Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
El tedio catalán
En los años de la primera contienda mundial, algunos ciudadanos de mi lugar se fabricaron unas pequeñas chapas que colgaban de la pechera de sus chaquetas y que decían: “No me hable usted de la guerra”. Cualquier asunto de la actualidad, arrastrado durante semanas y meses por los medios de comunicación, acaba generando una sensación infinita de hastío. Si además se alambica de manera recurrente sin encontrar solución alguna –incluso sin parecer que esta sea posible en algún punto del horizonte- y si además no depositas en ella, cualquiera que sea, la más mínima confianza de que algo vaya a cambiar a mejor, el tedio te invade por completo.
Es la sensación que me provoca la cosa de Cataluña. Soy consciente de todo: de que es un asunto histórico de incierta, si no imposible, solución perfecta –un problema para vivir con él, no para resolverlo, que decía Azaña-; de que en los últimos años la sucesión de entusiasmo estéril de ZP y de apatía tacticista y ontológica de Rajoy lo han estropeado aún más; de que es una huida hacia delante de la clase política catalana ante la enormidad de su mal hacer; de que lo es también de la sociedad catalana, aplicada a esta suerte de neomedievalismo que nos asalta a todos (salir de recinto y dibujar otro pensando que así se arregla todo); de que hay un sentido nihilista tan extendido allí como plenamente consciente de que lo único que van a resolver es una satisfacción menor, esa que se contiene en el rimbombante y vacío “ser nosotros mismos”… Soy consciente de todo eso y de más cosas, pero estoy de Mas, de Junqueras, de Mariano, de la ANC y Òmnium (ya no tan Cultural, como suponíamos), del Constitucional y de los números de la guardia urbana barcelonina hasta el moño.
¡Y vivo a quinientos kilómetros del ojo del huracán! Solo me afecta el ruido de los medios, que puedo aplacar –de hecho lo hago- simplemente cambiando de dial, de canal o de tema. ¿Qué será vivir allí dentro? Parece, de lejos, ese tipo de escenarios horrendos, gobernados por la “pasmosa unanimidad”. Es decir, esos sitios donde todo el mundo parece pensar lo mismo mediante el procedimiento de que solo hablan los que piensan lo mismo que hay que pensar. En ese mismo hablar coincide toda la tramoya del poder y el comentario afín del último menesteroso. ¡Todo por la patria! Entre medio queda un incierto número de sujetos aturdidos, confiados en que esto acabe pasando ello solo, resignados a acabar en cualquier sitio… En todo caso, dimitidos de su condición ciudadana y dispuestos a construir su futuro solo desde el territorio de lo particular, de lo privado. Al fin y al cabo, conocida la progresiva capacidad totalizadora del Estado desde que este arrancó en su versión contemporánea hace poco más de dos siglos, la vida de mucha gente ha sido cómo sobrevivir al mismo, cómo construir su vida evitando las obligaciones que este establece para ser la autoridad que es. Pero tratándose de que esto es una democracia, supone un vano consuelo.
Tampoco se sabe a cuánto llega la unanimidad si uno rasca. Es lo que pretenden medir los del “derecho a decidir”, ahora que se ven henchidos de fortaleza. Y dan ganas de decirles que sí, que se apliquen a ello; o mejor, que ni siquiera, que si tienen dudas lo mejor es que vayan saliendo, que (aunque lo crean) no nos pasan a los demás ciudadanos de este país una renta vitalicia por tenerlos a ellos de forzados compatriotas.
También pensarían así el resto de españoles de nosotros los vascos, cuando no dábamos más que la matraca, y además, en nuestro caso, rociada con sangre, que es otra cosa. Cuántos españoles no habrán dicho alguna vez eso mismo: “¡Que se vayan de una vez!”. Pero no es eso. No lo era en nuestro caso porque hubiera sido dar el espaldarazo a una pandilla de criminales con afán totalitario y a sus eventuales compañeros de viaje dispuestos a recoger las conocidas nueces. Hubiera sido como certificar el suicidio de la democracia en algún lugar del país. Son cosas que hace habitualmente la “realpolitik”, pero nosotros, por razones varias, nos salvamos de ello. Lo de los catalanes es sustancialmente diferente; nadie lo duda. Ni hay sangre –hay triquiñuelas y uso del poder, pero en un marco de respeto democrático-, ni hay impugnación del derecho. Pero eso no nos tiene que llevar inevitablemente a ser solidarios de su ataque de decisionismo. Habrá que resolver el asunto de alguna manera (y a Mariano no se le ve ocurrente; Mas está con la cuenta atrás, que incluye desde la retirada a tiempo hasta el suicidio político, heroico y patriótico). La solución en sí misma no es echarlo a votos, porque acabaremos empezando en el mismo lugar: partidarios de otra relación con España, sí, pero, ¿cuál? Incluso si sale el “ahí os quedáis”, volvemos a la casilla de inicio: “y vosotros, ¿cómo?”.
Esto es, que si vamos a acabar hablando de política, mejor haber empezado con ella hace tiempo. El pulso de legalidad/legitimidad da de sí lo que da de sí; acabará aburriendo (si no lo ha hecho ya). Los “sí-sí”, “sí-no”, “no-sí” o similar nos colocarán de nuevo al principio del debate sobre las formas futuras de relación con España, con Europa y con el universo mundo. Mientras, la penosa crisis y la brecha social siguen acentuándose, y Cataluña y España asisten a la misma abrazadas y hundiéndose en una similar inacción: el espantajo de las patrias nos evita otros debates. El personal, catalán y español, está esperando que alguien aparezca con una propuesta política que desatasque este bloqueo que a cada paso se hace más y más irretornable. Si la política llega demasiado tarde, la distancia entre los territorios y la parte de sus ciudadanos que se hace copartícipe de las respectivas “pasmosas unanimidades” se hará mayor, irreparable. La nación –lo dijo hace tiempo Benedict Anderson- es una comunidad imaginada (e imaginaria) que nos hace sentir iguales y de la misma necesidad de alguien que vive a cientos de kilómetros de nosotros y que no veremos nunca (incluso porque ha muerto hace siglos). Tú empiezas a inquirir sobre la lógica de esa solidaridad y acabarás inevitablemente solo. O, si acaso, en satisfecha y onanista compañía de tus más inmediatos vecinos, esos que hablan tu lengua, tienen tus rasgos, comparten tu clima, tu carácter, tus costumbres, tus dioses…
¡Qué tedio! ¡Qué horror!
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