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Distraídos

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El hombre es un animal que se aburre. Por eso es un animal que tiende a distraerse. Cuando uno piensa en el destino de todo hombre, de toda mujer, sobreviene una especie de locura que solo se puede sobrellevar con la distracción, si lo que se pretende es sobrevivir. La distracción es el negocio de nuestro tiempo. La huida de la realidad es lo que grandes complejos industriales del entretenimiento proporcionan a quienes, tras cumplir con el horario de su jornada laboral, se sitúan frente a una pantalla dispuestos a contemplar el horizonte huidizo y metálico de estas del mismo modo que antes se contemplaba una puesta de sol o el chisporrotear del fuego en la chimenea.

Los niños en vez de jugar en la calle miran una pantalla. Los jóvenes más que mirar pantallas viven dentro de ellas y los hombres, las mujeres, de cierta edad, una vez descubierta la insignificancia de casi todo, en vez de relacionarse en los bares miramos una pantalla. No participamos de la vida sino que la contemplamos.

El cambio que esto supone con respecto a otros tiempos pasados es sutil, pero bastante significativo: los ciudadanos y las ciudadanas ya no solemos participar en la diversión de la vida sino que la contemplamos en una teleserie, en un partido de fútbol, en una película o en un informativo, librándonos, así, con estas distracciones, no solo del aburrimiento sino también de nuestros semejantes y hasta de nosotros mismos.

Esta distracción nos concreta la felicidad. Puesto que ser felices parece no está a nuestro alcance, situándose muy por encima de nuestras posibilidades, nos contentamos con distraernos.

Louis Haugmard, crítico francés que ejerció su oficio durante las primeras décadas del siglo veinte, analizó los efectos del cine en los espectadores y llegó, con más que notable presciencia, a la siguiente conclusión: “por medio del cine las masas hechizadas aprenderán a no pensar, a oponerse a todo deseo de razonar y construir, que irá atrofiándose poco a poco; lo único que sabrán hacer será abrir los ojos enormes y vacíos, y mirar, sólo mirar, mirar, mirar...”.

En esta permanente contemplación tecnológica del mundo que nos rodea, los contribuyentes de este ruidoso reino, tenemos ahora la posibilidad de distraernos con el formidable espectáculo, no por muchas veces repetido menos asombroso, que se exhibe en la pista central del Circo Nacional: periodistas corruptos, que los hay en una penosa correspondencia a la precariedad económica del oficio, pidiendo la dimisión de políticos por corrupción. La España eterna.

El hombre es un animal que se aburre. Por eso es un animal que tiende a distraerse. Cuando uno piensa en el destino de todo hombre, de toda mujer, sobreviene una especie de locura que solo se puede sobrellevar con la distracción, si lo que se pretende es sobrevivir. La distracción es el negocio de nuestro tiempo. La huida de la realidad es lo que grandes complejos industriales del entretenimiento proporcionan a quienes, tras cumplir con el horario de su jornada laboral, se sitúan frente a una pantalla dispuestos a contemplar el horizonte huidizo y metálico de estas del mismo modo que antes se contemplaba una puesta de sol o el chisporrotear del fuego en la chimenea.

Los niños en vez de jugar en la calle miran una pantalla. Los jóvenes más que mirar pantallas viven dentro de ellas y los hombres, las mujeres, de cierta edad, una vez descubierta la insignificancia de casi todo, en vez de relacionarse en los bares miramos una pantalla. No participamos de la vida sino que la contemplamos.