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“No pasarán”. Y no han pasado

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“No pasarán”. Parecía en un principio una consigna ingenua y efímera, apta para levantar los ánimos, pero absolutamente incapaz de hacer frente al poderío expansionista de un ejército invasor (¡toda una potencia nuclear!). Una consigna extraída del mercadillo de utopías de otros tiempos marcados por las ideologías y las pugnas ideológicas. “No pasarán”. Y sonreíamos. Pues no nos vienen éstos a recordarnos la guerra civil española, que acabó como acabó: con el fascismo pasando “al paso alegre de la paz” y ahogando la República española en un charco de sangre. ¡Qué falta de sentido común la de estos ucranianos dispuestos a resistir hasta el final la agresión de una superpotencia militar, venida a menos, pero aun así temible!

“No pasarán”, gritaron los asediados en los días más negros, cuando se pensaba que el ejército ruso se acabaría merendando Ucrania en tres o cuatro días. Y no han pasado. Ha transcurrido un año y no han pasado. Por el contrario, han sido los invadidos quienes, además de resistir, han venido consiguiendo éxitos notables. Y Putin está perdiendo esta guerra. O, al menos, no la está ganando. Por vez primera en mucho tiempo, lo que parecía imposible es hoy posible. El débil puede ganar al fuerte. Las causas justas pueden todavía tener sentido y respaldo internacional. Y, a lo mejor, hasta es posible también que la “realpolitik” acabe deslizándose hacia una “idealpolitik” bastante más deseable y digerible. Y, de hecho, fue el ejemplo de la resistencia ucraniana que se creía imposible lo que obligó a la Unión Europea a reaccionar y a reforzar políticamente su unión y a hacer causa común frente al imperialismo agresivo de Putin. Se desbordaban, así, los límites de una “geopolítica” que encerraba a las sociedades democráticas en la inmovilidad y nos condenaba al destino de animalitos asustados en nuestras respectivas jaulas, a la espera del sacrificio que, tarde o temprano, nos iría llegando.

De la noche a la mañana, valores, ideas, aspiraciones que parecían extinguidos por el ansia de una seguridad a toda costa se vuelven a hacer presentes. Y se pierde el respeto, y hasta se humilla, a autócratas demasiado consentidos durante demasiado tiempo, que ahora demuestran tener los pies de barro. La dignidad, el ansia de libertad, la defensa de la utopía…, aún tienen mucho que decir, mucho trabajo por hacer. Y mucho que enseñar a un occidente descreído, que flota en un vacío ideológico anestesiante y parece aburrirse hasta de su propia democracia y de los principios de igualdad sobre la que se ha sustentado; los que confirman derechos humanos inviolables y han hecho posible Estados de bienestar que las fuerzas más reaccionarias del mundo tratan de ir desmantelando.

Queramos o no, Ucrania se ha convertido en una referencia que no se puede soslayar. Ayudar a Ucrania a repeler la invasión sufrida es, pues, una obligación moral de la Europa democrática. Y es también una obligación moral de la izquierda. Un compromiso que tiene que partir de la cruda realidad y concretarse en hechos. No consigo, por eso, entender a quienes reclamándose de izquierdas, no dejan de poner una vela a Dios y otra al diablo; de manera que, al tiempo que se solidarizan con un país agredido, se oponen al envío de armas solicitado reiteradamente por su presidente, Volodymyr Zelenski, poniendo por delante una paz angélica que no está precisamente en la agenda del autócrata Putin. Me parece algo tan contradictorio, como lo sería hacer llamamientos a la paz cuando Hitler arrasaba Europa a sangre y fuego.

No entiendo en qué cabeza de una persona de izquierdas puede caber que sea rechazable ayudar militarmente a un país que aspira a defenderse; salvo que se demuestre que es posible hacerlo sin luchar con las armas en la mano. Me pregunto, igualmente, en qué memoria histórica puede basarse tal pacifismo de salón. Porque algo de memoria conviene activar para tener las cosas claras. El apoyo militar de la comunidad internacional, que está permitiendo a Ucrania hacer frente con eficacia a la invasión rusa, es el que solicitó sin éxito la España republicana para contrarrestar la ayuda militar constante a la causa franquista de la Alemania hitleriana y la Italia de Mussolini. No fue posible ese apoyo armamentístico por parte de las democracias. Por el contrario, las potencias democráticas del momento, a través del Comité de No Intervención, se la cogieron con papel de fumar, en su obsesión por apaciguar al eje nazi-fascista.

El resultado final de aquella “neutralidad” ya sabemos cuál fue: triunfo de los sublevados y cuarenta años de dictadura en España. Sin que por ello, los equidistantes de entonces lograran evitar esa otra guerra internacional que tanto temían. ¿Es algo parecido lo que se quiere para el futuro de Ucrania y de la propia Europa? ¿Es eso lo que pretende esa izquierda a la que no le tiemblan las piernas?

“No pasarán”. Parecía en un principio una consigna ingenua y efímera, apta para levantar los ánimos, pero absolutamente incapaz de hacer frente al poderío expansionista de un ejército invasor (¡toda una potencia nuclear!). Una consigna extraída del mercadillo de utopías de otros tiempos marcados por las ideologías y las pugnas ideológicas. “No pasarán”. Y sonreíamos. Pues no nos vienen éstos a recordarnos la guerra civil española, que acabó como acabó: con el fascismo pasando “al paso alegre de la paz” y ahogando la República española en un charco de sangre. ¡Qué falta de sentido común la de estos ucranianos dispuestos a resistir hasta el final la agresión de una superpotencia militar, venida a menos, pero aun así temible!

“No pasarán”, gritaron los asediados en los días más negros, cuando se pensaba que el ejército ruso se acabaría merendando Ucrania en tres o cuatro días. Y no han pasado. Ha transcurrido un año y no han pasado. Por el contrario, han sido los invadidos quienes, además de resistir, han venido consiguiendo éxitos notables. Y Putin está perdiendo esta guerra. O, al menos, no la está ganando. Por vez primera en mucho tiempo, lo que parecía imposible es hoy posible. El débil puede ganar al fuerte. Las causas justas pueden todavía tener sentido y respaldo internacional. Y, a lo mejor, hasta es posible también que la “realpolitik” acabe deslizándose hacia una “idealpolitik” bastante más deseable y digerible. Y, de hecho, fue el ejemplo de la resistencia ucraniana que se creía imposible lo que obligó a la Unión Europea a reaccionar y a reforzar políticamente su unión y a hacer causa común frente al imperialismo agresivo de Putin. Se desbordaban, así, los límites de una “geopolítica” que encerraba a las sociedades democráticas en la inmovilidad y nos condenaba al destino de animalitos asustados en nuestras respectivas jaulas, a la espera del sacrificio que, tarde o temprano, nos iría llegando.