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Dudas razonables

Parece que en términos judiciales se entiende por duda razonable una evidencia no suficientemente validada para establecer una condena; dicho de otro modo, en un juicio cualquiera le corresponde a la fiscalía que es quien tiene que probar su versión de los hechos, más allá de la duda. Por tanto, de quedar probada la argumentación, significaría que no se habían generado dudas en la mente de cualquier “persona razonable”. Y por el contrario, ante una duda razonable aceptada, la persona juzgada quedaría absuelta.

Todo esto viene a cuento de una reflexión realizada durante estas pasadas fiestas navideñas sobre el juicio social que recibimos normalmente las personas a la docencia. Es corriente escuchar en cualquier conversación de café –incluso en ambientes más sesudos y científicos- que “Fulano” y/o “Mengana” son buenos/malas profesionales educativos en función del trabajo que realizan. Y aportan para ello pruebas de cargo singulares: empatía con el alumnado, proporción de aprobados/suspensos, nivel conversacional con familias… Vamos, que somos absueltas o condenados, aunque sólo sea testimonialmente, según las pruebas presentadas.

Continuemos con la simulación. Se va a juzgar a una persona, Dolores Centeno Tellería. Dolores hace tiempo que prefiere ser conocida por el acrónimo a que da lugar su nombre y apellidos: Do-cen-te. Dolores se siente cómoda en la docencia, porque bajo esta profesión ha organizado su vida; a ella le debe todo; haber conocido mundo, disfrutar del día a día de su alumnado, verles progresar, sentirse querida en la calle cuando la saludan, años después de finalizado el contacto profesional. Está orgullosa de su docencia porque le ha ayudado a ser mejor persona, más dialogante y comunicativa; y porque pese a los berrinches, que de vez en cuando afloran, considera que es respetada en el entorno en el que se mueve, aunque no por su Consejero de Educación, al que le gustaría verle picar piedra en algún inhóspito lugar.

Comparece en la sala acusada de no representar el perfil correcto de la persona docente, adecuada a los tiempos que corren. Deberá escuchar las argumentaciones oportunas de la fiscalía y la parte defensora, que servirán para absolver o castigar su desempeño profesional. Por pura coincidencia, ambas partes apoyarán sus discursos en dos documentos encontrados en redes sociales, que, en su opinión, validan a la perfección sus propias tesis.

El primero, el fiscal, inentará demostrar, a través del documento firmado por un docente en activo, Fernando Plaza (director Pedagógico de ESO y Bachillerato del Colegio Patrocinio de San José y Profesor de Hª del Arte), que la acusada ha ignorado conscientemente las características propias de la persona docente actual. El documento seleccionado lleva por título toda una declaración de intenciones: 'El docente debe reinventarse' y aparece dentro del espacio Educación Abierta que genera este tipo de documentación, llamémosla 'atrevida'. Según el autor, el principal rol docente válido es la asunción de liderazgo, a través de la empatía y el trabajo colaborativo. No cuestiona la importancia de la figura docente, pero sí plantea su transformación, si no se quiere perder oportunidades futuras. En los actuales tiempos, dice el autor, hay que educar –o lo que es lo mismo, el alumnado debe aprender- desde un paradigma distinto: “el docente sustituirá el rol anterior de profesor-instructor por el nuevo de mentor, mediador y facilitador del acceso al conocimiento”. De acercar el contenido de su asignatura al alumnado, se pasará ahora a acercar al alumnado a su contenido. El cambio, aparentemente sólo semántico, es casi revolucionario: se construirá el currículo no en base a lo que se debe conocer, sino a las necesidades de conocimiento de cada alumno/a, según sus capacidades.

Una queja actual, muy común entre el alumnado, es la falta de utilidad de lo aprendido. Según el nuevo perfil el esfuerzo docente habrá de trabajar básicamente la motivación, deberá encaminarse a vencer la resistencia/oposición ante el conocimiento necesario. Deberá saber responder a las preguntas “para qué”, “qué”, “cómo”, “con quién aprender”; tendrá que ponerse el acento no tanto en el aporte de conocimientos concretos, sino en el dominio de competencias como el trabajo colaborativo, la toma de decisiones, el plurilingüismo, forzar habilidades en empatía, resiliencia y proactividad.

La nueva persona docente deberá también mantener una amistad duradera con la tecnología, que ha desembarcado con intención de quedarse y no de ser mera pasajera. Una tecnología que debe utilizarse siempre al servicio de la pedagogía y no al revés, cuestión esta que puede provocar tensión con las expectativas generadas entre un alumnado más interesado en utilidades distintas a las que deben estar presentes en las aulas. La revolución que ha supuesto la tecnología actual, con todo un mundo de información a la distancia simple de un clic táctil no puede ser un obstáculo para el aprendizaje, pero deberá estar continuamente sopesado con el interés educativo.

Volviendo a la simulación del juicio, es más que probable que con estas pruebas de cargo, la fiscalía no tendría demasiados problemas para pedir una condena para la encausada (incluso podría generalizarla a la profesión docente actual, donde son más las y los profesionales que funcionan con esquemas pedagógicos del siglo pasado, que quienes han abrazado voluntariamente el nuevo paradigma).

¿Sería fácil colegir, por tanto, que estaríamos a poco tiempo de conocer la sentencia de culpabilidad? No tan precipitado; aún falta por conocer la versión de la parte defensora, que se servirá de otro documento para exponer su argumentación.

El texto utilizado por la parte defensora es una entrevista con Inger Enkvist, catedrática emérita de español en Suecia, aparecida en El País Semanal en julio de 2018 y aireada recientemente a través de Facebook. Su argumentación sorprende más por la contundencia con que está expuesta que por las características que atribuye al nuevo perfil docente: disciplina, esfuerzo y autoridad del profesorado; en una palabra, vuelta a la escuela tradicional, que ha perdido la esencia que en otro momento la caracterizó como la institución que más y mejor socializaba al ser humano. La escuela del siglo XXI ni es una fábrica de alumnado en serie que compite por mejorar la clasificación mundial –en la que se mueve PISA como rey absoluto- ni puede vivir tan solo de las nuevas corrientes pedagógicas que olvidan la finalidad de aprendizaje a través del conocimiento.

Según Enkvist, la escuela no puede dimitir de su función cultivadora del intelecto para convertirse en guardería, ni el profesorado ser sustituido por psicólogas o trabajadores sociales. Es la primera entidad socializadora que encuentran el niño y la niña en su vida y en ella deben aprender que hay reglas, como el respeto, el principio de autoridad, o el uso condicionado de la tecnología educativa.

No se puede renunciar desde el profesorado a la exigencia del esfuerzo del alumnado. Todo conocimiento siempre se adquiere a través de un esfuerzo personal que será más fácil de llevar si existe un orden en el aula. La nueva pedagogía que otorgue más importancia a la faceta social que la intelectual estará condenada al fracaso, porque perderá el elemento motor del aprendizaje, que es el esfuerzo por conocer el mundo que rodea al alumnado. PISA tampoco es una referencia adecuada para testar el nivel educativo entre países porque ignora las disciplinas humanísticas y artísticas y fomenta el espíritu competitivo propio de una organización económica, como la OCDE, que es la que lo sustenta.

Por todo ello, esta docente sueca resume las funciones del buen profesorado en dos: ser responsable –sabiendo ganarse al alumnado- y estar bien formado –para enseñar de forma óptima su materia-. A partir de ahí, hay que dejarle trabajar desde la confianza depositada por su alumnado, familia y autoridades educativas.

Hasta aquí los documentos, las pruebas presentadas en el juicio imaginario; a partir de ahora, las preguntas que debería hacerse el jurado: ¿con qué tipo de docente nos quedamos? ¿Es culpable Dolores por vivir pendiente del perfil que las administraciones educativas le exigieron en su momento y que, ahora, con una formación inexistente o de baja calidad concedida le obliga a modificar? ¿El nulo apoyo administrativo justifica el escaso esfuerzo en adecuarse a la nueva situación? ¿No le importa sentirse cada vez menos interesante, atractiva para su alumnado? ¿Es que los datos contrastados que conocemos de estar ante las generaciones mejor formadas en este país son únicamente atribuibles a ese profesorado que ya está en las claves defendidas desde la nueva educación?¿Es culpable o inocente la persona docente que sólo se acoja a una de los dos perfiles expuestos?

Cuestión compleja que llevará a ese jurado imaginario a múltiples consultas antes de emitir su veredicto. ¿Pueden presentarse ambos modelos educativos como paradigmas absolutos? ¿No es posible la convivencia, el contacto entre ambos? ¿Debemos ceder en cuestiones de autoridad en beneficio de un acercamiento al nuevo alumnado? ¿Habrá que otorgar mayor importancia al principio de autoridad y al esfuerzo, a costa de no perder aprendizaje del conocimiento? ¿Es posible la reinvención profesional en cualquier momento de la vida? ¿Sólo es válido el conocimiento útil? ¿Bajo qué parámetros se mide la utilidad?

De encontrarme en la tesitura de formar parte de ese jurado imaginario, mi propuesta sería la absolución para Dolores por encontrar en ambas argumentaciones más de una duda razonable. Si algo tiene la Educación por ser ciencia humanística es su contacto inexcusable con las personas, de forma presencial o telemática. Ninguna metodología educativa puede obviar tal realidad. Partiendo de esta premisa, deberemos ser capaces de encontrar los mecanismos adecuados para que el mensaje que queremos transmitir –conocimiento y valores humanos- no se pierda en el camino y supere cuantas trabas (institucionales, sociales y hasta personales) salgan al camino.

Parece que en términos judiciales se entiende por duda razonable una evidencia no suficientemente validada para establecer una condena; dicho de otro modo, en un juicio cualquiera le corresponde a la fiscalía que es quien tiene que probar su versión de los hechos, más allá de la duda. Por tanto, de quedar probada la argumentación, significaría que no se habían generado dudas en la mente de cualquier “persona razonable”. Y por el contrario, ante una duda razonable aceptada, la persona juzgada quedaría absuelta.

Todo esto viene a cuento de una reflexión realizada durante estas pasadas fiestas navideñas sobre el juicio social que recibimos normalmente las personas a la docencia. Es corriente escuchar en cualquier conversación de café –incluso en ambientes más sesudos y científicos- que “Fulano” y/o “Mengana” son buenos/malas profesionales educativos en función del trabajo que realizan. Y aportan para ello pruebas de cargo singulares: empatía con el alumnado, proporción de aprobados/suspensos, nivel conversacional con familias… Vamos, que somos absueltas o condenados, aunque sólo sea testimonialmente, según las pruebas presentadas.