Se asombraba hace unos días el hispanista Ian Gibson de que uno de los escritores más grandes de este país, traducido a todas las lenguas, y símbolo inconfundible de la cultura española en el mundo, siga enterrado en una cuneta.
El genio de Federico García Lorca, capaz de una obra maestra tras otra durante los escasos veinte años de su carrera literaria, fue fulminado en la flor de su vida creativa por un pelotón de sicarios al servicio de golpistas y caciques locales hace ahora ochenta años. Que el Estado no haya movilizado, desde entonces, todos los recursos económicos, técnicos y humanos para localizar los restos del poeta español más conocido de todos los tiempos (de hecho, la última excavación ha tenido que recurrir al crowdfunding) es tan incomprensible e indignante como que tenga que venir una juez argentina a tratar de esclarecer los hechos que llevaron al asesinato político del escritor.
Así somos. Mientras la obra de Lorca es estudiada en universidades de medio mundo, el pasado día 18, ochenta aniversario del crimen, ni los informativos ni las instituciones mostraron el más mínimo interés (solo unos minutos al final del telediario de TVE) por el poeta que ha elevado el prestigio de nuestro país infinitamente más que cualquier pódium olímpico. Una muestra más del carácter siniestro, ruin y palurdo de un país que, a veces, lamento llamar el mío.
Y no es la única. Desde que acabó la guerra más de cien mil personas siguen enterradas en más de de dos mil fosas comunes de las que solo se han exhumado, a duras penas y con escasas ayudas, unas doscientas. Leo que España es el segundo país del mundo con mayor número de víctimas de desapariciones forzadas cuyos restos no han sido recuperados (el primer país es Camboya). Para más lucimiento, el gobierno ha abandonado y ninguneado a las asociaciones que reclaman la exhumación de las fosas y la recuperación de la memoria histórica.
Exhumaciones que deberían producirse antes de que los familiares directos de las víctimas, ya muy ancianos, sigan muriendo con el vivo dolor, no solo de la pérdida, sino de años de humillación por no poder dignificar la memoria de sus muertos. A ese dolor, igualmente sepultado por el miedo a las represalias, se suma así la desidia, cuando no el desdén, del gobierno (no hay más que recordar las repugnantes declaraciones de Rafael Hernando, portavoz del PP, acusando a los familiares de las víctimas de no tener otro interés que el del dinero de las subvenciones). O el peor de los insultos: la pretensión de pasar página, como si nada hubiera ocurrido, como si esos cien mil muertos no fueran, también, víctimas del terrorismo de un Estado fascista como el que se logró tumbar en Italia o en Alemania, pero, ay, no en España.
Porque no solo se trata de aliviar el dolor, sino de compensar la humillación y restituir la dignidad de los asesinados y sus familias, muertas en vida en medio de un charco de silencio y oprobio. Las víctimas de los fanáticos del otro bando fueron enterradas con normalidad y todos los honores. Es justo que también lo sean estas que dejamos olvidadas en las cunetas. Rescatándolas de la fosa no solo les haremos justicia, también dejaremos abierto un espacio en el que cimentar un régimen que ha pasado, en estos últimos años, de consolidado a revisable y desmenuzable. ¡Si queremos un país del que todos nos sintamos realmente partícipes, empecemos por aquí! Hagamos de la recuperación de la memoria una prioridad cultural e institucional. No hace falta entrar en acusaciones hirientes sobre la sangre derramada por unos y por otros. Asumamos lo que ocurrió, depuremos las responsabilidades que sea justo y útil depurar, enterremos solemnemente a todos los muertos, y convirtamos cada fosa común en un monumento al que llevar a los escolares cada 18 de julio, para que aprendan, y para que no olviden.
Y también, alguna vez, visitemos con ellos la tierra de la vega granadina que sepulto a Federico, la única que pudo saber de esa última obra que dejó a medio germinar la enormidad de su talento. Hace unos días publicaron los periódicos el asombroso hallazgo de un corazón conservado en el fondo de una fosa excavada en Burgos. No se puede hallar una imagen más lorquiana para recordar al escritor y los más de cien mil compatriotas nuestros que yacen con él, solos y sin nombre, al pie de las carreteras. La mayoría murió por la misma razón que el poeta: por no saber acallar ni su corazón ni su conciencia. Ellos pueden hoy descansar en paz. Nosotros, todavía no.