Octavio Augusto (63 a. C.-14 d. C.) nunca estuvo en la Lusitania romana, pero su recuerdo se hace omnipresente en estos días en Mérida, la vieja Augusta Emérita, la ciudad extremeña que fue fundada a impulso de la paz que el emperador soñó sólida y dilatada tras dominar a los últimos pueblos levantiscos de la península ibérica.
Mérida surgió en el 25 a. C. como “un destello”, como un “triunfo eclatante”, en palabras de la catedrática de Arqueología de la Universidad de Sevilla Pilar León-Castro Alonso, en medio de otras ciudades romanas como Olissipo, Metellium o la propia Norba, que cederían protagonismo ante el impulso de la que llegó a ser pujante capital lusitana.
El arqueólogo Walter Trillmich, ex director del Instituto Arqueológico Alemán de Berlín, dice que Augusta Emérita nunca pretendió ser un monumento a la Victoria, al modo de la lejana Nicópolis, fundada por Octavio Augusto para recordar el triunfo de Accio sobre Marco Antonio. Mérida fue por el contrario un brindis a la pacificación, una copa elevada en una tierra virgen en la que ofrecer cobijo y un buen futuro a los veteranos de las guerras contra cántabros y astures.
La ciudad no fue concebida como una urbe más de diseño mil veces repetido sino, sobre todo, como una construcción que debía dar cuerpo a los derechos laborales de aquellos que durante lustros habían luchado por Roma. Para Walter Trillmich la colonia Emérita fue pensada por su fundador como la viva expresión de la propiedad “ganada por los propios méritos” y el esfuerzo personal. Era “el hogar bien merecido” de los que dieron su juventud por el emperador.
De todas estas cosas se ha hablado el pasado fin de semana en el Seminario Internacional 'Augusto en Hispania' que se ha celebrado en el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida (MNAR) con participación de especialistas españoles, alemanes y franceses y con asistencia de casi un centenar de personas.
2.000 años
Este encuentro es probablemente el acontecimiento más importante en los actos convocados en la capital extremeña para conmemorar el Bimilenario de la muerte de Octavio Augusto. El otro es la exposición 'Augusto y Emérita' que puede verse en el MNAR hasta el próximo mes de enero, en la que ocupa un lugar de privilegio la cabeza velada del emperador que fue encontrada en su día en el peristilo del Teatro Romano.
Octavio Augusto nunca estuvo en Augusta Emérita, pero su figura se hizo omnipresente en esta ciudad a través de la formidable maquinaria de propaganda en que se tornaba la continua representación de la figura del emperador en los espacios públicos urbanos o en un elemento de tan extendido manejo y amplia difusión como la moneda.
Se conocen más de doscientas esculturas de Octavio y en el mismo territorio hispano se erigieron templos en su recuerdo. Su deificación elevó su figura hasta casi hacer olvidar su humana condición. Todos los miembros de la familia que creó con su esposa Livia, con la que estuvo casado cincuenta años, alcanzaron la gloria de ver cincelados sus perfiles en materiales nobles.
Ser tratado como un dios debió acabar de convencer a Octavio de que la posteridad se encargaría de hacer de él un personaje intocable. Pero a mí me gusta pensar que si ahora levantasen su imperial cabeza en medio de la monocromía de los mármoles y la ruina de los capiteles, el emperador estaría dispuesto a cambiar todos los pedruscos que llevan su nombre por la posibilidad de volver a ser mirado de tú a tú por los ojos de quienes dos mil años después, en el seminario 'Augusto en Hispania', han mostrado su interés por entender las decisiones de gobierno de un hombre que un día tuvo todo el poder en sus manos.