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La vida en juego

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A partir del año 2000 en algunos ámbitos científicos y ecologistas se empieza a usar el término de Antropoceno para denominar la era geológica que vivimos. El nombre venía dado por reconocer lo determinante del impacto de las actividades humanas sobre los ecosistemas terrestres en los últimos dos siglos. Impacto que, estamos comprobando, es negativo en la práctica totalidad de ámbitos en que queramos medirlo. Resultado de ello la crisis ambiental, climática o como queramos denominarla, pero crisis de unas dimensiones que incluso llega a poner en cuestión el futuro de la vida en el planeta. Y crisis que además entra en relación directa con otras en ámbitos tales como el político, social, valores y los mismos derechos humanos, hasta tal punto que podemos hablar abiertamente, centrándonos en el presente, de crisis civilizatoria. 

Pero, una revisión más profunda sobre las responsabilidades de esos impactos sobre el planeta, sobre los ecosistemas, sobre la vida, nos llevarían a discutir la exactitud del término Antropoceno. El uso de este da entender que, siendo las actividades humanas las que definen los impactos, son la totalidad de las personas quienes los provocan. No negamos que todas las personas tenemos un parte de esa responsabilidad. Pero nos parece engañoso ya que visto así la mencionada responsabilidad se reparte, en gran medida, a partes iguales entre todos los seres humanos. 

Sin embargo, sostenemos que los impactos negativos de las actividades humanas sobre la tierra vienen dados, en primera instancia, por responder a los intereses de las élites económicas y políticas. Luego la responsabilidad máxima radica en éstas. Son ellas las que definen el sistema de relaciones y modos de producción, son las que se inclinan por extractivismos sin control que destruyen la naturaleza en aras del beneficio económico, son las que dan permanente cobertura a las actuaciones de las trasnacionales para que maximicen sus beneficios, son las que condicionan las decisiones políticas que pudieran atajar la situación. Son, en definitiva, quienes imponen un sistema que nos lleva a la crisis climática, a la crisis de derechos y a la crisis civilizatoria. 

De hecho, la defensa a ultranza de esos intereses es la razón primera por la que no se afrontan verdaderas medidas que enderecen un caminar torcido que nos lleva al desastre. Cierto es que se plantean continuas campañas y llamados a la responsabilidad colectiva y cierto es que la sociedad, en gran medida, responde a las mismas desde la creciente concienciación de que todos y todas debemos poner el granito de arena en esta lucha desigual. Cierto es que muchos de esos llamados se nos lanzan desde los escenarios locales e internacionales más importantes tratando con ello de plantear una visión local y global en la necesidad de intervenir. Pero, cierto es también que día a día comprobamos que no se toman las medidas realmente importantes, aquellas que en verdad pueden paliar la crisis; comprobamos así que los llamados de las grandes conferencias internacionales se quedan, en la mayoría de las ocasiones, en llamados y la realidad es que la crisis se agudiza. 

Y lo repetimos, todo ello tiene que ver con el hecho de que las élites económicas y políticas están cómodas en este sistema y, salvo pequeños retoques verdes, no están dispuestas a su transformación, pues esto supondría la pérdida de sus privilegios. Prácticamente nadie hoy cuestiona el hecho de que es el sistema dominante, el capitalismo desaforado, que solo piensa en la búsqueda del máximo de beneficios al precio que sea, lo que incluye al precio de destruir la naturaleza, el responsable de la crisis climática que ya vivimos. 

Una sequía brutal o deforestaciones inmensas como las que ya se producen, pueden traer consigo disminuciones evidentes en la producción de alimentos

Pero, además de los intereses materiales, influyen en esa pasividad elitistas convencimientos de que no serán nunca alcanzados por las consecuencias negativas; ideas interiorizadas por quienes siempre estuvieron en la cúspide de la pirámide social. Esas élites están convencidas de que los llamados desastres naturales, que no serán nada naturales pues vienen causados por ese impacto de las actividades humanas, no les afectarán ni a ellos ni a sus inmediatas generaciones. Saben, o creen saber, que una sequía brutal o deforestaciones inmensas como las que ya se producen, pueden traer consigo, por ejemplo, disminuciones evidentes en la producción de alimentos, con las consiguientes hambrunas; pero saben que sus mesas seguirán repletas de todo aquello que quieran. Saben que la subida del nivel de los océanos traerá consigo la desaparición de costas e islas, afectando a millones de personas pobres, pero saben que tendrán otras costas e islas para sus días de descanso. Saben que las privatizaciones de servicios sociales esenciales como la salud o la educación, entregado todo ello a buen precio al sector privado (empresas, fondos de inversión…), solo afecta a los sectores populares que ven limitadas sus posibilidades de acceder a estos. Saben que en la medida en que determinadas materias primas escaseen su precio, y el de sus productos derivados, se dispararán convirtiéndose en inalcanzables para millones de personas, pero saben también que ellas tendrán la riqueza suficiente para conseguirlas fácilmente si así lo quisieran. 

Por lo tanto, en la no adopción de medidas reales que enfrenten la crisis climática y derivadas tales como la destrucción de la naturaleza o la crisis de derechos humanos, inciden mecanismos ideológicos, como sostener el sistema, y psicológicos, como el convencimiento de sentirse a salvo de las posibles consecuencias. Esto es lo que lleva a las élites políticas y económicas a su modus operandi: llamamientos a la responsabilidad colectiva de las sociedades, a la asunción teórica de responsabilidades por parte de todos y todas, mientras mantienen la demora en la urgente toma de decisiones que, saben, cuestiona su sistema de privilegios. 

El problema es que, tal y como plantea la práctica totalidad de la comunidad científica y como la mayoría intuimos, el tiempo se agota. La época de la posible irreversibilidad de las crisis no será dentro de 20 o 30 años; es ya mismo. Lo estamos sintiendo ahora y sabemos que las generaciones que nos siguen lo sufrirán. Sabemos que la Vida, la Tierra y los Derechos están en juego. Por lo tanto, deberíamos aumentar la presión sobre esas élites para volver a conseguir que esta era geológica sea nuevamente de la naturaleza y de los seres humanos, consiguiendo que los impactos de estos últimos, de los hombres y mujeres sobre este planeta, sean positivos para afrontar un futuro tan inmediato que ya se hizo presente.  

A partir del año 2000 en algunos ámbitos científicos y ecologistas se empieza a usar el término de Antropoceno para denominar la era geológica que vivimos. El nombre venía dado por reconocer lo determinante del impacto de las actividades humanas sobre los ecosistemas terrestres en los últimos dos siglos. Impacto que, estamos comprobando, es negativo en la práctica totalidad de ámbitos en que queramos medirlo. Resultado de ello la crisis ambiental, climática o como queramos denominarla, pero crisis de unas dimensiones que incluso llega a poner en cuestión el futuro de la vida en el planeta. Y crisis que además entra en relación directa con otras en ámbitos tales como el político, social, valores y los mismos derechos humanos, hasta tal punto que podemos hablar abiertamente, centrándonos en el presente, de crisis civilizatoria. 

Pero, una revisión más profunda sobre las responsabilidades de esos impactos sobre el planeta, sobre los ecosistemas, sobre la vida, nos llevarían a discutir la exactitud del término Antropoceno. El uso de este da entender que, siendo las actividades humanas las que definen los impactos, son la totalidad de las personas quienes los provocan. No negamos que todas las personas tenemos un parte de esa responsabilidad. Pero nos parece engañoso ya que visto así la mencionada responsabilidad se reparte, en gran medida, a partes iguales entre todos los seres humanos.