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ETA, la droga de la derecha

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El PP sigue en búsqueda de un liderazgo político mínimamente creíble. Le falló Casado, al que Ayuso se lo acabó merendando sin miramiento alguno. Luego le tocó el turno a Núñez Feijóo, que ha pasado de ser el “hombre providencial” de los suyos a ejercer como pajecillo de la presidenta madrileña y de los sectores más ultras de su propio partido. Los que le han obligado a rechazar un acuerdo a punto ya de firma con el Partido Socialista para la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Dos presidentes fallidos del PP en una legislatura que encara ya su recta final. No está mal como testimonio de una crisis interna que no acaba de solucionarse y de una absoluta carencia de proyecto alternativo para el país. Un proyecto, al menos, que dé más ánimos que miedo a la ciudadanía.

Al principal partido de la oposición le queda la esperanza de aumentar el ruido ambiental, para distraer la atención pública de lo realmente importante. De hecho, el debate político en España se caracteriza, no, como se dice, por la falta de diálogo de unos y de otros, sino por un contraste llamativo entre los argumentos de los unos y el ruido de los otros. Los argumentos del Gobierno de Sánchez en la defensa de políticas que favorezcan a una mayoría social; y el ruido de una derecha cada vez más enrabietada, centrada en hacer una permanente caricatura de quienes gobiernan con plena legitimidad democrática.

Todo les resulta válido para recuperar el poder: resucitar el supuesto peligro de un independentismo catalán que está en sus horas más bajas; resucitar el lenguaje franquista (el de la España y la anti-España), para hablar de los “malos españoles” como Sánchez; y resucitar finalmente a ETA, cuando hace tiempo que es historia, tan nefasta, por cierto, como la del franquismo. Éste es, pues, el triple pilar en que se sustenta la “guerra cultural” que están manejando el PP y sus aliados, para acallar y ocultar las políticas sociales y de avances democráticos del actual Gobierno.  

Lo más llamativo es que las derechas ya ni se molestan en concretar cuáles son las maldades de las medidas que el poder ejecutivo ha venido tomando. El problema, para ellas, no reside tanto en las medidas en sí mismas, como en los apoyos que suscitan. Por ejemplo, el de EH Bildu, sobre el que se cargan las tintas de manera muy especial, para difundir la idea de que el de Sánchez es un “gobierno proetarra”, cuyo fin no es otro que el de la destrucción de España. Una idea nada sutil; y peligrosa, además, para quienes la sustentan, porque es una idea de ida y vuelta. Si el apoyo de EH Bildu contamina de maldad determinadas políticas públicas, por razonables que puedan parecer, a lo mejor las derechas tendrían que explicar por qué, cuando les resulta útil, respaldan, en el Congreso de los Diputados, posiciones que EH Bildu mantiene.

Porque a veces lo han hecho. Y sin rubor alguno. Por ejemplo, cuando PP y Vox unieron fuerzas con los “proetarras” (y, de paso, con ERC y el PNV) para tumbar, en el Congreso de los Diputados, el decreto sobre la Reforma Laboral acordada por el Gobierno con los sindicatos y empresarios en la mesa del diálogo social. Si no hubiera sido por que un diputado patoso del PP se equivocó al votar –Dios escribe derecho con renglones torcidos-, esa reforma habría decaído. Y supongo que, en ese caso, ni en el PP, ni en Vox se habrían dado golpes de pecho arrepintiéndose de haber votado como lo hicieron los “terroristas” y “enemigos de España”.

Por el contrario, habrían admitido en la práctica lo que son incapaces de admitir en el momento presente: que los herederos de la antigua Herri Batasuna son una fuerza política legal. Y son una fuerza política legal porque el Estado de derecho, gobernado a la sazón por el Partido Socialista, les obligó a legalizarse en condiciones de igualdad con el resto de partidos: esto es, renunciando explícitamente a la violencia y trabajando en el marco del sistema democrático y a través de sus reglas. Y por eso, y porque tienen los votos que tienen, sus representantes trabajan hoy con toda normalidad en las instituciones parlamentarias de España. Y son capaces de llegar a acuerdos con quienes gobiernan en medidas que favorecen a la mayoría social del país.

Eso quiere decir que, de ser una organización antisistema, los sucesores de Herri Batasuna se han transformado en una fuerza política del sistema; para ser más claros, son en la práctica sostenedores políticos del denostado “régimen del 78”, por mucho que se sigan empeñando en maldecirlo de puertas para afuera. De puertas para adentro, se han vuelto constitucionalistas por la vía de los hechos. Buena prueba de ello es que, en sectores juveniles de lo que fue su propio mundo ya les consideran traidores y entreguistas. Es lo que suele pasar cuando la racionalidad gana peso en formaciones caracterizadas por una intransigencia totalitaria que aquí nos ha llevado a la muerte, a la ruina y a la desesperanza.

Por suerte, para los vascos y para toda España, el terrorismo de ETA se ha acabado. Y quienes apoyaban a ETA se van civilizando en la cultura democrática, aunque aún les quede camino por recorrer. Y todo esto lo consiguió el Partido Socialista cuando gobernaba en Euskadi (Patxi López) y en el conjunto de España (Zapatero). Los negacionistas de la derecha lo cuestionan abiertamente, sabiendo que mienten. Porque necesitan exhumar a ETA, que es la droga que se inyectan en vena para nutrir sus argumentarios contra las políticas de la izquierda.

El PP sigue en búsqueda de un liderazgo político mínimamente creíble. Le falló Casado, al que Ayuso se lo acabó merendando sin miramiento alguno. Luego le tocó el turno a Núñez Feijóo, que ha pasado de ser el “hombre providencial” de los suyos a ejercer como pajecillo de la presidenta madrileña y de los sectores más ultras de su propio partido. Los que le han obligado a rechazar un acuerdo a punto ya de firma con el Partido Socialista para la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Dos presidentes fallidos del PP en una legislatura que encara ya su recta final. No está mal como testimonio de una crisis interna que no acaba de solucionarse y de una absoluta carencia de proyecto alternativo para el país. Un proyecto, al menos, que dé más ánimos que miedo a la ciudadanía.

Al principal partido de la oposición le queda la esperanza de aumentar el ruido ambiental, para distraer la atención pública de lo realmente importante. De hecho, el debate político en España se caracteriza, no, como se dice, por la falta de diálogo de unos y de otros, sino por un contraste llamativo entre los argumentos de los unos y el ruido de los otros. Los argumentos del Gobierno de Sánchez en la defensa de políticas que favorezcan a una mayoría social; y el ruido de una derecha cada vez más enrabietada, centrada en hacer una permanente caricatura de quienes gobiernan con plena legitimidad democrática.