Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Convivir con el perro negro
Busqué y encontré un árbol para ahorcarme. No es una metáfora. Existe. Está en el alto de Zaldiaran. Comprobé que la rama aguantaba mi peso y que mis pies no tocaban el suelo. Otto, mi perro, me miraba divertido mientras lo hacía. Llegué a planear dónde dejar el coche, qué cuerda iba a usar —una de escalada del Decathlon— y cuándo hacerlo: el treinta y uno de octubre de dos mil veintidós, un día después de dejar a Otto en casa de una amiga que cuida perros semiclandestinamente. Hoy es uno de noviembre de dos mil veintidós, no me he colgado, pero he de reconocer que saber dónde está ese árbol palía mi tristeza.
Como ideador suicida, soy un cliché estadístico: un hombre de casi cincuenta años, sin pareja y con tendencia a autosedarse con alcohol. Toda mi vida adulta ha sido una constante lucha entre mis necesidades afectivas y mi tendencia natural al aislamiento, y se puede decir que finalmente el señor Aislamiento ha vencido el combate por K.O: por supuesto que estoy separado desde hace tiempo, por supuesto que mis hijos han decidido que no quieren estar más con un individuo que no parece vivir en el mismo plano de la existencia que ellos y por supuesto que tengo una relación fría con mi familia de origen. Tengo unos cuantos amigos con los que mantengo una relación fiel, pero en la que no abundan los momentos de sinceridad emocional.
El alcohol es mi medicación. Y no es una buena medicación; aunque me ralentiza y me seda el pensamiento durante periodos breves de tiempo, hace que duerma mal y eso tiene consecuencias en mi estado de ánimo posterior. La adrenalina del peligro y el enfrentamiento con la autoridad me suben la autoestima, pero tienen un claro lado negativo: me cargan de ira, una ira que acaba deglutida o liberada en pequeñas dosis hacia quien no se la merece.
Cada vez me resulta más agotador mantener el personaje, y los accesos de llanto cuando estoy a solas son frecuentes. Reconozco tener la necesidad de que alguien me toque, me acaricie y me cuide, pero me encargo metódicamente de apartar a cualquier persona que lo intente, en parte porque siempre me engaño a mí mismo pensando que yo soy más autosuficiente que nadie, en parte porque no quiero provocarle un daño emocional a otro espíritu amable de los que de vez en cuando tienen el valor de acercarse al tigre. Creo que no he perdido la capacidad de empatía, pero cada vez me cuesta más comunicar con sinceridad lo que siento.
Muchos de mis allegados me habrán reconocido enseguida, y habrá otros allegados que habrán reconocido a alguien a quien mi ropa le queda como un guante. Os he contado lo mío aquí, en público, porque tengo la sensación de que no es nada original. Y porque tenemos que hablar del suicidio y la depresión. Todos tenemos conocidos que han pasado o están pasando por cosas similares a las que pasan en mi vida. Es difícil no dejar solo a quien manifiesta contínuamente que quiere estar solo, pero, por favor, no los dejéis solos.
Un “¿cómo estás?” preguntado de corazón sienta muy bien. Interrogadles sobre las ideas de muerte, eso no aumenta el riesgo de nada, más bien al contrario. Por lo demás, creo que no se necesitan grandes gestos: hay pocas cosas que haya agradecido más que un buen amigo ayudándome en las rutinas diarias, por ejemplo. La psicoterapia y el abordaje psiquiátrico son fundamentales, pero suele ser difícil dar con esa o ese profesional que te viene bien, y los recursos públicos están desbordados. Convivir con el perro negro es una tarea agotadora, y mantener la perspectiva de que tendrás días buenos cuesta muchísimo, pero los acabas teniendo. Yo os he contado todo esto desde la mañana de uno de ellos. ¿Alguien más se anima?
Busqué y encontré un árbol para ahorcarme. No es una metáfora. Existe. Está en el alto de Zaldiaran. Comprobé que la rama aguantaba mi peso y que mis pies no tocaban el suelo. Otto, mi perro, me miraba divertido mientras lo hacía. Llegué a planear dónde dejar el coche, qué cuerda iba a usar —una de escalada del Decathlon— y cuándo hacerlo: el treinta y uno de octubre de dos mil veintidós, un día después de dejar a Otto en casa de una amiga que cuida perros semiclandestinamente. Hoy es uno de noviembre de dos mil veintidós, no me he colgado, pero he de reconocer que saber dónde está ese árbol palía mi tristeza.
Como ideador suicida, soy un cliché estadístico: un hombre de casi cincuenta años, sin pareja y con tendencia a autosedarse con alcohol. Toda mi vida adulta ha sido una constante lucha entre mis necesidades afectivas y mi tendencia natural al aislamiento, y se puede decir que finalmente el señor Aislamiento ha vencido el combate por K.O: por supuesto que estoy separado desde hace tiempo, por supuesto que mis hijos han decidido que no quieren estar más con un individuo que no parece vivir en el mismo plano de la existencia que ellos y por supuesto que tengo una relación fría con mi familia de origen. Tengo unos cuantos amigos con los que mantengo una relación fiel, pero en la que no abundan los momentos de sinceridad emocional.