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Lengua y ensimismamiento

La que ha liado el Gobierno, sin duda a propósito, con el anuncio de que va a introducir en Cataluña, ahora que manda gracias a Puigdemont, el castellano como opción de lengua vehicular. Todas las alarmas encendidas. Alteración general y toque a rebato para defender la lengua, la que sea, unos la catalana, otros la española. Así es el país: dile que vamos a la cola en investigación en Europa y ni se inmuta; ahora, dile que vas a hacer a sus niños estudiar esta o la otra lengua (nacionales, claro) y te saltan a los ojos.

Este país tiene un problema de fondo, y grave. Entendemos por punto general que las identidades son o bien de una pieza y para siempre, o bien jerárquicas. Puede uno ser español y catalán, pero midiendo siempre, algo más de lo uno que de lo otro. Nada de identidades horizontales y variables. Si alguien dice que en su itinerario vital las identidades las usa, por ejemplo, a beneficio de inventario es, cuando menos, un gilipollas.

Ahí la lengua entra como una caña en verano. Se da por indiscutible que la lengua es un hecho nacional, mucho antes que comunicativo o instrumental. No ya el hecho de hablar, sino la capacidad para imponer que se hable en catalán o en castellano en las escuelas es una instrumento nacional de primer orden: genera nación, identidad, comunidad, pertenencia y calorcito. Es una auténtica gozada que tengamos una lengua nacional escolar porque de ese modo podremos ir creando futuros nacionales a quienes ni se les ocurrirá cuestionar su identidad nacional. ¿Exagero? Pues quién lo diría a la vista de cómo reacciona la vis nacional a un lado y otro ante la cuestión. ¿Alguien ha visto moverse un solo flequillo político ante los datos que año tras año arroja el informe Pisa sobre la calidad de nuestro sistema educativo? SI lo ha hecho ha sido justamente para decir que claro, como enseñamos a los niños en este o aquel idioma, así nos va; mira a los de la comunidad equis, que no se meten en líos porque enseñan en una sola lengua qué bien les sale la prueba; o mira a aquellos pobres de una comunidad bilingüe pero mucho española y muy española que no da una. El problema, en fin en la lengua, el problema en la connotación nacional de la lengua.

Hace unos noventa años que un nacionalista catalán ilustre, tanto que hoy una universidad catalana lleva su nombre, Antoni Rovira i Virgili se preguntaba si sería posible que las identidades nacionales las tratáramos constitucionalmente como las religiosas, es decir, mandándolas al ámbito de lo privado dejando el espacio público asexuado en términos nacionales. Tengo que reconocer que siempre me ha parecido una genialidad esta pregunta de Rovira, pero también que su respuesta era la que cabía esperar: imposible, porque la nación y su identidad son esenciales para el orden político liberal. No estoy tan seguro de que sea imposible tal cosa, pero sí lo estoy de que ganaríamos mucho si pensáramos en esos términos en las lenguas de España. Vamos a ver: ¿tan descabellado es que en catalán se desarrolle una enseñanza que no sea nacionalista catalana? ¿que el castellano no se tenga obligatoriamente que transmitir una identidad exclusivamente española? ¿O es que no se expresa en catalán un nacionalista español como Albiol y en castellano un nacionalista vasco como Anasagasti? La lengua no tiene nación, se la damos.

El problema, por lo tanto, no está en que se estudie en catalán o en castellano, en vasco o en gallego. Nuestra dolencia creo que es el ensimismamiento, que creemos que las lenguas españolas son instrumentos para desentenderse de los demás y no para entenderse con ellos. La prueba es que no pasa con otras lenguas. Nadie ha cuestionado, al contrario, la introducción del alemán en la ESO o los modelos bilingües y trilingües con inglés. Eso está guay porque nos da el toque de modernos, espabilados y, sobre todo, europeos (identidad que tampoco se cuestiona, de momento). El problema lo tenemos con los otros españoles, los que tienen el handicap de tener otra lengua… española. Se trata de desentenderse con ellos, de ensimimarse con los de la misma nación, comunidad o tribu. Me da tufo a peste solo de pensarlo.

Vivo en un país (Euskadi) en el que, como decía un buen amigo, se sale a correr por una lengua, por lo demás mimada hasta el consentimiento, pero nadie ha salido jamás a correr por las matemáticas o la física. Se sale a correr para promocionar esa lengua en el sistema educativo porque es la “nuestra”, como si la otra, la que habla y usa la mayoría no lo fuera, como si no fuera tan nacional en Euskadi el castellano como el euskera. Eso sí, si nacional significa que sirve a los nacionales, aunque me temo que no, que significa que sirve a la nación. También hemos quedado como un cromo en el informe Pisa y, por supuesto, nada ni nadie ha cambiado por eso.

La que ha liado el Gobierno, sin duda a propósito, con el anuncio de que va a introducir en Cataluña, ahora que manda gracias a Puigdemont, el castellano como opción de lengua vehicular. Todas las alarmas encendidas. Alteración general y toque a rebato para defender la lengua, la que sea, unos la catalana, otros la española. Así es el país: dile que vamos a la cola en investigación en Europa y ni se inmuta; ahora, dile que vas a hacer a sus niños estudiar esta o la otra lengua (nacionales, claro) y te saltan a los ojos.

Este país tiene un problema de fondo, y grave. Entendemos por punto general que las identidades son o bien de una pieza y para siempre, o bien jerárquicas. Puede uno ser español y catalán, pero midiendo siempre, algo más de lo uno que de lo otro. Nada de identidades horizontales y variables. Si alguien dice que en su itinerario vital las identidades las usa, por ejemplo, a beneficio de inventario es, cuando menos, un gilipollas.