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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

¿Es esta la Europa que queríamos?

Cuando España solo era Europa en los libros de Geografía, recién salíamos de la Dictadura de Franco, éramos muchos los que soñábamos con ser Europa, para ser europeos con mayúsculas. Apostamos por serlo, pusimos todo el empeño y, los que éramos de la izquierda renunciamos a buena parte de nuestros principios ideológicos para abrazarnos en cuerpo y alma a aquella decena corta de Estados que decían estar dispuestos a construir una Europa próspera, democrática y social, frente al resto del Mundo, compartido por soviéticos, chinos comunistas y aquella Norteamérica, cuya grandeza militar eclipsaba las miradas más inquisitivas.

Ahora somos muchos más los europeos, desde que el bloque soviético pasó a mejor vida y el socialismo real perdió casi toda su credibilidad, arrastrando tras de sí incluso a una socialdemocracia que ahora mismo no encuentra su ubicación lógica. Lo cierto es que quienes, como yo, creímos oportuno renunciar a algo que considerábamos muy nuestro para ser europeos con los demás, nos vamos dando cuenta de que la renuncia quizás no tuvo demasiado sentido. Ahora me asalta el escepticismo: “¡Quizás Europa ha perdido las potencialidades que decía poseer, o quizás los europeos no generamos ideas potentes después de que la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría hayan convertido a Europa en un mercado de trileros!

Sí, así ha ocurrido. Sirva como muestra el hecho de que en apenas un par de semanas han acontecido dos hechos importantes. El Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, ha tenido que comparecer para explicar el escándalo atribuido a él, un escándalo fiscal bautizado como “luxeleaks”, que tiene que ver con los acuerdos fiscales secretos con 340 empresas multinacionales y muy poderosas, cuyo fin no era otro que favorecer la evasión fiscal en los países en que estuvieran ubicadas. Cuando se produjo aquel escándalo en su Luxemburgo Juncker era ni más ni menos que el Primer Ministro. Lo curioso es que este colaborador de evasores fiscales fue votado de forma mayoritaria para la Presidencia de la Comisión, por la derecha europea y por buena parte de la izquierda socialista. Parece evidente que una Europa dirigida por tal persona no es la Europa que queríamos.

¿Debería dimitir? Claro, no me cabe ninguna duda. Porque su promesa posterior de atajar la evasión fiscal en Europa ha perdido toda su consistencia. A quien le preguntó si creía que mantiene su credibilidad tras descubrirse el escándalo, le respondió que “sí, soy tan apto como usted”. Y a quien le interpeló sobre por qué debemos creerle ahora, cuando afirma que va a luchar contra la evasión fiscal, solo le quedó esgrimir “porque lo estoy diciendo”. De modo que la palabra reciente y poco contrastada aún, la puso por encima de los hechos ya contrastados. El líder socialista Pedro Sánchez, ha sido oportuno en un artículo publicado en EL PAIS: “Nuestra negativa a Juncker no se debía exclusivamente a las diferencias que nos separan de su programa político; era también un problema de credibilidad. Pese a que el candidato incorporó a su programa algunas de las demandas de los socialistas europeos, el perfil de la persona que tenía que aplicarlo nos generaba serias dudas”. Como fue oportuno cuando, recién elegido Srio. General del PSOE obligó a los socialistas españoles a oponerse al nombramiento de Juncker como Presidente de la C.E.

Ha habido otro hecho, también procedente de Luxemburgo aunque se afección es a toda Europa, que incrementa mi escepticismo. El Tribunal de Luxemburgo ha avalado la negativa de Alemania a conceder ayudas sociales a quienes siendo extranjeros no encuentren un trabajo. Algunos comentaristas hablan de “turismo social” para referirse a los extranjeros que cobran ayudas sociales en sus países de acogida. Esta interpretación tan mezquina de lo que constituye una brutal tragedia para los extranjeros desempleados, tampoco había sido anunciada cuando la anfitriona Europa se nos mostraba como próspera, espléndida y solidaria. También aquello se acabó. Ahora los europeos se convierten en “máquinas” en cuanto llegan a otro país que no es el suyo. “Máquinas” a pleno rendimiento que, en cuanto dejan de producir, porque su producción no es demandada, son tratados como chatarra.

Decía Jean Monnet, quizás el padre más importante y entregado a la causa de la UE, que el proyecto europeo no sólo tenía como objetivo unir los Estados sino, sobre todo, unir a sus gentes. Se inhabilitaron las fronteras en buena medida pero, desde el punto de vista económico y social, han sido muchas las fronteras levantadas desde entonces. Esta Sentencia establece una frontera tan invisible como infalible. Si nos atenemos sólo a inmigrantes españoles en Alemania, que es el país que solicitó el pronunciamiento del Tribunal, son 12.546 los españoles que perciben algún tipo de ayuda social básica allí. ¿Qué harán? Ellos que creyeron que la frase pronunciada por Alfredo Landa en el Cine (“Vente a Alemania, Pepe”) se refería a la solidaria hospitalidad europea, sabrán ahora que esta Europa que tanto añoramos en aquel momento, se ha convertido en inhóspita y triste.

Esta Europa que pone tanto interés en “distinguir” a los inmigrantes vagos de los diligentes, con el único fin de incrementar los beneficios empresariales y los PIBs, al tiempo que disminuye su gasto social, enarbolando un justicialismo populista e insolidario, no es la que queríamos. Ni la que queremos. De modo que, como Pedro Sánchez, creo que “la Unión Europea hace frente a nuevos retos globales pero también internos, y el avance del euroescepticismo no es el menor de ellos”.

El euroescepticismo ya es un problema cuya solución solo pasa por reconstruir y regenerar Europa, como continente y como idea, o romper la baraja y diseñar la nueva geopolítica sobre otras bases.

Cuando España solo era Europa en los libros de Geografía, recién salíamos de la Dictadura de Franco, éramos muchos los que soñábamos con ser Europa, para ser europeos con mayúsculas. Apostamos por serlo, pusimos todo el empeño y, los que éramos de la izquierda renunciamos a buena parte de nuestros principios ideológicos para abrazarnos en cuerpo y alma a aquella decena corta de Estados que decían estar dispuestos a construir una Europa próspera, democrática y social, frente al resto del Mundo, compartido por soviéticos, chinos comunistas y aquella Norteamérica, cuya grandeza militar eclipsaba las miradas más inquisitivas.

Ahora somos muchos más los europeos, desde que el bloque soviético pasó a mejor vida y el socialismo real perdió casi toda su credibilidad, arrastrando tras de sí incluso a una socialdemocracia que ahora mismo no encuentra su ubicación lógica. Lo cierto es que quienes, como yo, creímos oportuno renunciar a algo que considerábamos muy nuestro para ser europeos con los demás, nos vamos dando cuenta de que la renuncia quizás no tuvo demasiado sentido. Ahora me asalta el escepticismo: “¡Quizás Europa ha perdido las potencialidades que decía poseer, o quizás los europeos no generamos ideas potentes después de que la caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría hayan convertido a Europa en un mercado de trileros!