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Cuando el excluyente es siempre “el otro”

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Resulta curioso que a los adalides de la supuesta “igualdad entre españoles” nunca les genere ninguna zozobra interior constatar las desigualdades sociales y económicas que se dan entre ellos, en un ámbito más cercano. Sucede que el nacionalismo español tiene esa virtud: crea la ficción de que los derechos nacionales de los pueblos que lo integran suponen necesariamente un agravio para ellos.

Así, que el rico de un pueblo de Badajoz chulee impuestos a la hacienda pública o que el gasto público sea regresivo y no ayude a superar las desiguales de tu región, no genera ni una mínima parte del debate que sí desata el hecho de que los catalanes o los vascos consigan mayor autonomía para la gestión de sus recursos.

Con el nacionalismo ocurre lo que, de forma metafórica, expresó hace 2.000 años un escritor de ficción al afirmar, bíblicamente, que tendemos a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. De esta forma, lo identitario, lo excluyente, lo ajeno a la multiculturalidad es lo de los demás. En cambio, la identidad propia es la natural, la obvia y la que se debería de entender y asimilar casi sin explicar. Por eso, el debate territorial en España nunca se solucionará sin un mínimo de empatía y sin un claro reconocimiento de que los conflictos políticos se solucionan con grandes dosis de diálogo y poniéndonos en el lugar del otro, aunque salte a la vista el pedazo de paja que tiene en el ojo el de enfrente.

El nacionalismo español es un fenómeno latente que florece, como los cerezos del Valle del Jerte, lleno de pompa en momentos precisos, periódicos y puntuales: El fútbol, la Eurocopa, los Juegos Olímpicos o, incluso, Eurovisión suelen ser momentos propicios para que se manifieste este fenómeno bicolor.

Este verano, con la Eurocopa, han pretendido hacernos chapotear en el discurso de que el futbolista ha de ceñirse al fútbol, sin mezclar, al parecer, este innoble deporte con la exquisitez de la política. O viceversa. Sin embargo, celebro que salieran a la palestra futbolistas, como un tal Mbappé, que negaran tal afirmación –defendida por compañeros suyos de profesión, de tono de piel más claro, normalmente-, lo que hizo que me sintiera un poco más arropado en mi padecer: mi mente enferma es proclive a detectar, en el fervor patrio futbolero, operaciones de marketing cuyo objetivo es apuntalar y ensalzar el nacionalismo español y sus más rancias estructuras.

Decía la feminista estadounidense Carol Hanisch que “lo personal es político”. Y creo, humildemente, que está en lo cierto y que, de alguna manera, es de lo que expresó Mbappé cuando llamó a la participación electoral en Francia para frenar la amenaza que representaba el auge de la ultraderecha para los derechos de las personas: todo es política, aunque la política no lo sea todo.

La cosa es que el devenir de la Eurocopa trajo consigo un episodio sociológico que, francamente, no vi venir: el esfuerzo denodado de la “progresía” del país explicándonos lo orgullosos que estaban de lo multicultural que era la selección española de fútbol. Era como si nos trataran de convencer, a los que no compartimos esa pasión, de que si no fuera “tan multicultural”, no serían tan felices por las gestas de su selección. En fin. Será, otra vez, lo de la paja.

La celebración de la consecución del campeonato por parte de España clarificó el escenario de sopetón. Los hitos futboleros dieron paso a algo más parecido a un akelarre de extrema derecha que a una celebración deportiva, con su caspa y sus reivindicaciones gibraltareñas y todo. Al salseo futbolero se unió la Casa Real de los Borbones –los que sí podrían explicar algo de la cesión de Gibraltar-, que, con la familia al completo, decidió ser partícipe directa de las gestas de la selección. A gastos pagados, claro, que hay que guardar las tradiciones. No hace falta hacer un gran ejercicio intelectual para comprender que ellos saben perfectamente que no se trataba sólo de deporte, sino más bien de política.

El pasado 15 de julio leí un artículo titulado “El ‘Bribón’ de Juan Carlos sigue siendo rey y gana”, a cuenta de una regata de la que salió triunfal en su Sanxenxo de adopción. La lectura me hizo recordar lo fácil que nos han hecho olvidar que el rey emérito también solía celebrar campechanamente los éxitos deportivos de España. Y lo hacía al mismo tiempo que cobraba comisiones millonarias en cuentas del extranjero.

Ese proceder del rey emérito nunca soliviantó a los defensores de “la igualdad entre los españoles”. Esa auténtica “excepción ibérica” siempre ha sido aceptada con naturalidad. La realidad es que nunca ha sido necesario tramitar ninguna ley de amnistía para poderlo ver en regatas y restaurantes. Nunca hemos visto grandes manifestaciones en la capital del reino reclamando “igualdad de trato” entre todos los españoles, aunque sea para reclamar el mismo trato judicial que tienen los Borbones.  

El nacionalismo vasco puede que tenga -y tiene- rasgos de exaltación y orgullo de la identidad nacional que lo caracterizan. Puede, incluso, tener elementos excluyentes que no son compartidos por el conjunto de la población que habita en las tierras vascas. Pero resulta curioso que aquellos que ven con “naturalidad” que los doce de octubre se realicen desfiles castrenses, con cabra incluida y vivas al rey, tengan el arrojo de señalar y reprochar “a los demás” rasgos identitarios, excluyentes y etnicistas. Los del “Día de la raza”, oigan.

Capítulo aparte merecen quienes, desde la desorientación, desde lo enigmático o desde la mera ceguera, se autodefinen de izquierdas y, sin haber levantado la voz ante lo de la cabra, lo de la raza o lo del Bribón, tienen los arrestos de acusar a los demás de “distraerse” con “cuestiones identitarias” que no preocupan al pueblo. Tiene que ser, de nuevo, lo de la viga en el ojo propio, porque la paja en el ojo ajeno... eso está feo.

Resulta curioso que a los adalides de la supuesta “igualdad entre españoles” nunca les genere ninguna zozobra interior constatar las desigualdades sociales y económicas que se dan entre ellos, en un ámbito más cercano. Sucede que el nacionalismo español tiene esa virtud: crea la ficción de que los derechos nacionales de los pueblos que lo integran suponen necesariamente un agravio para ellos.

Así, que el rico de un pueblo de Badajoz chulee impuestos a la hacienda pública o que el gasto público sea regresivo y no ayude a superar las desiguales de tu región, no genera ni una mínima parte del debate que sí desata el hecho de que los catalanes o los vascos consigan mayor autonomía para la gestión de sus recursos.