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Del procés y las terras ignotas

Pello Gutiérrez

En una conocida fotografía de Madoz, una escalera se apoya sobre el cristal de un espejo colgado en la pared de una habitación. Su reflejo crea la ilusión de un paso físico a través del espejo hacia una nueva estancia de la que solo divisamos un vacío y la escalera de bajada. La evocación de esta alteridad es rotunda. ¿Qué habrá al otro lado, habitado por quiénes? ¿O será que la fotografía -mediación expresiva, al fin y al cabo- nos informa de un paso realmente abierto en una pared a otra existencia ignota, pero tan cierta como la de nuestra posición?

Es difícil no compartir el aliento vitalista y experimentado del amigo Mikel Toral en su Carta a mis amigos catalanes de izquierda. Es necesaria y bien traída su contraposición entre los principios universalistas que constituyen el patrimonio ideológico de la izquierda y el particularismo que hoy protagoniza este episodio -el próces- de la ciclotímica relación histórica entre Cataluña y España. También es oportuna, incluso sabiendo que en la línea de las causas y efectos de los fenómenos los principios son cabos bien deshilachados que suelen tomarse con discrecionalidad: no faltará izquierda que afirme que incluso una mala secesión particularista facilitará el acceso del nuevo pueblo a los mejores y más universales beneficios, cosa de constancia y polvos mágicos.

Pero no coincido en la sugerencia de que ocuparse de lo nacional sea un despiste para la izquierda, una preocupación originada en terra ignota extramuros del catálogo doctrinal de una izquierda que solo debería oficiar en graves asuntos universales. La alarma actual se activa en Cataluña tras una sucesión de acciones y omisiones combinadas desde diferentes ámbitos. Todo podría haber sido diferente, hoy y desde el siglo XIX, y la izquierda hegemónica no está exenta de importantes responsabilidades en el actual fracaso del Estado para legitimar un espacio político común de pluralismo democrático y nacional.

Hoy se frecuenta más el concepto -correcto o no- de ‘nación de naciones’ queriendo dar nombre a la diversidad innegable. Lo cierto es que, como patrón de conducta, la izquierda hegemónica ha contribuido no poco a la construcción de una forma mentis de un alma solo coherente con un único sujeto soberano en un estado-nación, la nación completa, al parecer necesitada de reafirmar su indivisibilidad. Esta mentalidad impide explorar en su prometedora diversidad la posibilidad de hacer de la suma garantía de progreso y de cohesión. Al contrario, teje desde la transición una maraña autonómica que fomenta con eficacia la ‘taificación’ del poder y la frecuente controversia interterritorial, pero que apenas materializa escenarios colaborativos de interés recíproco, aparte de determinadas estructuras e infraestructuras públicas. Son innumerables los ejemplos en todos los órdenes de la acción política. Uno anecdótico, pero sí metafórico y conmovedor: la Sra. vicepresidenta ‘abriendo despacho’ en Barcelona el pasado noviembre, comisionada para arreglar el lío catalán.

En su conjunto, salvo por los peculiares sistemas forales, el modelo autonómico ‘descentralizado’ no oculta un estado de naturaleza aún fundamentalmente radial y centrípeta si consideramos la circulación de flujos de poder en las organizaciones políticas, en los centros de decisión en la economía productiva, en los grupos de la comunicación mainstream; en el gobierno, administración y hacienda de lo público; en los principales poderes del Estado: los tres de Montesquieu más el ejército, la diplomacia y los conectores del Estado con los organismos internacionales… Mientras tanto, las mayores competencias de las autonomías en campos como la cultura, la educación, la sanidad o la protección social facilitan una gobernanza descentralizada, sí; pero, al mismo tiempo, la búsqueda de distinción entre ellas dificulta -sino impide- actuaciones coordinadas que sedimentarían en el conjunto del territorio español un espacio de complicidad cultural y política más integrador y característico de un sistema autonómico exitoso.

Estamos muy lejos, frente a la estructura jerárquica radial, de posibles modelos de Estado multicentro, capaces de funcionar en red, con nuevas estrategias -misión, visión, valores- de gobernanza interterritorial, habilitadores de mecanismos de decisión participada y operado por una burocracia mejor representativa de la variedad nacional española. La mentalidad actual convierte en extravagante el pensar, es un decir, en Barcelona como sede del Ministerio de Fomento o Bilbao acogiendo las instalaciones de RTVE. Sin embargo, no nos sobresalta ya un Senado, cámara de representación autonómica, que es un espantajo democrático inútil como articulador de la ‘nación de naciones’, donde hace tan solo 6 años no cabían las lenguas oficiales en sus sesiones.

¿La izquierda que ha gestionado poder no ha tenido nada que ver con todo esto? ¿No le corresponde una cuota de responsabilidad? Durante estas décadas de construcción de la España autonómica, las fuerzas nacionalistas han sacado sus conclusiones: tras el movimiento ibarretxiano y el descalabro del Estatuto catalán -cepillado y finalmente mutilado-, unas se adaptan al medio gracias a un pragmatismo simbiótico y transaccional conveniente para sociedades satisfechas; otras, entre las cuales hay izquierdas, espolean la entraña épica y las afrentas del pasado con un unilateralismo obcecado y temerario, vía al estado propio. Por su parte, las fuerzas del esencialismo de la nación completa siguen comprobando la eficacia de los recursos disciplinarios del estado inmutable. Mientras tanto, la izquierda de mayoría social -aquella parte que no se integre directamente en el apartado anterior- ¿qué puede aportar de este tiempo? Incomodidad, discrepancia interna y alguna declaración formal. Se apela, bien a la tradición federalista, bien a la participación democrática, pero la sociedad no sabe bien en qué se concretan y no ha sido capaz de desarrollar un debate público sobre el modelo que tal nombre merezca. Se puede hablar de ‘nación de naciones’ y cubrirse con una (única) bandera española. O se puede participar en el referéndum independentista pero no tener posición definida sobre esta cuestión clave de estado. A esta izquierda parece desbordarle la complejidad del problema.

Las identidades, las etnicidades, los nacionalismos son inherentes a las sociedades. A los retos actuales se añaden ya otros como el concepto del trabajo; el poder de las tecnologías (la big-data, la inteligencia artificial, la robótica, la eugenesia…) en manos exclusivas de élites que crearán nuevas desigualdades y dominaciones; el rescate ecológico; las migraciones humanas; el empoderamiento económico y cultural de las mujeres; el mundo viviendo en las ciudades; el envejecimiento y sus derivadas... El individuo contemporáneo se configura a partir de códigos e identidades múltiples, pero no faltará -no puede ser de otra forma- fenomenología nacionalista de expresiones compuestas. Algunas serán reactivas, esencialistas, quizás participando en la arena política bajo formas de populismo primordialista. Otras, sin embargo, nuevas comunidades imaginadas (Anderson), que podrían reformular creativamente lo existente con plena validez democrática. Parece que este reto debería formar parte inexcusable del catálogo principal del pensamiento y la acción de la izquierda, porque se dará en el contexto del nuevo pensamiento y la nueva ciudadanía que surgirá de la actual revolución tecnológica, como en su día lo aún vigente surgió de la Revolución Industrial.

Lo de Cataluña, acabe bastante mal o peor, ya no tiene remedio para la izquierda mayoritaria. El tiempo perdido se fue. La tragedia sería que continuara el ciclo y la geografía de lo nacional, de las identidades de lo humano y sus expresiones en la sociedad, siguieran siendo terra ignota al otro lado del espejo y no un posible territorio fértil de emancipación de recorrido obligatorio para la izquierda.

*Pello Gutiérrez es promotor cultural. Miembro de Kultura Irekia – Cultura Abierta

En una conocida fotografía de Madoz, una escalera se apoya sobre el cristal de un espejo colgado en la pared de una habitación. Su reflejo crea la ilusión de un paso físico a través del espejo hacia una nueva estancia de la que solo divisamos un vacío y la escalera de bajada. La evocación de esta alteridad es rotunda. ¿Qué habrá al otro lado, habitado por quiénes? ¿O será que la fotografía -mediación expresiva, al fin y al cabo- nos informa de un paso realmente abierto en una pared a otra existencia ignota, pero tan cierta como la de nuestra posición?

Es difícil no compartir el aliento vitalista y experimentado del amigo Mikel Toral en su Carta a mis amigos catalanes de izquierda. Es necesaria y bien traída su contraposición entre los principios universalistas que constituyen el patrimonio ideológico de la izquierda y el particularismo que hoy protagoniza este episodio -el próces- de la ciclotímica relación histórica entre Cataluña y España. También es oportuna, incluso sabiendo que en la línea de las causas y efectos de los fenómenos los principios son cabos bien deshilachados que suelen tomarse con discrecionalidad: no faltará izquierda que afirme que incluso una mala secesión particularista facilitará el acceso del nuevo pueblo a los mejores y más universales beneficios, cosa de constancia y polvos mágicos.