.

El mundo se ha globalizado tanto que dudo mucho que las sociedades actuales contengan diferencias notorias unas de otras. Los países cada vez se parecen más. Las ciudades que habitamos son todas la misma, con los mismos atascos de tráfico, los mismos comercios, los mismos ruidos, los mismos restaurantes japoneses donde comer el mismo sushi descongelado y los mismos edificios, construidos de acuerdo con los canones de una arquitectura ramplona, descuidada y vergonzante – aunque en esto tal vez se lleve la palma la horrorosa Plaza de Euskadi ubicada en el turístico municipio bilbaíno -. Los individuos tienen las mismas o parecidas costumbres y los medios de comunicación informan a todas horas y en todas partes de las mismas chorradas, las mismas catástrofes y los mismos chismorreos.

Cada vez resulta más difícil distinguir a unas sociedades de otras, sobre todo del modo simplista que antes calificaba a los franceses, por ejemplo, de avarientos, a los italianos de histriónicos, a los ingleses de borrachos, a los alemanes de cabezas cuadradas y a los españoles de envidiosos. La única distinción que puede observarse en el mundo actual es la antigua y biblíca distinción entre ricos y pobres o sea los pobres a joderse y los ricos a mantenerse lo más alejados posible ya que, como todo el mundo sabe, a los ricos no les gusta nada la compañía de los pobres, que es lo que ahora, más o menos, les ocurre a los independentistas catalanes.

Sin embargo, todavía hay sutiles diferencias que pueden apreciarse si uno se toma la molestia de observar el comportamiento de los distintos individuos que deambulan por el planeta atendiendo a una cuestión tan triste y tan arbitraria como es su lugar procedencia. Todavía hay una marca de nacimiento que nos condiciona. No mucho, eso sí, pero, bueno, a poco que uno preste atención ciertos hábitos, ciertas nostalgias, parte de nuestra conducta y bastante de nuestro carácter todavía están condicionados por el lugar de nacimiento.

En cualquier sitio de este desquiciado planeta un español, por ejemplo, es inmediatamente reconocido por el elevado volumen de su voz. También por esa tendencia natural para hablar de nosotros mismos concediéndonos demasiada importancia, para discutir de fútbol en los bares como si la vida nos fuera en ello o para utilizar expresiones malsonantes cada vez que tratamos de recalcar nuestras convicciones más profundas – en el supuesto, claro está, de que todavía las tengamos -, pero con todo, considero, que aquello que verdaderamente nos caracteriza es nuestra manifiesta incapacidad para concebir algo en común. Nos molesta ponernos de acuerdo. Nos fastidia. Nos hace sentirnos como si renunciáramos a nuestra irrenunciable individualidad. Nos tienta tanto la idea de creernos siempre distintos a los demás – y por supuesto mejores - que hasta en la aldea más diminuta se busca constante y afanosamente la cualidad, el monumento, la Virgen, el dialecto, la calabaza o el relato histórico que nos diferencie de la aldea colindante.

Tal vez por eso todavía hay tanto compatriota que va por la vida tratando de imponer a los demás su idea de España, ya sea la de una España federal o imperial o republicana o liberal o chapucera o finalmente resquebrajada en un delirante batiburrillo de naciones, lenguas, fronteras, costumbres, mojones territoriales y demás puzzles variados. Políticos y periodistas incluidos. Mucho político, lo cúal hace ya tiempo que ha dejado de asombrarme, pero cada vez más y más periodistas, o cuando menos eso es lo que ellos dicen ser...

El mundo ha ido perdiendo poco a poco su variedad. Los ciudadanos de este planeta nos comportamos, más o menos, de la misma manera. La televisión, el cine, la red internauta, la comida basura, las canciones de la radio y la estupidez nos han homogeneizado.

Una de las primeras cosas que percibes viajando por este sorprendente planeta es que en todos los mercados venden las mismas latas de refrescos, las mismas gorras de baseball, los mismos pantalones vaqueros y las mismas baratijas fabricadas en algún minúsculo, grasiento y maloliente taller chino. No es que esto me preocupe demasiado, ya que reservo todo mi pánico para el próximo brote del virus del Ébola, la próxima reforma laboral o el próximo resurgir de Esperanza Aguirre. Pero lo cierto es que el libre comercio, el inmenso poder de las multinacionales y el turismo no sólo ha limitado la variedad de productos comerciales que pueden encontrarse en estos mercados, sino que también está terminando – no sé si para bien o para mal, que esto siempre es relativo - con las peculiaridades sicológicas que antes diferenciaban a las razas, los pueblos, las comarcas y los continentes.