Decía el filósofo Jacques Derrida que un regalo solo es tal si no conocemos quién nos lo hace. Si lo conocemos, ya no es un regalo (o un “don” como dice él), sino una deuda contraída, una forma sutil de incluirnos en el sistema de toma y daca del mercado. Más aún si ese regalo son trescientos veinte millones de euros. Esta es la cantidad que ha donado la Fundación del empresario multimillonario Amancio Ortega para adquirir máquinas de diagnóstico y tratamiento del cáncer en hospitales públicos.
¿Es legítimo que el sistema de salud pública (es decir, el Estado) acepte donaciones de este tipo para financiar necesidades sanitarias? ¿Qué deudas contrae la sociedad al aceptar estas donaciones?
Para centrarnos en lo que creo más importante, dejemos rápidamente de lado el tema de la presunta doble moral del donante. “Dona aquí, pero explota allá” – dicen del fundador de Zara – . Aunque esto, que yo sepa, no está fehacientemente probado. Apartemos, también, el asunto de la ingeniería fiscal por la que Inditex, según un informe recién presentado por Los Verdes en el Parlamento Europeo, esquivó seiscientos millones en impuestos de 2011 a 2014 (una práctica común, por desgracia, en la mayoría de las grandes empresas).
Dejemos igualmente atrás lo del carácter finalista y quizás no muy transparente de la donación. Por lo que parece, la Fundación de Ortega ha decidido, tras reunirse con distintas administraciones, qué cantidad recibe cada comunidad y en qué ha de gastarse el dinero (en comprar ciertas máquinas de última generación), sin mucha claridad en los procedimientos.
A mi juicio, cualquiera de estas cosas – que la empresa matriz de esa fundación permita condiciones laborales ignominiosas, que aplique técnicas de elusión fiscal y/o que haya impuesto a la Administración en qué debe gastarse el dinero – , caso de que se demostrasen verdaderas, deberían bastar para rechazar el “regalo”. El Estado no debería aceptar dinero de dudosa procedencia moral (aunque sea legal), ni directrices de nadie que carezca de autoridad profesional o política para planificar sus servicios sanitarios. Pero, aún así, creo que todo esto es lo de menos.
Porque el argumento principal para cuestionar este tipo de prácticas de mecenazgo de los servicios públicos es, a mi juicio, otro muy otro. Hace siglos, el que una persona cualquiera accediera a la educación superior, disfrutara de una atención sanitaria de calidad o, por ejemplo, pudiera dedicarse al arte, dependía de la decisión arbitraria de un rey, de una institución religiosa o de un rico mecenas. No creo que nadie pueda considerar esto hoy sino como algo humillante e injusto.
Que haya suficientes medios públicos para ser atendido adecuadamente en un hospital, seas quien seas, así como que puedas educarte y desarrollar tu vocación en el ámbito que elijas, debería ser – pensamos hoy – una cuestión de justicia (con respecto a la cual todos tenemos obligaciones), y no algo que dependa de la buena voluntad de nadie.
No digo, por supuesto, que la Fundación de Amancio Ortega no pueda obrar con la mejor de las intenciones. Pero fomentar las donaciones y patrocinios privados de servicios públicos como la sanidad o la educación (dos de los nichos de negocio más rentables y aún “infraexplotados” en este país) puede leerse como un paso más hacia los modelos semi-privados o privados que imperan en EE.UU y otros países (en los que, si careces de medios suficientes, la asistencia depende, en efecto, de la buena voluntad de alguna fundación o mecenas). Eso sin contar con que das un excelente pretexto a la Administración para mantener o emprender nuevos recortes presupuestarios.
Más grave aún, las prácticas de mecenazgo empresarial van difundiendo la concepción liberal de que los derechos fundamentales (sanidad, educación, vivienda...) no estrictamente referidos a las libertades individuales han de ser garantizados (cuando lo son) a través de instituciones o personas particulares de forma puramente voluntarista, sin involucrar, más que mínimamente, al Estado.
Esta concepción está relacionada, por cierto, y a la vez, con aquella otra por la que los problemas humanitarios (relativos a esos mismos derechos fundamentales) se entienden, cada vez más, como un asunto de las ONG o de las instituciones caritativas, en lugar de una obligación contraída por los gobiernos a través de organismos y agencias públicas internacionales. Es la clásica imagen liberal según la cual el beneficio de los más ricos acaba fluyendo, sin intervención estatal alguna (y por la buena voluntad de algunos), hacia la copa de los más pobres.
Todo esto no quiere decir que debamos (ni que podemos) prescindir de golpe de los apoyos y el esfuerzo de donaciones, fundaciones y de las ONG. Estas iniciativas privadas ejercen hoy tareas de asistencia y salvaguarda de derechos de las que, cada vez más, se despreocupan los poderes públicos (y los ciudadanos que prefieren opciones liberales), y su esfuerzo y sacrificio son, desde luego, encomiables.
Pero esto no es motivo para no advertir de que garantizar el derecho a servicios fundamentales como la sanidad o la educación (cuando no, simplemente, el derecho a la vida de los que se encuentran en situación desesperada) no puede depender, ni a corto ni a largo plazo, del esfuerzo o la caridad de esos grupos y entidades privadas, sino de políticas radicalmente transformadoras y recursos globales que solo podrían aplicarse en un contexto de Estados fuertes y coordinados presionados por una ciudadanía crítica y concienciada.
Hay que recordar, por cierto, y una vez más, que ni en nuestro país ni en el mundo faltan recursos para garantizar esos derechos fundamentales (bastaría muy poco tiempo para acabar con el hambre y la mayoría de las enfermedades del planeta).
Lo que falta es la voluntad política para redistribuir esos recursos. Y a esa deliberada inactividad política le viene muy bien (hay que decirlo) la acción puntual de las ONG y de las fundaciones privadas y caritativas, pues estas, sin transformar globalmente nada, mantienen la situación sobre mínimos. Por supuesto, esto no dice nada (faltaría más) contra la gente que trabaja en esas ONG e instituciones afines. Ellos obran movidos, heroicamente, por la incapacidad moral y emocional de ver sufrir a las personas abandonadas por Estados débiles, corruptos o descarnada y deliberadamente “recortados”. Hacen lo que se debe hacer. Aunque su acción implica, también, un tremendo dilema moral.
Si el señor Ortega, en fin, y su Fundación, están tan preocupados por la sanidad pública, podrían, mucho mejor que donaciones puntuales, hacer por aumentar (o no esquivar, al menos, ni un ápice) su contribución fiscal, y contribuir así a que, con criterios públicos y transparentes, se financien mejor los hospitales y se aseguren las políticas sanitarias. Además, con una mayor aportación fiscal sostenida, ayudarían a mantener al Estado. Y son Estados representativos fuertes y ámbitos eficaces de decisión pública, tanto nacionales como internacionales, presionados por una sociedad civil crítica y movilizada, los que pueden hacer que, algún día, nadie tenga que depender de cómo de solidario y donoso se sienta un millonario.