Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Las dos utopías
La modernidad occidental ha estado marcada desde hace ya siglos por la competencia entre dos utopías rivales, escribe Pierre Rosanvallon. La una es la utopía de la sacralización de la voluntad humana, la otra el deseo apremiante de regulaciones impersonales; ambas compiten entre sí porque la función de la utopía es siempre crítica, y ambas limitan nuestro mundo mental y nuestras posibilidades. Podrían caracterizarse como la utopía liberal y la utopía democrática.
El pensamiento político liberal sueña con una sociedad que esté regulada por normas generales, abstractas, impersonales y anónimas. Es decir, un mundo en que mande la ley (rule of law) y no manden las personas. El fin perseguido es el de proteger a éstas de los excesos de los príncipes (las bestias sin bridas como las llamaba Montesquieu) y para ello sujetar al poder a normas anónimas, puros mecanismos de imparcialidad y contención. El liberalismo no cree que sea posible corregir las pasiones del ser humano, las ve como algo irreformable; tampoco cree que sea prudente intentar corregirlas o esperar un cambio en el modelo antropológico de ser humano; lo que sí cree es que es posible limitar sus efectos dañinos para la convivencia, y que esa limitación adviene mediante mecanismos o instrumentos. Entre ellos descuellan los mecanismos de decisión anónimos del tipo de un Estado de Derecho auténtico.
Pero no sólo en lo político se presenta la preferencia por la anonimidad del mecanismo, también en la economía: la atracción liberal por el mercado como método de asignación de los recursos obedece, precisamente, a la similitud que observa entre la ley imparcial de lo político con el carácter espontáneo y automático de la mano invisible. En un mercado bien regulado (que se reconoce como objetivo muy difícil) las decisiones no las adopta nadie sino una especie de algoritmo nutrido por la información universal de las conductas individuales. Todos deciden para que nadie decida.
El pensamiento político demócrata sueña con una sociedad de seres humanos autogobernados por su propia voluntad, una voluntad que es en sí misma buena si es educada y orientada por el ideal del bien común. Los límites a la voluntad nacen, precisamente, de las imperfecciones históricas de esa voluntad. En el extremo, unos seres humanos absolutamente liberados de sus pasiones negativas no tendrían necesidad de gobierno, como hipotizó Marx. Y esa liberación es posible de conseguir mediante la práctica socioinstitucional dirigida desde arriba. El demócrata es tan optimista en cuanto a la substancia humana cuanto el liberal lo es sólo en lo que se refiere a los mecanismos.
El mayor problema del demócrata lo es cuando se trata de pasar de la voluntad individual de las personas (tangible y real) a la voluntad del colectivo social (que es metafórica e inencontrable en lugar alguno) siendo ésta última la que debe regir los destinos de la polis. Ningún método de agregación de voluntades garantiza que el colectivo pueda poseer una voluntad, hablando de manera ontológica y no metafórica. Por eso el demócrata busca atajos para reconstruir la voluntad sagrada del pueblo, sea encontrando en un grupo reducido de personas el carácter de guías infalibles hacia la consumación futura del autorreconocimiento del pueblo como pueblo, sea atribuyendo a la voluntad de la mayoría de individuos el valor de voluntad de todos.
El liberal es el pensamiento ilustrado por excelencia; el demócrata es el pensamiento propio del Romanticismo. Dos fases sucesivas del pensamiento y el sentimiento europeos que nunca han podido excluirse o cancelarse mutuamente de manera total, sino que se han visto obligadas a convivir, mezclarse o superponerse en dosis variables y con sujeción a la contingencia histórica. La Segunda Guerra mundial marcó el triunfo momentáneo de la concepción de las reglas sobre el éxtasis de la voluntad, pero los años setenta contemplaron el resurgir de los anhelos voluntaristas, más matizados y educados que en la época de preguerra, pero anhelantes de nuevo de un ilusión: la de que el hombre se rigiera a sí mismo sin límite alguno ajeno a su deseo. Y en la pelea seguimos.
La modernidad occidental ha estado marcada desde hace ya siglos por la competencia entre dos utopías rivales, escribe Pierre Rosanvallon. La una es la utopía de la sacralización de la voluntad humana, la otra el deseo apremiante de regulaciones impersonales; ambas compiten entre sí porque la función de la utopía es siempre crítica, y ambas limitan nuestro mundo mental y nuestras posibilidades. Podrían caracterizarse como la utopía liberal y la utopía democrática.
El pensamiento político liberal sueña con una sociedad que esté regulada por normas generales, abstractas, impersonales y anónimas. Es decir, un mundo en que mande la ley (rule of law) y no manden las personas. El fin perseguido es el de proteger a éstas de los excesos de los príncipes (las bestias sin bridas como las llamaba Montesquieu) y para ello sujetar al poder a normas anónimas, puros mecanismos de imparcialidad y contención. El liberalismo no cree que sea posible corregir las pasiones del ser humano, las ve como algo irreformable; tampoco cree que sea prudente intentar corregirlas o esperar un cambio en el modelo antropológico de ser humano; lo que sí cree es que es posible limitar sus efectos dañinos para la convivencia, y que esa limitación adviene mediante mecanismos o instrumentos. Entre ellos descuellan los mecanismos de decisión anónimos del tipo de un Estado de Derecho auténtico.