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Rodolfo Ares

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“Algo se muere en el alma cuando un amigo se va”, dice la copla. Y algo se me murió en el alma cuando escuché por radio la noticia de la muerte de Rodolfo Ares, con quien tuve el honor de colaborar durante buena parte de su trayectoria política; y de manera muy especial, por su intensidad, en su etapa de portavoz del Grupo Socialista del Parlamento Vasco.

Mi sentimiento de orfandad se vio acompañado por otro de extrañeza profunda. Rodolfo no se podía morir, no le pegaba la muerte, y menos todavía una muerte antes de tiempo. Al menos, el Rodolfo Ares, el hombre de acción desbordante que yo había conocido. El que, sobreponiéndose al aturdimiento y sensación de irrealidad que produjo en las filas socialistas el asesinato de Fernando Buesa, supo estar a la altura de las circunstancias movilizando al partido en aquella noche triste en que tocaba organizar los preparativos para despedir a quien había sido su portavoz parlamentario. Y haciéndolo, además, con la autoridad que sabía ejercer, y que siguió ejerciendo, como nuevo portavoz.

Lo recordaría, años más tarde, en su discurso de despedida como parlamentario, tras la sesión plenaria del 26 de mayo del año 2016. “Uno de los momentos más duros de mi vida –dijo entonces- fue, sin duda, tener que asumir la portavocía cuando nos faltó Fernando Buesa. Y digo cubrir como portavoz del Grupo Socialista a Fernando Buesa, porque a Fernando no lo sustituí; Fernando era insustituible. Quiero, recordando a Fernando, recordar a todas las víctimas de violencia terrorista, que siempre estarán en mi memoria”.

Y dijo también entonces, aludiendo a su trayectoria parlamentaria: “Vine cargado de fuerza, de pasión, con la ilusión de trabajar por una Euskadi mejor y en paz. Hoy me despido más viejo, más cansado, pero también con la satisfacción de haber conseguido alguno de los objetivos deseados”. Entre ellos, la derrota del terrorismo totalitario de ETA, tras su paso por el Departamento de Interior, sus políticas de tolerancia cero frente a la banda criminal y quienes aún la justificaban, los acuerdos que promovió con partidos e instituciones en defensa de la memoria de las víctimas y su coordinación con el Gobierno de España y el ministro Pérez Rubalcaba. Algo que hoy se le reconoce, desde todos los ámbitos políticos e institucionales, cuando se destaca de él, tanto su firmeza democrática, como su apuesta por el entendimiento, en busca de un país sin violencia y sin coacciones; un país más digno, más democrático y más pluralista.

A estos objetivos consagró todas sus energías, que eran incansables, porque estaba en todos los fregados y aparecía en todos los frentes. A veces bromeaba con él y le decía: “Rodolfo, tú eres lo más parecido a Dios que he visto, porque estás en todas partes. Te dejo en una esquina del Parlamento y un minuto después me encuentro contigo en la esquina opuesta. ¿No tendrás un doble?”. Y él se reía entonces, porque el ejercicio de la autoridad no le había quitado el sentido del humor ni la alegría de vivir.

Ni el cariño que prodigaba a los compañeros. Porque era una persona acogedora, que dispensaba el afecto que muy probablemente él también necesitaba. Y, ahondando en esta faceta suya, no puedo evitar una sonrisa al recordar hechos que pueden parecer triviales, pero que retratan de cuerpo entero a una persona. Por ejemplo, cuando intercambió sus zapatos con las playeras de un asistente del grupo parlamentario, que tenía que asistir al juzgado para casarse y andaba necesitado de cierta elegancia indumentaria. Rodolfo Ares era así: una buena persona.

Recordarle en todo lo que fue, como político y como ser humano, es, si se me permite el atrevimiento, una forma de hacer vida con la muerte; algo muy necesario para acompañar el duelo por la pérdida. Porque recordar es también revivir. De ahí que no le falte razón a la vicelehendakari Idoia Mendía, cuando afirma en su artículo “Para siempre” (“El Correo” del pasado 27): “… hay veces que no basta decir hasta siempre (…), porque Rodolfo se queda entre nosotros, en la familia socialista, en Euskadi y en España para siempre”. Porque Rodolfo ha muerto, pero su huella permanece. Nos ha dejado su huella. Simplemente, hay que seguirla. Sobre todo, en tiempos en que fuerzas muy oscuras están mostrando un especial interés en eliminar, desvirtuar o incluso criminalizar las huellas que el Partido Socialista nos ha dejado, en Euskadi y en el conjunto de España.

         

“Algo se muere en el alma cuando un amigo se va”, dice la copla. Y algo se me murió en el alma cuando escuché por radio la noticia de la muerte de Rodolfo Ares, con quien tuve el honor de colaborar durante buena parte de su trayectoria política; y de manera muy especial, por su intensidad, en su etapa de portavoz del Grupo Socialista del Parlamento Vasco.

Mi sentimiento de orfandad se vio acompañado por otro de extrañeza profunda. Rodolfo no se podía morir, no le pegaba la muerte, y menos todavía una muerte antes de tiempo. Al menos, el Rodolfo Ares, el hombre de acción desbordante que yo había conocido. El que, sobreponiéndose al aturdimiento y sensación de irrealidad que produjo en las filas socialistas el asesinato de Fernando Buesa, supo estar a la altura de las circunstancias movilizando al partido en aquella noche triste en que tocaba organizar los preparativos para despedir a quien había sido su portavoz parlamentario. Y haciéndolo, además, con la autoridad que sabía ejercer, y que siguió ejerciendo, como nuevo portavoz.