¿Qué debemos hacer con los deberes?

Víctor Bermúdez

Junto a la polémica en torno a la LOMCE y las reválidas rebrota el debate en torno a los deberes escolares. Hasta el punto de que varias comunidades andan elaborando y publicando instrucciones para orientar a los centros educativos en relación a este asunto. Más allá de cuestiones menores, como la de quién debe orientar a quien (si la administración, los centros o la comunidad escolar), el problema fundamental consiste en decidir qué se debe hacer, en general, con los deberes.

El debate sobre los deberes no debe desligarse de la controversia, más amplia, entre la “nueva” y la “vieja” pedagogía (controversia que, además, suele formar parte de la dicotomía progresismo/conservadurismo, lo que añade cierta inquina ideológica al debate). Digamos, grosso modo, que los que defienden los deberes dan por buena (o por inevitable) la pedagogía tradicional, de la que los deberes no son sino una parte necesaria. Del otro lado, los que rechazan los deberes conforman dos grupos: los que los rechazan (aunque casi nunca del todo) pero aceptan, en general, el modo de enseñanza escolar (para estos los deberes son una extralimitación de las tareas escolares, que habría, simplemente, que corregir), y los que rechazan tajantemente los deberes a la vez y por lo mismo que rechazan, en conjunto, la totalidad del enfoque pedagógico tradicional. Veamos los argumentos principales de unos y de otros.

Entre los que defienden los deberes se repiten principalmente estos argumentos: (1) los deberes mejoran el rendimiento escolar, en tanto refuerzan y amplían lo que se aprende en la escuela; (2) los deberes imprimen hábitos y valores positivos en los niños: orden, disciplina, estimación del esfuerzo, autonomía, responsabilidad, reflexión crítica, etc.; y (3) los deberes obligan a los padres a implicarse en el proceso educativo de sus hijos. Lo mejor de todos estos argumentos es que son consecuentes con todo lo que supone el modo de enseñanza tradicional (si uno cree que la educación consiste en aprender a superar exámenes y a conducirse con disciplina – en cultivar la excelencia y el esfuerzo – , sin duda que lo mejor es que existan los deberes). Lo peor de ellos es que son falsos o, como poco, no concluyentes. En cuanto al aumento del rendimiento está más que demostrado que los deberes no sirven de nada en primaria y de muy poco (y muy ambiguamente) en secundaria. En cuanto a los hábitos y valores asociados a la realización de deberes (y aun suponiendo que sean efectivamente valiosos), esta correlación tampoco está asentada en experimentos ni soporta la más pequeña reflexión. Si obligas constantemente a alguien (no solo en la escuela sino también en casa) a hacer lo que le mandas no lo conviertes en alguien más disciplinado, autónomo, responsable o crítico, sino en un zombi dependiente de órdenes, irresponsable y acrítico. En cuanto al argumento de la implicación de los padres en el proceso educativo parece olvidarse que los padres ya se implican en la educación de sus hijos (cuando juegan o comparten tareas domésticas con ellos, por ejemplo) – a no ser que se piense que la educación se reduce a la instrucción escolar, algo que es, obviamente, falso –.

La posición de los que rechazan los deberes, pero no el modelo educativo vigente, no es fácil de mantener. Si uno cree realmente que educar consiste en adiestrar a los niños en orden a un currículo homogéneo del que tienen que dar cuenta, quieran o no, a través de evaluaciones estandarizadas – tal como supone el modelo vigente –  los deberes son, entonces, imprescindibles. De hecho, los que critican los deberes pero no el resto de la práctica escolar estándar suelen moderar su postura en cuanto comienza el debate. Lo que quieren – dicen al fin – no es eliminar los deberes, sino limitarlos, racionalizarlos, etc. Y sus argumentos para aceptar estos deberes racionalizados no son malos (una vez que se acepta la totalidad del modelo educativo en que se insertan). Proponen, por ejemplo, que se ocupe menos tiempo en realizar esos deberes (se ha demostrado que más tiempo de trabajo no equivale a mejor resultado, y que los países con más horas de deberes suelen ser los peores en rendimiento), que se expliquen y se corrijan oportunamente en clase, que se ajusten al nivel del niño, que sean relevantes y comprometan el interés y la creatividad del alumno, que respondan a estrategias coordinadas entre profesores y que se complementen con actividades en familia. La mayoría de los críticos a los deberes (pero no al modelo pedagógico estándar) aceptaría componendas en base a ideas como las expuestas. La típica queja de que los deberes exigen demasiado tiempo de ocio y suponen un gran estrés para los alumnos se acalla ante la propuesta de racionalización del esfuerzo. La tesis de que los deberes suponen exigir a las familias habilidades de las que carecen y crean situaciones de desigualdad social (unas familias están preparadas o pueden pagar profesores particulares y otras no) se desvanece si los deberes se diseñan cuidadosamente, se explican en clase y se ajustan al nivel del niño. El razonamiento de que los deberes apagan el interés de los estudiantes por la escuela al ser tediosos e irrelevantes para ellos parece desfondarse si proponemos deberes que sean divertidos y creativos, etc.

Finalmente, una postura plenamente consecuente sobre el rechazo a los deberes (racionalizados o no) supone rechazar la mayoría de los principios y prácticas de la pedagogía tradicional. Motivos para ello no faltan. La pedagogía tradicional y sus deberes se funda en creencias erróneas y poca rigurosas acerca de cómo ocurre realmente el aprendizaje en los niños, suponen una actitud de desconfianza irracional hacia los jóvenes (por la que se asume que “si no es por la fuerza no hacen nada”, o que el ocio y la libertad equivalen a desorden y libertinaje), enarbolan valores que nada tienen que ver con aprender y desarrollarse como un ser humano libre y lúcido (competitividad, excelencia académica, obediencia, disciplina...), y se enraízan, en general, en una suerte de moral de la culpa y el sacrificio que es moralmente tóxica, psicológicamente castrante y educativamente estéril.   

Si quieren pruebas de todo lo anterior intenten recordar lo que aprendieron en su vida a través de los deberes, o el estado de ánimo que les procuraba tener que hacerlos o dar cuenta de ellos cada mañana en el aula. Una buena manera de fomentar el abandono escolar es persistir en que los niños asocien la escuela con algo tan tedioso, inútil y contraproducente para el aprendizaje como son los deberes. En pocos años y por el camino que vamos – me temo que tendremos LOMCE (o algo parecido) algún tiempo – la única excelencia que vamos a cultivar es la de lo peor. Con mucho esfuerzo y disciplina, eso sí. ¿Cómo implantar, si no, lo que ni seduce ni convence? Pues como se hacen los deberes: a la fuerza.