Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Votocracia
“No tenemos un plan A, B o C, sólo tenemos un plan que es votar”. Así se expresaba el pasado 13 de agosto de 2014 el President de la Generalitat Artur Mas.
“Queremos votar”, recogía EFE en su despacho del martes 30 de septiembre en el que daba cuenta de la reacción de los secesionistas catalanes a la resolución suspensiva del Tribunal Constitucional.
“Existe un consenso generalizado en Cataluña para votar. Será una imagen imborrable impedir un hecho tan democrático…” así se expresaba el ciudadano Matías Alpuente desde Barcelona en su carta al director publicada el pasado domingo 5 de octubre en el diario El País.
Estas tres noticias u opiniones reflejan perfectamente el grado de identificación que las fuerzas secesionistas pretenden establecer entre el acto de votar y la democracia y lo que es más grave su pretensión de reducir, en el contexto de la deriva separatista en Cataluña y la convocatoria de la consulta del 9N, la democracia al acto de votar.
En el caso del Sr. Alpuente desconozco si es soberanista o no, pero en todo caso su identificación reduccionista entre acto de votar y democracia manifiesta una opinión que de hecho en estos momentos trasciende incluso el espacio social del soberanismo catalán para impregnar amplias capas de la sociedad española.
A medida que el proceso impulsado por los separatistas catalanes avanza, bien hacia el precipicio de la frustración de amplios sectores de la sociedad catalana bien hacia el abismo de la aparición de la violencia física en las calles de Cataluña, está empezando a surgir entre los demócratas españoles el convencimiento de que en este descabellado via crucis la apelación a la legalidad democrática como argumento de autoridad incontestable no es suficiente y que es necesario además persuadir y convencer.
Pero no se persuade y convence con buenas palabras sino con argumentos. Y en ese camino se inscribe la presente reflexión que pretende desmontar algunas de las falacias que, desde la ignorancia simplista o el ventajismo político, se vienen repitiendo por parte de muchos soberanistas como mantras sagrados que, dado su supuesto carácter de axiomas democráticos, son asumidos sin necesidad de demostración, repetidos hasta el hastío y utilizados como arma arrojadiza contra el conciudadano discrepante convertido ahora ya en enemigo.
Una de estas falacias es la identificación y reducción de la democracia al acto de votar. Pero reducir la democracia al acto de votar es transformar la democracia en votocracia. Veamos.
Por supuesto que sin voto en libertad no hay democracia. En este sentido, votar es una condición necesaria de la democracia pero no es condición suficiente. En efecto, se puede votar sin que exista democracia y de hecho hasta en los regímenes más totalitarios se vota. Así ocurría en la extinta Unión Soviética donde por ejemplo se votaba, con sufragio universal pero en ausencia de libertades públicas, al Sóviet de los Diputados del Pueblo o cámara baja del Sóviet Supremo y así ocurre en la Cuba castrista donde se votaba y se sigue votando, también con sufragio universal y sin libertades públicas, por ejemplo a la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba cuya última elección fue el 3 de febrero de 2013.
Sin ir tan lejos, entre nosotros, en la España franquista se votaba, sin sufragio universal -ya que solo votaban los cabezas de familia- ni libertades públicas, en elecciones a procuradores en Cortes por el tercio familiar y en elecciones municipales para elegir concejales del mismo tercio y, con sufragio universal y sin libertades públicas, en sendos referendos celebrados en 1947 y 1966, cada vez que el dictador consideró que su régimen político necesitaba de un mínimo de legitimidad para continuar con sus tropelías totalitarias.
Por lo tanto, como hemos visto, votar no es garantía de democracia y desde esta perspectiva carece de sentido cualquier identificación mecánica entre voto y democracia o la reducción de la democracia al acto de votar. Como ya hemos expuesto, esto no es democracia es votocracia.
Porque la democracia es ante todo procedimiento, un conjunto de reglas, que hay que respetar de manera escrupulosa. Todos los teóricos de la democracia señalan como sustanciales las siguientes características de la democracia moderna:
- el voto en libertad
- el sufragio universal, directo y secreto para la elección de representantes institucionales
- una efectiva división de poderes
- la aceptación del pluralismo político a través de la pluralidad de partidos
- el respeto a la ley, es decir a las reglas del juego, como garantía de democracia por lo que no cabe contraponer democracia a legalidad
- la existencia de seguridad jurídica como expresión del respeto a la ley y a la subsiguiente garantía de democracia
- la modificación de la legalidad democrática, es decir de las reglas del juego, respetando los procedimientos establecidos para ello
- la posibilidad de que las minorías se puedan convertir en mayorías, lo que implica que en democracia los procesos políticos tienen que ser reversibles
El voto por lo tanto no es sino uno de los componentes de la democracia, y su mero ejercicio, como hemos puesto de manifiesto más arriba, no es garantía de democracia si no se dan el resto de condiciones que permiten caracterizar un régimen como democrático.
Además, la democracia es votar cuando corresponde, por quién corresponde y sobre temas en los que tenemos competencia para ello. Y en nuestro caso, la competencia para ello se determina en la ley fundacional de nuestra convivencia democrática: la Constitución de 1978.
Ni tan siquiera es preciso acudir a la historia de más de cinco siglos de convivencia del conjunto de los españoles en una construcción estatal común para constatar quién es el sujeto titular de la soberanía nacional, porque ya sabemos que los soberanistas son capaces de negar hasta las cosas más obvias y también lo imaginativos que pueden llegar a ser a la hora de reinventar la historia en beneficio de visiones míticas alejadas de cualquier evidencia. Basta con apelar al renovado pacto democrático de convivencia y de reafirmación de la ciudadanía española en su conjunto como sujeto titular de la soberanía nacional que supuso la aprobación de la Constitución de 1978.
Y esto es así mal que les pese a los separatistas vascos y catalanes. La Constitución de 1978 fue aprobada por abrumadora mayoría en el conjunto de España (87,87% de voto favorable con una participación del 67,11%) y por si hubiese alguna duda en todas y cada una de las nacionalidades y regiones que la componen, incluidas Cataluña donde la mayoría fue más abrumadora todavía (90,46% de voto favorable con una participación del 67,91%) y el País Vasco donde la mayoría fue más que holgada (69,12% de voto favorable con una participación del 44,65%).
Por lo tanto los nacionalistas catalanes carecen de cualquier tipo de excusa jurídica o histórica -por más que escriban y reescriban el significado de 1714 que por mucho que lo pretendan no pueden desvincular del contexto de la guerra de sucesión, una guerra civil dinástica española que tuvo lugar desde 1701 y en el que los catalanes se dividieron entre austracistas y borbonistas al igual que el resto de los españoles- para negar la evidencia de que la titularidad de la soberanía nacional reside en el conjunto de la ciudadanía española. Carecen asimismo los nacionalistas de cualquier legitimidad para reivindicar un ejercicio unilateral de soberanía en el ámbito territorial por ellos decidido en este momento, a partir de un censo ahormado a sus apetencias y con una pregunta tramposa para cuya formulación carecen de competencia.
Si alguien, desde el buenismo angelical, piensa que con la independencia de la actual Cataluña se acabarían los conflictos territoriales planteados ad nauseam por los secesionistas catalanes se equivoca de plano. No hay más que analizar con atención el irredentismo territorial contenido en la reivindicación del pancatalanismo independentista que persigue la constitución de un estado soberano con todos los territorios de los denominados Països Catalans –la Cataluña actual, las Islas Baleares, la Comunidad Valenciana, el Rosellón y la Cerdaña francesas, Andorra, la Franja Oriental aragonesa, el Carche murciano y algunos otros pastos ibéricos, ultramontanos y ultramarinos- para darse cuenta de hasta que punto se halla en un error. Es decir, aunque los independentistas catalanes, al igual que los vascos, consiguiesen hacer realidad sus objetivos inmediatos de estatalidad –independencia de las actuales Comunidades Autónomas de Cataluña y País Vasco- continuarían originando graves problemas territoriales y dolorosos quebraderos de cabeza identitarios a una Europa que parece incapaz de recordar la tragedia a la que se vio arrastrada por los nacionalismos étnicos entre 1914 y 1945.
A tenor de los datos aportados, tampoco los nacionalistas vascos tienen excusas para impugnar el hecho incontestable de que la soberanía nacional reside en el conjunto de la ciudadanía española. Activos militantes de la deslealtad institucional y de la manipulación histórica, los nacionalistas vascos llevan años afirmando que la ciudadanía vasca no apoyó la Constitución de 1978 y los más fogosos de entre ellos en su delirio político se atreven a decir que “el pueblo vasco rechazó la Constitución”, afirmación falsa donde las haya pero que a fuerza de ser repetida parece que ha calado en algunos sectores de la sociedad vasca poco amantes del pensamiento crítico y muy proclives a aceptar como verdad revelada cualquier afirmación, por descabellada que sea, que provenga de la tribu. Pero esto es otra cuestión que merece una reflexión aparte y más extensa en otro momento.
Votar por lo tanto sobre temas en los que carecemos de competencia o por quienes no tienen la competencia para ello no solo no es democrático sino que puede llegar a ser profundamente antidemocrático si lo que se pretende, como por ejemplo es el caso actualmente en Cataluña, es decidir despojarle a tu vecino de la ciudadanía a la que tiene derecho y a la que nadie unilateralmente y de forma ilegal le puede obligar a renunciar.
Esta manera de proceder es además un acto de irresponsabilidad y defender lo contrario es conducir a la ciudadanía a un callejón sin salida que históricamente ha desembocado en frustración social o en violencia política. Este tema crucial parece que no termina de comprenderse o pretende tergiversarse por quienes propugnan el inexistente y eufemístico derecho a decidir, que representa la formulación tramposa del también inexistente, en los Estados democráticos, derecho de autodeterminación, que ya fue sometido a votación y rechazado en la Constitución de 1978 y que ni tan siquiera fue apoyado por los nacionalistas catalanes o vascos (es pertinente recordar al respecto la displicencia con que el Sr. Arzalluz despacho la no incorporación del reclamado derecho de autodeterminación al texto constitucional calificándolo de virguería marxista).
Decidir por tanto unilateralmente que la población de una determinada circunscripción territorial de una parte de España es soberana para votar la secesión de ese territorio es arrogarse de manera ilegítima una competencia con repercusiones graves e irreversibles sobre el conjunto de la población de ese territorio y del resto del país, usurpándole al mismo tiempo al auténtico soberano, el conjunto de la población española, la capacidad de decidir cómo debe organizar tanto su futuro como el ejercicio de sus libertades, derechos y obligaciones.
Acordar además que la población de una parte del territorio se constituye en soberana desbordando la legalidad vigente por la vía de los hechos en base a un pretendido pero inexistente derecho a decidir es una forma de “Gerrymandering”, término que en ciencia política se refiere a la manipulación de las circunscripciones electorales de un territorio, uniéndolas, dividiéndolas o asociándolas, con objeto de mejorar o empeorar los resultados electorales de un determinado partido político o grupo étnico, lingüístico, religioso o de clase. La utilización de tales manejos se convierte, por tanto, en una técnica destinada a quebrar la imparcialidad de un sistema electoral determinado.
En el caso de los procesos separatistas que se vienen desarrollando desde hace algunos años en España estamos pues ante una forma especial de Gerrymandering, es decir ante una gigantesca manipulación política por la que el territorio nacional, que constituye por derecho democrático aprobado en la Constitución de 1978 la circunscripción única en la es ejercitable la soberanía, se divide unilateralmente en porciones en las que un soberano usurpador impone al soberano legítimo unas nuevas condiciones para el ejercicio de la soberanía, violentando la legalidad democrática a través del ejercicio del voto por parte del nuevo soberano en un acto de votocracia no democrática.
De llevarse a cabo tales despropósitos nos encontraríamos ante una nueva forma de desbordar la legalidad democrática, a la que cabría denominar como golpe de mano votocrático, que se sumaría a las tres formas clásicas, bien conocidas entre nosotros, de interrupción violenta de dicha legalidad: espadón (forma preferida del nacionalismo español), revuelta (forma acendrada en la tradición separatista catalana) e insurrección (forma recurrentemente anhelada por el integrismo vasco).
Concluyendo, ante el desafío soberanista de los separatistas catalanes al Estado no le cabe otra alternativa que utilizar todos los medios legales a su alcance para impedir que se violente el orden constitucional por la fuerza en este caso de unos votos que nada tienen de legítimos ni de democráticos. Estamos ante un caso de manipulación política, un caso de votocracia que no de democracia, que en otros tiempos hubiese merecido una calificación políticamente menos correcta.
A los separatistas catalanes no les asiste ningún título democrático que les permita quebrar la legalidad democrática vigente en España desde 1978. Si los nacionalistas catalanes ya no se sienten parte integrante de este Estado y quieren marcharse tendrán que convencernos de que la opción que preconizan es la mejor solución para todos: para los catalanes separatistas, para los catalanes que quieren seguir formando parte de España y para el resto de los españoles. Y tendrán que proponernos a todos los españoles, desde el respeto a la legalidad vigente, las reformas legales que permitan hacer realidad sus anhelos. De la misma manera, los partidos nacionales y los partidos catalanes no separatistas, deberían comenzar en serio y más pronto que tarde una campaña de explicación pedagógica en Cataluña y en toda España del por qué, para qué y cómo seguir juntos todos los españoles en un proyecto solidario, respetuoso de la pluralidad lingüística y cultural tanto a nivel nacional como en cada nacionalidad o región, un proyecto que modernice y actualice los vínculos territoriales y que profundice en los derechos y libertades sancionados por todos los españoles hace 36 años. Si eso requiere de una reforma constitucional, hagámosla. Y comencemos cuanto antes.
“No tenemos un plan A, B o C, sólo tenemos un plan que es votar”. Así se expresaba el pasado 13 de agosto de 2014 el President de la Generalitat Artur Mas.
“Queremos votar”, recogía EFE en su despacho del martes 30 de septiembre en el que daba cuenta de la reacción de los secesionistas catalanes a la resolución suspensiva del Tribunal Constitucional.