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El tamborilero

Los meses del año transcurren, por lo general, marcados por una monótona rutina laboral que, gracias a dios o a lo poco que queda de él, durante diciembre parece aligerarse debido a la acumulación de tantas jornadas festivas. Este es un tiempo de largas noches donde la mayoría de las personas nos entretenemos planeando festejos, traslados, reencuentros; un tiempo propicio para recuperar las calles de la infancia, las antiguas amistades, las conversaciones interrumpidas y también los profundos aromas de las cocinas antiguas: las coliflores y el vinagre, las castañas, los mazapanes, la harina de las rosquillas, el lomo plateado de los grandes peces muertos y también las delgadas salsas con las que se acompañaban los espléndidos solomillos de las carnes asadas.

El cometido de diciembre, según la tradición más extendida en nuestro envejecido, desorientado y codicioso continente, es terminar los años del mismo modo en que suelen terminar casi todas las celebraciones: con cierto regusto a tiempo perdido incrustándose en el paladar, la cabeza vacía, la boca del estómago anestesiada por el empacho y con una música remota, dulzona e inútil flotando en el aire como si fuera una cometa que hubiera perdido los hilos.

Las generaciones se suceden, los imperios se desmoronan pero la Navidad permanece. Tal vez porque hace ya tiempo que la Iglesia Vaticana descubrió que para perdurar no hay mejor negocio que vender un producto que nada cuesta fabricar. Así esta cosa indescriptible, íntima, humanamente tierna de las fiestas de navidad, condicionan, año tras año, el mes de diciembre con una terquedad de pretendiente rechazado, de modo que los turrones nos aguardan. Sin remedio. Los turrones, los langostinos congelados, la cabalgata, las discusiones familiares, la monocorde cantinela de los niños de San Idelfonso y el tamborilero de Raphael retumbando en todos los centros comerciales como si fuera una letanía que apelara a nuestro sentimentalismo más primario de obedientes y disciplinados consumidores...

El paréntesis navideño es, sobre todo, un deseo de felicidad que como todo deseo lleva implícito en sí mismo su propia derrota ya que, por más que nos empeñemos y por mucho botox que nos inyectemos, no estamos capacitados para detener el tiempo. Pero en esta derrota, la derrota que las Navidades nos infrige, siempre está presente un rastro de júbilo; el júbilo que nos proporcionaron los placeres sensuales del pasado cuando de niños, de jóvenes o de arrogantes adolescentes, las navidades tenian mucho que ver con el descubrimiento de los regalos, la juerga, los delicados manjares, los buenos vinos y la generosidad de nuestros padres.

Tal vez por eso, para reencontrarnos con el placer perdido, aún seguimos perpetuando esta tradición navideña de festejar los días navideños devorando manadas de animales, bebiendo océanos de alcohol, degustando toneladas de dulces y eructando, finalmente, en familia como orangutanes satisfechos, aunque, la verdad, tengo para mí que, a cierta edad, uno, más por higiene mental que por resignación, se lo debería hacer mirar ya que como escribiera Becquer: “¡qué hermoso es cuando hay sueño dormir bien y roncar como un sochantre, y comer... y engordar... y que desgracia que esto sólo no baste!”.

Los meses del año transcurren, por lo general, marcados por una monótona rutina laboral que, gracias a dios o a lo poco que queda de él, durante diciembre parece aligerarse debido a la acumulación de tantas jornadas festivas. Este es un tiempo de largas noches donde la mayoría de las personas nos entretenemos planeando festejos, traslados, reencuentros; un tiempo propicio para recuperar las calles de la infancia, las antiguas amistades, las conversaciones interrumpidas y también los profundos aromas de las cocinas antiguas: las coliflores y el vinagre, las castañas, los mazapanes, la harina de las rosquillas, el lomo plateado de los grandes peces muertos y también las delgadas salsas con las que se acompañaban los espléndidos solomillos de las carnes asadas.

El cometido de diciembre, según la tradición más extendida en nuestro envejecido, desorientado y codicioso continente, es terminar los años del mismo modo en que suelen terminar casi todas las celebraciones: con cierto regusto a tiempo perdido incrustándose en el paladar, la cabeza vacía, la boca del estómago anestesiada por el empacho y con una música remota, dulzona e inútil flotando en el aire como si fuera una cometa que hubiera perdido los hilos.