Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
El relato es un cuento
Desde que ETA anunció el cese definitivo de la violencia en 2011, y sobre todo en los últimos dos o tres años, el debate sobre nuestro pasado se ha centrado en torno a lo que se ha venido a llamar “la batalla por el relato”. Es decir, la lucha por establecer una versión aceptable, y aceptada por la mayoría, de lo que nos ha ocurrido. Esta batalla se libra tanto en el terreno político —la izquierda abertzale, los partidos constitucionalistas que fueron el objetivo de ETA y su entorno, el PNV desde su posición institucional, Geroa Bai y Elkarrekin Podemos como nuevos actores políticos— como en el terreno de la cultura, con la novela Patria de Fernando Aramburu como el paradigma de la institucionalización del relato hegemónico a través de la ficción.
¿Qué están entendiendo los medios de comunicación y los políticos por relato? ¿Cómo asimilamos este término, cómo lo entendemos cuando nos situamos en nuestra propia memoria en relación al conflicto? Según el diccionario de la RAE, un relato es 1) “conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho” y 2) “narración, cuento”. En la definición está su doble vertiente de conocimiento de un hecho y recreación imaginativa, es decir, ficción. Cuando se empezó a usar el término relato en el contexto de la historia del “conflicto” me imagino que se haría según la primera acepción, pero en realidad, hay mucho de la segunda en su construcción.
Cada actor político o parte interesada pugna por construir y compartir un relato que se asiente como el hegemónico, el indiscutible, el verdadero. Por una parte, tenemos el relato de ETA, que afortunadamente no siempre coincide con el de la izquierda abertzale. En sus últimas declaraciones ETA reconoció que había provocado dolor, daños irreparables y por primera vez pidió perdón. Al mismo tiempo, esta declaración se construía en un relato de victimización del pueblo vasco con el que intentaba legitimar su violencia. ETA desplegaba para despedirse la vieja retórica de la lucha por la libertad de Euskal Herria, haciéndose herederos de aquellos gudaris que lucharon en la Guerra Civil contra el franquismo, herederos del dolor del bombardeo de Gernika y la represión. Tanto ellos como una parte de la izquierda abertzale (no toda) está lejos de la deslegitimación de la violencia. En el extremo opuesto está el relato de “vencedores y vencidos” del PP —azuzado por la AVT, COVITE y por Ciudadanos— que les ha permitido continuar con las medidas de dispersión de los presos de ETA, no reconocer a las víctimas de los GAL y de otros grupos de extrema derecha como víctimas del terrorismo, condecorar a torturadores y eludir su responsabilidad a la hora de investigar las miles de denuncias por torturas en Euskadi. El PSE-EE, PNV, EH-Bildu y Elkarrekin Podemos están trabajando en la Ponencia sobre Memoria y Convivencia del Parlamento Vasco, de la cual se auto-excluyó el PP, intentando llegar a un consenso sobre la memoria (y por tanto, el relato) y las políticas de víctimas y de presos para restaurar la convivencia. El consenso se busca a partir de un “suelo ético” que deslegitime la violencia. Cada vez se acepta más, aunque con reticencias, el plural “violencias” para incluir la que ha provenido del Estado en sus diferentes manifestaciones. Esto genera, irremediablemente, tensiones que a veces hacen a los partidos históricos atrincherarse en viejas posturas.
Cada cual desde su parcela dice responder a un “deber de la memoria” que se convierte en causa justa, en verdad incuestionable. Pero este “deber” también tiene trampa. El pensador e historiador Tzvetan Todorov señalaba que detrás del “deber de la memoria” siempre hay una reivindicación: “por la memoria y contra el olvido”, “por la justicia y la memoria”. Pero hay veces que aquellos mismos que claman el olvido de algunas cosas, reclaman la memoria para otras. Volvamos a los extremos: ETA insiste en recordar la masacre de Gernika, pero no el asesinato de Miguel Angel Blanco; el PP, por su parte, ha reivindicado hasta la manipulación la memoria de sus víctimas de ETA al mismo tiempo que niega a los familiares de los represaliados por el franquismo el derecho a sacar a sus muertos de las cunetas. Los argumentos en contra del olvido y a favor de “la obligación de recordar” en realidad defienden una particular selección de hechos (es decir, un relato) que permita a sus protagonistas aparecer como héroes, vencedores o víctimas inapelables, en oposición a cualquier otra selección que pueda interferir con sus demandas del presente. Y en esa manipulación de la memoria es donde el relato pasa a convertirse en cuento.
Esto no es nuevo ni exclusivo del caso vasco. La tensión entre memorias en conflicto siempre se salda con la imposición de un relato, en su doble sentido de conocimiento y ficción. Con cada conmemoración, celebramos un relato. La conmemoración toma un hecho concreto del pasado y lo institucionaliza, fija su interpretación para que se convierta en verdad incuestionable, a veces sin respetar la verdad histórica. Así, la memoria individual o bien se ve reflejada en esa conmemoración porque coincide ideológicamente con su discurso, o bien queda marginada porque no se reconoce en él.
Entonces, ¿qué papel juega la memoria individual en esta batalla por el relato? ¿Quién quedará fuera de las conmemoraciones y quién saldrá perdiendo en el relato hegemónico? Está por ver, pero si algunos siguen forzando la historia y manipulando la memoria hasta convertir el relato en cuento, el resultado será una versión unívoca y por tanto mentirosa de nuestro pasado en la que muchos no nos veremos reflejados. Nuestra Euskadi plural, que ha vivido de formas muy diferentes “el conflicto”, no cabe en un solo relato. Quizás en vez de esforzarnos en consensuar uno, deberíamos llegar a la conclusión de que, una vez fijada la deslegitimación de la violencia como ingrediente fundamental, lo más sano y democrático es aceptar que habrá una pluralidad de relatos, todos con su parte de verdad y su parte de cuento, que revelarán las distintas experiencias de lo que hemos vivido, muchas divergentes e incluso enfrentadas, pero también muchas en las que se descubrirán más coincidencias y espacios comunes de lo que quizá habíamos imaginado.
Desde que ETA anunció el cese definitivo de la violencia en 2011, y sobre todo en los últimos dos o tres años, el debate sobre nuestro pasado se ha centrado en torno a lo que se ha venido a llamar “la batalla por el relato”. Es decir, la lucha por establecer una versión aceptable, y aceptada por la mayoría, de lo que nos ha ocurrido. Esta batalla se libra tanto en el terreno político —la izquierda abertzale, los partidos constitucionalistas que fueron el objetivo de ETA y su entorno, el PNV desde su posición institucional, Geroa Bai y Elkarrekin Podemos como nuevos actores políticos— como en el terreno de la cultura, con la novela Patria de Fernando Aramburu como el paradigma de la institucionalización del relato hegemónico a través de la ficción.
¿Qué están entendiendo los medios de comunicación y los políticos por relato? ¿Cómo asimilamos este término, cómo lo entendemos cuando nos situamos en nuestra propia memoria en relación al conflicto? Según el diccionario de la RAE, un relato es 1) “conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho” y 2) “narración, cuento”. En la definición está su doble vertiente de conocimiento de un hecho y recreación imaginativa, es decir, ficción. Cuando se empezó a usar el término relato en el contexto de la historia del “conflicto” me imagino que se haría según la primera acepción, pero en realidad, hay mucho de la segunda en su construcción.