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Garoña, punto final
Aunque ya han pasado más de dos años desde que Nuclenor paralizó la actividad de la central nuclear de Garoña, el futuro de la planta continúa sin definirse. El Gobierno de Rajoy parece empeñado en que la vieja central continúe abierta y en funcionamiento y no ha dudado en aprobar una legislación adecuada que permita a las empresas propietarias continuar con su actividad y que garantice su rentabilidad, sin tener en cuenta otras consideraciones como la seguridad nuclear y la oposición de la mayoría de la población que vive en el entorno de la central burgalesa.
El hecho es que Garoña no aporta ya nada a la generación eléctrica en España. Se genera bastante más electricidad de la que se consume, por lo que el cierre de una central nuclear o dos no nos va a dejar a oscuras. Entonces, ¿a qué viene tanto interés en que Garoña continúe funcionando? La clave es la misma que ha impulsado todas las políticas energéticas del periodo democrático: la de favorecer a las grandes empresas eléctricas, esas que constituyen el oligopolio que controla la electricidad en España.
Los defensores de la energía nuclear nos dicen que es una forma segura y limpia de generar electricidad y que puede ayudarnos a reducir la dependencia exterior a la que nos condenan el petróleo y el gas natural. También dicen que es la mejor opción en una transición de los combustibles fósiles a las fuentes de energía renovables como la solar o la eólica. La realidad es muy distinta. La energía nuclear no es segura: aunque en cualquier actividad industrial se pueden producir accidentes, la gravedad de los accidentes nucleares y sus consecuencias son bien conocidas por todos. Tampoco es una energía limpia: los residuos que generan son altamente peligrosos y así permanecerán durante siglos, condenando a las generaciones venideras a lidiar con un gran problema que hemos generado para disfrutar de un modelo de derroche energético y de recursos que no puede prolongarse en el tiempo.
La propia AIE (Agencia Internacional de la Energía), una organización internacional creada por la OCDE en 1973 con el objetivo de coordinar las políticas energéticas de sus estados asociados, ya ha reconocido que la producción de petróleo crudo alcanzó su máximo en 2005, lo que cambia las reglas del juego de un modelo económico basado en una extrema dependencia de esta increíble fuente de energía, que ha permitido a la humanidad una época de progreso sin igual. Pero al uranio le sucede lo mismo: también es una materia prima finita y como tal, se acabará en un momento determinado. Aunque más bien el problema será que no resulte rentable extraerlo y procesarlo a medida que se convierta en más escaso. Y según los expertos, eso sucederá en algún momento de esta misma década.
Así pues, el Gobierno central se empeña en prolongar la vida de una central que ya no aporta nada, que tiene una fecha de caducidad física y geológica inexorable, como todas las centrales nucleares, y que, debido a su edad, es un peligro real para la salud de las personas y de los ecosistemas que la rodean. Recordemos que Garoña funciona desde 1970 y que su reactor es igual al de la famosa central de Fukushima, que ha sufrido muchos incidentes en sus últimos años en funcionamiento y que la ley obligaba a su cierre ya en 2011.
Da la sensación que el empeño por mantener Garoña en funcionamiento es más por ahorrar a Endesa e Iberdrola el coste de clausurar una central nuclear que por el aporte de electricidad que vierte a la red eléctrica. Estas empresas ya sabían cuando construyeron la central que el cerrarla tendría costes elevados y que tendrían que hacerlo en una fecha concreta, pero parece que ahora necesitan presionar al ejecutivo para que modifique la legislación a su favor. Mientras estas empresas acumulan beneficios año tras año, cada vez hay más gente sumida en la llamada pobreza energética y, con Garoña o sin ella, seguirán sin poder poner la calefacción en sus hogares para calentarse durante el invierno. Por eso es el momento de regularizar el mercado eléctrico de una forma coherente y racional, con una ley que prime el interés de la ciudadanía por encima de los intereses privados cortoplacistas en una materia tan sensible como es el suministro eléctrico. Pero primero hay que poner, de una vez por todas, punto final a la central nuclear de Garoña.
Aunque ya han pasado más de dos años desde que Nuclenor paralizó la actividad de la central nuclear de Garoña, el futuro de la planta continúa sin definirse. El Gobierno de Rajoy parece empeñado en que la vieja central continúe abierta y en funcionamiento y no ha dudado en aprobar una legislación adecuada que permita a las empresas propietarias continuar con su actividad y que garantice su rentabilidad, sin tener en cuenta otras consideraciones como la seguridad nuclear y la oposición de la mayoría de la población que vive en el entorno de la central burgalesa.
El hecho es que Garoña no aporta ya nada a la generación eléctrica en España. Se genera bastante más electricidad de la que se consume, por lo que el cierre de una central nuclear o dos no nos va a dejar a oscuras. Entonces, ¿a qué viene tanto interés en que Garoña continúe funcionando? La clave es la misma que ha impulsado todas las políticas energéticas del periodo democrático: la de favorecer a las grandes empresas eléctricas, esas que constituyen el oligopolio que controla la electricidad en España.