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Identidad

El disparate es la simplificación. El disparate es considerar que en un Estado democrático, constitucional, los dirigentes políticos tienen derecho a condicionar la vida de los ciudadanos por una cuestión de identidad; cualquiera, lo mismo da; ya sea una identidad basada en la religión, la cultura, el sexo, el lugar de origen o las preferencias artísticas.

La simplificación es siempre un reducionismo absurdo de tal manera que si alguien se da a conocer como italiano, por ejemplo, enseguida se le supone cantando ópera, degustando spaguettis, tocando mandolinas, hablando a gritos por las calles o teniendo parientes relacionados con la mafia calabresa. Todos estos atributos no son más que tópicos, trivialidades, lugares comunes, simplezas que tienden a ahorrarnos el esfuerzo de reconocer en cada individuo una personalidad distinta, única, original, diferente...

El escritor Umberto Eco dijo que “todas las guerras de religión que han ensangrentado el mundo durante siglos nacieron de adhesiones pasionales a contraposiciones simplistas, como nosotros y los otros, buenos y malos, blancos y negros”. En nuestro país la religión nacionalista también se ha ido asentando de esta manera; es decir, mediante la adhesión de los ciudadanos a los mandamientos identitarios tanto vascos como españoles o catalanes, por ejemplo, que los más listos del territorio han tenido la brillante ocurrencia de promulgar; ya saben, el Partido Nacionalista Vasco en Euskadi, el Partido Popular en España y Esquerra Republicana en Cataluña; partidos políticos que, - por mandato divino, supongo, - se han adjudicado a sí mismos el sacrosanto derecho a guardarlos y hacerlos guardar.

Estas agrupaciones no solo lo han hecho con el propósito de conquistar el poder auto proclamándose los legítimos dueños de sus territorios sino también para procurar que quienes profesen esos mandamientos identitarios obtengan sustanciosas prebendas, magníficos despachos, continuos viajes, hermosas subvenciones, perpetuas cátedras, perennes púlpitos, insospechados protagonismos, puestos de trabajo casi, casi vitalicios y jubilaciones que para sí las quisieran el sultán de Brunei, la última esposa de Donald Trump o el extremo derecha de la selección portuguesa.

En nuestra desquiciada patria los tópicos relativos a la identidad de las personas están bien significados: o se es nacionalista vasco, español o catalán o se es no nacionalista. Las demás identidades están supeditadas a esta suprema verdad. Los hombres y las mujeres antes de ser tenidos en cuenta como hombres y mujeres son considerados de acuerdo con su afinidad a cualquiera de estas tres identidades convertidas hace ya tiempo en órdenes religiosas; mendicantes, por supuesto, más que orantes. Todos, tanto los médicos como los profesores, los arquitectos, los sopladores de vidrio, los ciclistas, los camareros, etc, etc, más que demostrar sus cualidades o defectos profesionales, han de adherirse constantemente a una de estas identidades si quieren sobrevivir con un mínimo de dignidad dentro de este disparatado país, o lo que es lo mismo si quieren tener un trabajo, un respeto, una consideración, una cuenta corriente en el banco y un porvenir no demasiado desalentador.

Esto es lo que nuestros gobernantes, municipales, autonómicos y estatales, nos exigen constantemente. España, de este modo, agota. Tanto rencor, tanta pasión, tanta desmesura... Tal vez por eso hay quienes, para el próximo exilio, ya están buscando un país más leve, menos trágico, donde asentarse; un país donde sus ciudadanos no se ocupen tanto en averiguar quienes son sino en como son. ¿Cuando en España empezaremos a ocuparnos de las cosas verdaderamente importantes?.

El disparate es la simplificación. El disparate es considerar que en un Estado democrático, constitucional, los dirigentes políticos tienen derecho a condicionar la vida de los ciudadanos por una cuestión de identidad; cualquiera, lo mismo da; ya sea una identidad basada en la religión, la cultura, el sexo, el lugar de origen o las preferencias artísticas.

La simplificación es siempre un reducionismo absurdo de tal manera que si alguien se da a conocer como italiano, por ejemplo, enseguida se le supone cantando ópera, degustando spaguettis, tocando mandolinas, hablando a gritos por las calles o teniendo parientes relacionados con la mafia calabresa. Todos estos atributos no son más que tópicos, trivialidades, lugares comunes, simplezas que tienden a ahorrarnos el esfuerzo de reconocer en cada individuo una personalidad distinta, única, original, diferente...