En La sociedad del cansancio, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han describe el mundo actual a través de los intereses de un capitalismo salvaje que ha sido capaz de seducir a los seres humanos ofreciendo una supuesta libertad que, sutilmente, traía bajo el brazo una definición de la existencia en base a dos coordenadas: productividad y consumo. De esta forma, el mensaje capitalista ha ido calado tanto que somos nosotros mismos quienes nos autoexplotamos para mejorar nuestra eficiencia y, en estrecha relación, aumentar nuestro consumo de objetos superfluos que se han convertido en necesidades imprescindibles. En esta sociedad del rendimiento, todos y todas, aunque trabajemos en la empresa pública, es más, aunque ni siquiera trabajemos, somos emprendedores o queremos serlo; si no producimos, si no somos eficientes, si no generamos, no somos útiles, y aparecen patologías de nuestra era como la depresión y la ansiedad. La acción devora al pensamiento. Vivimos bajo los lemas anglosajones del Yes we can, Just do it o Impossible is nothing, de los mensajes directos, del fin de los límites, pero ojo, del fin de los límites del trabajo. El marco laboral tradicional estalla por los aires y llega el sueño del capitalismo, la autoexplotación del sujeto que trabaja, un dominio que ya no viene impuesto de fuera; ya no es necesario un jefe que nos exija, somos nosotros mismos quienes, siguiendo esos mensajes, nos exigimos ser capaces de todo, de hacer posible lo imposible. Ahora, víctima y verdugo no se distinguen. En su libertad productiva, el trabajador se ha convertido en su propio jefe, en el más exigente y cruel de todos. La persona autoexplotada se exprime a sí misma sin coacción externa.
¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Cuáles son las herramientas propias de la autoexplotación? La posibilidad de consumir libremente y sin obstáculos, y el triunfo de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación lo han hecho posible. Ahora, abrumados por un bombardeo de estímulos y mensajes cortos, estamos constantemente conectados, en línea y disponibles, lo que tiene dos consecuencias fatales. La primera de ellas es la pérdida de tiempo para uno mismo, para pensar con detenimiento, para frenar la vorágine; estamos en estado de hiperatención, de dependencia y adicción incontrolable hacia toda novedad que se precie, pero es una hiperatención momentánea y superficial que forma parte de la espiral.
La segunda consecuencia es que el trabajo nos acompaña allá donde vayamos, que nos hemos convertido, ante todo, en meros trabajadores-productores. Esta dictadura del trabajo, de la que han hablado, entre otras referencias, Jürgen Habermas o Hannah Arendt, produce una dialéctica de explotación sin explotador externo, pues somos nosotros quienes nos sometemos a la histeria de la eficacia, la velocidad y el rendimiento. Al mismo tiempo, en este torbellino productivo, la figura del trabajador-productor se ensimisma, se vuelve sobre sí y se encierra para superarse, para sobrepasar los límites productivos y, así, sentirse mejor, sentirse realizado.
La consecuencia es terrible, pues tanto en el sector privado como en el público, las relaciones quedan subsumidas a parámetros de cálculo, a cifras. Así, por ejemplo, en sanidad todo se reduce a atender al mayor número de pacientes en el menor tiempo posible, y en educación, a cuantificar al alumnado bajo estándares de aprendizaje. El capitalismo actual ha conseguido más de lo que inicialmente pretendía; somos los trabajadores quienes de forma voluntaria seguimos sus leyes e, incluso, las apuntalamos. Pero, además, ha desarticulado las conexiones humanas, el compromiso y la solidaridad. Absortos en mejorar nuestro rendimiento y en estar permanentemente conectados, olvidamos que no estamos solos, que hay más personas como nosotros, es más, que casi sin darnos cuenta todos y todas somos exactamente iguales, pues el sistema no hace otra cosa que igualarnos y eliminar pacíficamente la diversidad.
El avance tecnológico y la totalización laboral se han convertido en una involución en términos sociales y, en esta dinámica, establecer vínculos en los espacios de trabajo que trasciendan la esfera profesional es todo un acto de subversión.
La rebeldía de no estar siempre mirando el reloj, de detenerse en los pasillos de un centro educativo o de conversar detenidamente con los pacientes es, en este marco, una acción contra el sistema; ahora, no hay nada más peligroso que detenerse, contemplar y conversar. Y es en esto donde debemos incidir, oponiendo resistencia a la paulatina atomización de los espacios de trabajo, a la prisa crónica, a la soledad de la rutina, derribando los muros invisibles de la eficiencia y la rentabilidad. Es preciso apelar al mundo de la vida, al descubrimiento del otro, no como un mero sujeto que cohabita con nosotros, sino como una persona que está exhausta y quiere establecer su propio ritmo, en definitiva, que le queda algo aún de aquello que el sistema quiere engullir: la vida y la humanidad.