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¿Y cómo se hace un Estado?

Deslumbrada por los aspectos religiosos del terrorismo islámico, por lo que tienen de incomprensible tanto humana como socialmente en una época europea marcadamente posheroica, la opinión pública europea y española no presta la atención debida a un dato que es esencial para comprender el fenómeno y para luchar contra él. El terrorismo está asociado a un previo desfallecimiento de un Estado, a la desaparición de la autoridad institucional territorial en espacios que hasta cierto momento –con mejor o peor éxito- poseyeron un Estado. Trátese de Irak, Libia, Yemen, Siria o Somalia (y la lista es de alrededor de cincuenta países en el mundo), el terrorismo medra en los espacios de los “Estados fallidos”, y medra precisamente por esa quiebra. Allí donde la autoridad institucional se ha derrumbado, aparece con toda su virulencia la violencia privada protagonizada por señores, bandas, fundamentalistas, tribus, o cualesquiera otro actor que sólo en el marco de un Estado ausente puede desarrollarse a largo plazo. De la misma manera que, en su momento histórico, la consolidación del Estado en Europa después de la paz de Westfalia fue la solución para superar un siglo de orgía sangrienta de enfrentamientos religiosos en la que la vida humana era “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” en palabras del gran ingeniero del Leviathan, lo que está sucediendo en muchas zonas de África y Asia Menor con los Estados fallidos no es sino el fenómeno inverso, con la consiguiente regresión de la convivencia a situaciones que creíamos olvidadas. O más bien habíamos querido olvidar inmersos como estamos en un proceso europeo de superación del Estado nacional.

En cualquier caso, esta contextualización del terrorismo islamista dentro del marco comprensivo más amplio del desfallecimiento del Estado señala con bastante claridad por dónde puede ir encaminada a medio plazo su solución, aunque también subraya la dificultad de la tarea. Porque parece bastante claro que sólo reconstruyendo (o construyendo ex novo) el Estado en las zonas geográficas afectadas podrá empezarse a controlar y suprimir el terrorismo. Mientras no se edifique una autoridad institucional suprema en los ámbitos afectados cualquier otra actuación no será sino un parche, posiblemente necesario pero sólo parche. Declararle la guerra al terrorismo puede ser un reclamo efectista para levantar la moral de una sociedad necesitada de grandes gestos, pero no tiene demasiado sentido porque la guerra es un método de actuación política que sólo funciona entre Estados. De frente a bandas o redes terroristas, sólo cabe la imposición de la ley por las fuerzas del orden, pero para ello es preciso que exista una ley, una fuerza … un Estado.

Y entonces surge el verdadero y difícil problema: ¿cómo se hace un Estado? Porque los Estados han surgido en procesos históricos bastante largos y normalmente azarosos, por mucho que desde el presente nos guste ver la historia como un proceso teleológico guiado por un designio actuante desde el principio. Mientras que ahora hablamos de construir un Estado de un día para otro, en marcos societarios muy peculiares y diversos de los nacionales clásicos y donde se ha derrumbado lo que de Estado existió. ¿Cómo se hace eso?

Desde luego, y por mucho que moleste a nuestra experiencia moral, un Estado no se construye empezando por el final, por el techo de su estructura y evolución. No se construye con democracia, con libertad e igualdad, o con una ley justa para todos. Eso es lo que consigue un Estado –si su sociedad tiene suerte- al final y como fruto de la domesticación del poder, pero no sirve de nada para construirlo. Para construirlo hace falta poder, puro y duro poder, que se imponga como dios supremo en su marco de actuación. Y el poder nace de la violencia, generalmente de la desesperación ante su predominio y de la substitución de la violencia colectiva y ominidireccional por una violencia monopolizada y centralizada. La idea del contrato social como acta fundacional de la sociedad y del gobierno es una ficción útil cuando unos ciudadanos, que ya poseen y viven en un Estado, desean civilizar a éste y embridarlo de una manera liberal. Así se ha utilizado en Europa, como metáfora de legitimación. Pero ningún pensador ilustrado creyó ni por un momento que el Estado en que vivía no procedía genéticamente de la violencia y del mal. Un Estado no se crea convocando a un cónclave de seres humanos para que de manera libre y digna elijan su futuro. Sería bonito que fuera así, pero no es así. Nunca lo fue. Y sólo la tontuna congénita de George Bush y sus asesores pudo permitir a alguien creer que si echaba por la fuerza a los malos y se destruía de raíz el Estado iraquí, de ello derivaría la aparición de una democracia inmediata.

Lo cual nos pone ante un panorama de opciones ciertamente desagradables. Todas ellas. No hay forma limpia y educada de hacerlo. Hay que buscar localmente a alguien con algo de poder y apostar por él ayudándole a imponerse sobre las facciones en pugna. Lo cual significa normalmente ayudar a un hijo de puta local para que ponga orden en su corral y, con suerte, llegue a construir algo parecido a una institución estatal sólida y pacífica que quizás algún día llegue a dar satisfacción a la dignidad de sus ciudadanos. No se trata de poner al frente a “nuestro hijo de puta”, como la vulgata bienpensante critica, sino de poner a alguien al frente sabiendo que por definición será de esa calaña aproximada. Porque, si no lo fuera, ¿cómo podría ser que ya poseyera algo de poder?

Contra esta idea se rebela airada nuestra sensibilidad moderna y democrática: ¿vamos darle el poder a un déspota, a un terrorista, a un carnicero? La respuesta es que probablemente sí, pero no porque nuestros gobiernos sean necesariamente estúpidos o malvados, sino porque el campo de elección está limitado. Primero por la competencia entre diversas potencias e intereses geoestratégicos cada uno con su candidato local. Segundo, porque la solución colonial dejo de ser viable hace tiempo. Tercero, porque nadie está dispuesto a ir allí con un fusil. Y cuarto, porque sólo los que ya tienen poder pueden incrementarlo e imponerse a corto plazo.

Acabar con el terrorismo en origen sólo se consigue poniendo un Estado en origen. Es dudoso, muy dudoso, que Europa sea políticamente capaz de hacerlo. Pero si lo hace o se implica en ello con otros actores internacionales, no nos gustará. Eso seguro.

Deslumbrada por los aspectos religiosos del terrorismo islámico, por lo que tienen de incomprensible tanto humana como socialmente en una época europea marcadamente posheroica, la opinión pública europea y española no presta la atención debida a un dato que es esencial para comprender el fenómeno y para luchar contra él. El terrorismo está asociado a un previo desfallecimiento de un Estado, a la desaparición de la autoridad institucional territorial en espacios que hasta cierto momento –con mejor o peor éxito- poseyeron un Estado. Trátese de Irak, Libia, Yemen, Siria o Somalia (y la lista es de alrededor de cincuenta países en el mundo), el terrorismo medra en los espacios de los “Estados fallidos”, y medra precisamente por esa quiebra. Allí donde la autoridad institucional se ha derrumbado, aparece con toda su virulencia la violencia privada protagonizada por señores, bandas, fundamentalistas, tribus, o cualesquiera otro actor que sólo en el marco de un Estado ausente puede desarrollarse a largo plazo. De la misma manera que, en su momento histórico, la consolidación del Estado en Europa después de la paz de Westfalia fue la solución para superar un siglo de orgía sangrienta de enfrentamientos religiosos en la que la vida humana era “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta” en palabras del gran ingeniero del Leviathan, lo que está sucediendo en muchas zonas de África y Asia Menor con los Estados fallidos no es sino el fenómeno inverso, con la consiguiente regresión de la convivencia a situaciones que creíamos olvidadas. O más bien habíamos querido olvidar inmersos como estamos en un proceso europeo de superación del Estado nacional.

En cualquier caso, esta contextualización del terrorismo islamista dentro del marco comprensivo más amplio del desfallecimiento del Estado señala con bastante claridad por dónde puede ir encaminada a medio plazo su solución, aunque también subraya la dificultad de la tarea. Porque parece bastante claro que sólo reconstruyendo (o construyendo ex novo) el Estado en las zonas geográficas afectadas podrá empezarse a controlar y suprimir el terrorismo. Mientras no se edifique una autoridad institucional suprema en los ámbitos afectados cualquier otra actuación no será sino un parche, posiblemente necesario pero sólo parche. Declararle la guerra al terrorismo puede ser un reclamo efectista para levantar la moral de una sociedad necesitada de grandes gestos, pero no tiene demasiado sentido porque la guerra es un método de actuación política que sólo funciona entre Estados. De frente a bandas o redes terroristas, sólo cabe la imposición de la ley por las fuerzas del orden, pero para ello es preciso que exista una ley, una fuerza … un Estado.