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El espejo escocés
Hay que ver cómo les gusta a los líderes de Junts x Sí que gobiernan en Cataluña el espejo escocés. Es, como en los cuentos, un espejo mágico que devuelve la imagen que uno quiere ver y que evita mirar hacia otro lado, donde casualmente está la realidad. En el artículo que publica El País firmado por el vicepresidente y el presidente del gobierno catalán se ve una realidad que, supongo, entienden incontestable: ellos están sentados a la mesa de diálogo, quieren acordar pacíficamente cómo abordar las diferencias entre Cataluña y España y están esperando que se sienten los otros, los españoles. Estos, sin embargo y como cabía esperar, son de la peor calaña política y no solamente no acuden al diálogo sino que muestran la vía de la represión a los catalanes para solventar las diferencias: condenas judiciales y, llegado el caso, la fuerza armada.
Ay, si tuviéramos en España tan solo un pedazo del gobierno democrático británico que accedió a celebrar un referéndum en Escocia en vez de usar las amenazas y las condenas. En el espejo británico, Cataluña es como Escocia, pero España se parece más a Turquía que a otra cosa. ¿Así de simple? Creo que no, que la cuestión es algo más compleja y la historia puede arrojar alguna luz que, me temo, haga palidecer un tanto la prístina imagen del espejo británico.
Primera cuestión que Puigdemont y Junqueras obvian, aunque por supuesto que la conocen bien (recuerdo que el vicepresidente es historiador de profesión): ¿desde cuándo Escocia tiene un régimen de autonomía y en qué consiste ésta exactamente? Nadie debe dudar que el Reino Unido es, como dicen los dirigentes catalanes, un ejemplo de civilidad y democracia en Europa… que ha funcionado sin nada que se parezca a autonomía en Escocia desde la unión de 1707 hasta 1998. La ley que en 1998 instituyó el parlamento escocés y asignó funciones de gobierno a la nueva administración respondía a una práctica muy característica del imperio británico que se denomina devolución y que consiste básicamente en un acto mediante el cual el Parlamento británico accede a otorgar diferentes dosis de autonomía a alguno de los territorios que componen el conglomerado imperial o la unión británica.Es decir, que la devolución, y la autonomía escocesa, emanan de un referéndum (en realidad de dos, pues en el primero no se consiguió superar el 40% de participación) y de una decisión parlamentaria británica.
Segunda cuestión, que obviamente conocen tan bien como callan Puigdemont y Junqueras, en esa ley británica que constituye mediante devolución la autonomía escocesa existe una expresa reserva de supremacía parlamentaria británica, es decir, una especie de tutela superior que puede activarse en cualquier momento. Este de la supremacía parlamentaria de Westminster es también un clásico del derecho británico como bien sabe cualquier escolar norteamericano desde que le explican por primera vez los orígenes de la guerra revolucionaria que dicen ellos, es decir, la de independencia de las 13 colonias. Hay esferas sobre las que legisla el Parlamento de Escocia, pero eso no quita para que pueda eventualmente hacerlo por encima el Parlamento británico. Solo recientemente, y como efecto del referéndum de 2014, se ha añadido una provisión para señalar que “normalmente” no lo hará sobre materias transferidas a Escocia.
Es precisamente ese principio de supremacía del Parlamento (en principio del inglés, después del británico) lo que conforma un núcleo tan irrenunciable del constitucionalismo británico que lleva a activar mecanismos de referéndum sobre la pertenencia o no a la unión británica (o a la Commonwealth, o al imperio cuando existió) como única salida posible cuando se trata de llevar la autonomía más allá de la línea demarcada por esa supremacía. Dicho de otra manera, en el sistema de autogobierno de Escocia (o de cualquier dominio británico) no cabe la idea de que pueda haber aspectos que intrínsecamente pertenezcan al derecho del territorio y sean completamente inmunes a la ley del Parlamento británico porque en el ADN del constitucionalismo británico está la idea de la supremacía absoluta del parlamento (de hecho, es lo que les inmunizó frente al absolutismo monárquico, máxime después de que la monarquía y la iglesia se fundieran en una sola pieza). El sentido común, del que van históricamente sobrados, les podrá indicar que es mejor no inmiscuirse en lo que no es necesario, pero por si acaso ahí está siempre la reserva expresa de esa supremacía.
Ahora ya sí podemos hacer la comparación más precisa con Cataluña. No es solamente que la autonomía catalana sea veinte años más madura que la escocesa y establecida a la salida de una dictadura que laminó cualquier forma de autogobierno (y de existencia constitucional de España, por cierto). Es, sobre todo, que la constitución española establece “el derecho a la autonomía de las nacionalidades”, es decir, que estas, la catalana por ejemplo, tienen ese derecho por sí mismas y sin que tenga que realizarse ejercicio alguno de devolución. Este reconocimiento habilitó un título constitucional, el octavo, que sin ser ninguna panacea aquí nos ha servido para ir tirando desde la asunción de que existen asuntos que son de las autonomías y asuntos que son del Estado. Dicho de otra manera, aquí no hay supremacía parlamentaria que valga sino derecho de los territorios a autogobernarse y legislar en exclusiva sobre materias que les son propias según sus estatutos.
Si en el origen de la autonomía catalana no hubo devolución sino derecho propio, tampoco hay supremacía parlamentaria española que establezca una suerte de tutela legislativa permanente e impida por ello el acceso a formas diferentes de articulación de la autonomía. La supremacía no consiste en que —como ocurre también entre nosotros— el parlamento nacional tenga que revalidar una reforma estatutaria sino, en un nivel constitucional más profundo, en una capacidad eventual de intervención legislativa general en el territorio (“Esta sección, sobre el Parlamento de Escocia, no afecta al poder del Parlamento del Reino Unido para hacer leyes para Escocia”: esto es supremacía parlamentaria).
Es así que si nos empeñamos en mirarnos en el espejo escocés deberíamos estar dispuestos a ver todo y no solamente aquello que conviene. El espejo escocés, y el británico, no solamente nos dicen de un pueblo y un gobierno muy civilizados y democráticos (que sin duda alguna lo son, y mucho) sino también de una cultura constitucional basada en una idea de supremacía parlamentaria que puede llegar hasta la devolución pero difícilmente más allá, quedando como salida solamente la independencia. Hace doscientos y pico años ese dilema se resolvía a tiros en Norteamérica, hoy afortunadamente no.
Sin embargo, nuestro registro constitucional no tiene por qué conducir a ese tipo de soluciones sino que puede ofrecer un menú mucho más variado al partir del reconocimiento de que la autonomía se genera en un derecho de las “nacionalidades y regiones” y que no existe nada similar a la supremacía parlamentaria como núcleo duro de nuestra constitución. Es, por tanto, más bien un deficit constitucional el que aboca al conglomerado británico a ese tipo de soluciones (en buen medida, el Brexit tiene que ver también con ello al enfrentar la parliamentary supremacy al gobierno europeo). Está bien que Puigdemont y Junqueras estén ya sentados a una mesa para dialogar. Eso es fantástico. Mucho mejor que intentar pasar una ley en el parlamento catalán que le hurte el debate y apruebe de un hachazo decisiones trascendentales. Pero deben esperar que, gracias precisamente a un sistema constitucional que lo permite, las cosas no haya que decidirlas entre “sí” o “no” a lo mío sino, de manera sosegada, con mucho debate, sin duda alguna desembocando en una consulta final que incluya distintas fórmulas de autogobierno derivadas del derecho al mismo de Cataluña.
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