Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La trinchera
La trinchera es el lugar donde habitan muchos ciudadanos de este país. El lugar donde se sienten más cómodos, más protegidos, a salvo de las dudas, las incertidumbres, el vacío existencial y la propia insignificancia. En la trinchera no hay que pensar. Basta con detestar todo aquello que alimenta a los ciudadanos situados en la trinchera de enfrente.
En los años más aburridos de nuestra biografía, pocos pero ansiados, cuando la democracia se parecía más a un prado con vacas pastando que a un trifulca a navajazos en un bar de carretera, los ciudadanos, cuando tenían que depositar una papeleta en las urnas, acostumbraban a hacerlo con la esperanza de que los dirigentes que finalmente salieran elegidos dispusieran de un mínimo de capacidad para garantizarles una estabilidad política, social y económica que les procurara una cantidad suficiente de dinero como para vivir en un higiénica y decente mediocridad. Una mediocridad que les proporcionara un techo donde cobijarse, una escuela donde aprender a multiplicar lo que terminará siendo dividido, un centro de salud que les atendiera con la prontitud necesaria para librarlos de la caridad, unos cuantos partidos de fútbol que comentar en la barra del bar y la posibilidad de ilusionarse con unos cuántos días de vacaciones en alguna capital ultramarina, en alguna urbanización de la arrasada costa mediterránea o en la ladera de una montaña despoblada, frondosa y benévola.
El ideal, entonces, consistía en ser ni absolutamente pobre ni absolutamente rico, sino disponer de un estipendio, estar en una nómina indestructible, tener electricidad, agua corriente, un tresillo frente a un formidable televisor y una cartilla de ahorros más o menos saneada que les permitiera acudir al centro comercial los sábados por la tarde, además de un coche con el que pasear a la familia por las carreteras patrias.
La identidad, entonces, ahora y siempre, la proporciona el dinero y el modo de gastarlo es lo que conforma la ideología, tanto la de un contribuyente como la de una formación política.
En este tiempo de odios muy poco disimulados en las redes sociales, de rencores mortecinos, pero latentes, de rescates de guerras antiguas que al parecer los españoles somos incapaces de superar y de grandes medios de comunicación deformando la realidad más que los espejos deformantes del Callejón del Gato, cada vez hay más ciudadanos que votan como si estuvieran disparando contra la trinchera de enfrente. La consigna es que no quede nadie vivo, exterminar al enemigo, puesto que el otro, el de la trinchera de enfrente, no es un adversario sino un enemigo. En esto los españoles tenemos un pasado que no solo nos ha proporcionado grandiosas epopeyas sangrientas sino que también nos distingue de otros países en nuestra histórica incapacidad para construir una democracia menos guerra civilista, más razonable, preferentemente aburrida; dado que el aburrimiento, en definitiva, es la constatación de la ausencia de toda desgracia...
La trinchera es el lugar donde habitan muchos ciudadanos de este país. El lugar donde se sienten más cómodos, más protegidos, a salvo de las dudas, las incertidumbres, el vacío existencial y la propia insignificancia. En la trinchera no hay que pensar. Basta con detestar todo aquello que alimenta a los ciudadanos situados en la trinchera de enfrente.
En los años más aburridos de nuestra biografía, pocos pero ansiados, cuando la democracia se parecía más a un prado con vacas pastando que a un trifulca a navajazos en un bar de carretera, los ciudadanos, cuando tenían que depositar una papeleta en las urnas, acostumbraban a hacerlo con la esperanza de que los dirigentes que finalmente salieran elegidos dispusieran de un mínimo de capacidad para garantizarles una estabilidad política, social y económica que les procurara una cantidad suficiente de dinero como para vivir en un higiénica y decente mediocridad. Una mediocridad que les proporcionara un techo donde cobijarse, una escuela donde aprender a multiplicar lo que terminará siendo dividido, un centro de salud que les atendiera con la prontitud necesaria para librarlos de la caridad, unos cuantos partidos de fútbol que comentar en la barra del bar y la posibilidad de ilusionarse con unos cuántos días de vacaciones en alguna capital ultramarina, en alguna urbanización de la arrasada costa mediterránea o en la ladera de una montaña despoblada, frondosa y benévola.