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Rareza

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Las noticias solo se leen cuando son malas. Las buenas pasan desapercibidas. El relato de la violencia, del odio y de las numerosas desgracias que soportan los seres humanos es el gran truco descubierto por el periodismo moderno. Los diarios cuando no chorrean sangre chorrean odio. En el mundo siempre ha ocurrido lo mismo, ya que en eso consiste la vida: en saber que todo ya ha ocurrido antes. La diferencia estriba en que antes las noticias se ignoraban por falta de medios de comunicación y ahora, sin embargo, se venden como piruletas a la las puertas de cualquier colegio.

Este chorreo hace que, en general, resulte agradable no tener ninguna noticia, no enterarse de nada; ni siquiera de lo que nos puede proporcionar un mínimo instante de satisfacción. La sangre vende. El odio vende. Las desgracias sirven como tema de conversación en las colas del supermercado o en las terrazas de la cafeterías que se tienden perezosamente al sol y todo aquello que se nos notifica desde los medios tiene un propósito; propósito que casi nunca coincide con la verdad de los hechos sino con el interés de quien nos lo notifica.

Hace ya muchos años que, merced a su íntima relación con los poderes fácticos, la derecha medieval de nuestro país controla el poder mediático, - además del poder económico y del poder judicial -, mediante una larguísima nómina de periodistas a sueldo que no tienen más propósito en su cotidiano quehacer que  derribar al gobierno legalmente constituido mediante insultos y patrañas, en un intento de recuperar así el poder legislativo; único poder que en la actualidad la derecha medieval no controla. La atención prestada a todos estos periodistas por parte de los ciudadanos es una consecuencia más del fanatismo de esta época: apoyamos a unos determinados dirigentes políticos aunque sean unos hijos de puta puesto que a fin de cuentas son “nuestros hijos de puta”, ya que lo demás son concesiones al enemigo, dado que para los fanáticos no hay adversarios sino enemigos. 

El presidente del gobierno ha denunciado la campaña de deshumanización emprendida contra su persona por parte de la derecha mediática con la inestimable ayuda de una judicatura que desprende el aroma que se suele respirar en las sedes de los partidos políticos de la derecha: un aroma a sacristía, a sotana apolillada, casino provinciano y cocidito madrileño. La misma campaña, por cierto, que durante largos años soportaron Irene Montero, y Pablo Iglesias.

Irving Layton el poeta canadiense, maestro de Leonard Cohen, escribió que: “hice notar a mis amigos que aunque unas pocas almas ardorosas luchen con vehemencia por la libertad y la justicia, la abrumadora mayoría en todos los países, la caterva innúmera, no piensa mayormente más que en llenar la andorga”.

El propósito en cualquier actividad humana es casi siempre el mismo: llenar la andorga. También en los medios. Lo de defender la libertad y la justicia, en definitiva lo de defender nuestra democracia constitucional ante los intentos de golpe de estado perpetrados por los de siempre, en la mayoría de los medios de comunicación de nuestro país no es más que el estallido de una carcajada en la celebración de un funeral: o sea, una rareza.

Las noticias solo se leen cuando son malas. Las buenas pasan desapercibidas. El relato de la violencia, del odio y de las numerosas desgracias que soportan los seres humanos es el gran truco descubierto por el periodismo moderno. Los diarios cuando no chorrean sangre chorrean odio. En el mundo siempre ha ocurrido lo mismo, ya que en eso consiste la vida: en saber que todo ya ha ocurrido antes. La diferencia estriba en que antes las noticias se ignoraban por falta de medios de comunicación y ahora, sin embargo, se venden como piruletas a la las puertas de cualquier colegio.

Este chorreo hace que, en general, resulte agradable no tener ninguna noticia, no enterarse de nada; ni siquiera de lo que nos puede proporcionar un mínimo instante de satisfacción. La sangre vende. El odio vende. Las desgracias sirven como tema de conversación en las colas del supermercado o en las terrazas de la cafeterías que se tienden perezosamente al sol y todo aquello que se nos notifica desde los medios tiene un propósito; propósito que casi nunca coincide con la verdad de los hechos sino con el interés de quien nos lo notifica.