Los pueblos a veces, se equivocan en sus juicios y los jueces también fallan, de cuando en cuando, sobre todo cuando se enfrentan a algo tan peligroso como la honestidad o a gente que piensa demasiado. Pensar mucho trae problemas. Le pasó al pobre Sócrates; le pasó siglos después al pobre Dostoievski cuando escribía a su hermano “creo que me voy a volver loco, pienso demasiado”. Pensar trae complicaciones.
Al viejo Sócrates, el filósofo peripatético que jamás escribió una línea y que ha marcado la historia de la cultura occidental, le levantan un falso desde el rencor y la mediocridad. Y ese juicio que comienza como una farsa termina como un drama, con tragos de cicuta que van paralizando las piernas de un sobrio y siempre imponente José María Pou hasta que el veneno le llega al corazón, y muere, claro.
El propio director del drama, Mario Gas en compañía de Alberto Iglesias da forma a la historia del filósofo griego, al hombre sabio que no sabía casi nada, y que muere condenada por no venerar a los dioses de Atenas y corromper a los jóvenes, según sus verdugos (excelente Pep Molina) o, simplemente por querer seguir su propia verdad, según su amigo, entrañable Carles Canut.
Mario Gas plantea el drama como un homenaje actual a la lucha del pueblo griego frente a otros acusadores y la escenografía de Paco Azorín se suma a ello con una plaza azulada, como la bandera helena, con un foro redondo e íntimo.
Todo es sobrio es este montaje de Sócrates, tan sobrio que choca el desuso del gran escenario romano y tanta desnudez escénica a veces podría confundirse con una austeridad cercana al low cost.
Amparo Pamplona, Pep Molina, Borja espinosa, Ramón Pujol y Guillem Motos completan el reparto de buenos actores en una función densa en ocasiones y evocadora de la lucha de un hombre honesto en busca de la verdad, a pesar de todo.