La noción más divulgada de la democracia es aquella que asocia esta forma de gobierno con la práctica de un procedimiento de participación para elegir a nuestros gobernantes a través de la convocatoria de elecciones y la instauración del derecho a sufragio universal. Desde ahí, el planteamiento de la cuestión que da título a estas líneas para muchos puede resultar un ejercicio de retórica, puesto que quizá resulte evidente que la respuesta a la pregunta es que gobierna el que gana las elecciones.
El gobierno de una ciudad como esta supone –cuando menos- atender a la organización de los servicios públicos que utilizan los vecinos para intentar solucionar aquellos problemas que no pueden arreglar por sí mismos y de los que difícilmente pueden ser responsables a título individual. No creo que mis vecinos sean los culpables de la crisis o del paro, por ejemplo. Por eso, debemos aplicar políticas de empleo. No creo que sean responsables de las desigualdades y por eso deben existir servicios sociales. No creo, tampoco, que mis vecinos pudieran solucionar, de hoy para mañana, cuestiones como el alumbrado público, la recogida de basuras, la conservación de las zonas verdes, el suministro del agua, el acceso a la vivienda, la seguridad ciudadana... o que pudieran construir una red de alcantarillado.
Para eso existen los gobiernos: para atender cuestiones que nos afectan a todos y que no sabemos cómo resolver. El principio básico de la política no es otro que el de la división del trabajo. Otra cosa es su origen, pero de eso ya hablaremos otro día.
Por desgracia la inmensa mayoría de nuestros políticos no está de acuerdo con esta descripción. A muchos no les parece apropiado que sean ellos mismos los que se responsabilicen del ejercicio de las funciones para las que han sido elegidos. Y, en esto, Mérida no es una excepción.
Los principales servicios públicos de nuestra ciudad no están dirigidos por aquellos que los ciudadanos eligieron para gobernar. Los distintos gobiernos que han protagonizado la vida política municipal han defendido siempre la misma fórmula: “para que las cosas funcionen bien las tienen que dirigir otros”. Una tesis fatal para aquellos cuyo cometido debería ser la de gobernar nuestra ciudad y que es precisamente la que sustenta la privatización de los servicios públicos como mecanismo habitual de su gestión.
La idea es simple: si el instrumento para el desarrollo de las decisiones políticas es la administración pública ¿cómo puede gobernarse si el único instrumento significativo está en manos de otros? Muy sencillo. No se puede.
La cesión de la dirección de los servicios públicos a empresas privadas, con contratos que perduran durante décadas, supone que el alcalde y sus delegados municipales, el conjunto de la oposición y los empleados públicos poco pueden hacer más allá de lo que establezca el dichoso contrato que firmó alguna corporación anterior hace cinco, diez o veinte años. Es decir, el alcalde no es alcalde, los delegados se encuentran atados de pies y manos y los empleados públicos terminan trabajando para las empresas concesionarias que dirigen la gestión de estos servicios. Y estos servicios, no lo olvidemos, pertenecen a los ciudadanos.
En definitiva, nos parece lógico pensar que aquellos que gobiernan nuestra ciudad son los que dirigen la recogida de basura, la conservación de las zonas verdes, los autobuses urbanos, la limpieza de los centros públicos, el suministro de agua, de gas, de electricidad, el alcantarillado, etcétera. Y esos no están en el pleno, ni han sido elegidos en ningún proceso electoral. Eso sí: suelen estar bien relacionados: tienen muchos amigos en cada uno de los gobiernos que se eligen.
También somos conscientes de que buena parte de nuestros vecinos apoyan la lógica de la privatización de los servicios públicos. A todos ellos les dirigimos la siguiente pregunta: ¿creen que Aqualia se preocupará por su bienestar cuando no puedan pagar el recibo? Nosotros creemos que no. Lo cierto es que la ciudad de Mérida está gobernada por FCC, Vectalia, Grupo Abeto, Aqualia... empresas que en más de una ocasión se han visto envueltas en episodios más que frecuentes de corrupción, especulación, explotación laboral y demás lindezas, que en poco o nada hacen pensar en que sus dirigentes se afanen mucho en proteger el interés general más que en aquello que atañe al interés propio de llenarse los bolsillos. Los 200.000 extremeños que no tienen lo mínimo para calentar su hogar pueden dar buen testimonio de todo ello.
Álvaro Vázquez Pinheiro