Esta semana han coincidido dos propuestas políticas aparentemente antagónicas pero, en cierto modo, complementarias. De un lado, la Federación de grupos cannábicos de Extremadura ha pedido a los partidos políticos abrir el debate sobre la legalización de la marihuana. De otro lado, el gobierno extremeño ha presentado un proyecto de ley para la prevención del consumo de alcohol en menores. Parecen cosas distintas, pero no lo son tanto.
Empecemos por lo segundo. Es cierto que el consumo compulsivo de alcohol por parte de adolescentes se ha convertido en un hábito que empieza a ser percibido con asombrosa naturalidad. Algo similar podría decirse (aunque en mucha menor medida) con respecto al consumo de drogas como el cannabis. Esto es, desde luego, muy preocupante. El asunto está en cómo frenar esta tendencia. La simple represión es inútil. Reforzar la vigilancia para que se cumpla la ley a rajatabla y no se vendan alcohol y otras drogas a menores tampoco es la solución definitiva: la vigilancia nunca es total, acaba por relajarse y – más tarde o temprano – se vuelve a las andadas.
Todo el mundo sabe que la única manera eficaz de controlar el consumo de drogas es hacer que disminuya la demanda. La clave está, pues, en la prevención, y especialmente en la educación. Pero hay que afinar mucho más en esto. No valen las campañas publicitarias llenas de tópicos simplones. Ni impartir un simple taller de unas horas en las escuelas y hacer pasar por él, en rigurosa fila, a todos los alumnos. Para más inri, en algunos centros educativos que conozco este taller lo imparte la propia policía: llega un agente (uniformado y armado) al aula y asusta durante una hora a los adolescentes mostrándoles lo terriblemente malas que son las drogas y lo que les espera (también de parte de la policía) si las consumen.
Pero demonizar las drogas no sirve de nada. Los chicos saben, por experiencia (propia o ajena), o por simple lógica, que si la droga mueve tantas cosas (dinero, voluntades, artistas de moda), preocupa y escandaliza tanto y está tan prohibida, no puede ser que sea tan mala (si fuera tan mala nadie la querría y no habría que prohibirla con tanto ahínco). La primera regla de oro para educar a un adolescente es no tratarle como a un idiota. Las drogas, cabe llamar “recreativas”, tienen – como todas – contraindicaciones y peligrosos efectos secundarios (incluyendo los legales), pero también tienen efectos deseables para la gente que las consume. Con mil y un matices (hay gente que sabe de esto muchísimo), parece claro que todas ellas procuran estados psicológicos que podrían ser calificados, en sí mismos, de positivos (relajación, euforia, alegría, desinhibición y, a veces, una especie de abandono o de “liberadora” pérdida de conciencia). Así pues, si queremos que los jóvenes no incurran en “malos” hábitos tenemos que empezar por explicarles por qué son tan malas cosas que les parecen tan buenas a tanta gente.
Como ven, el problema del consumo de drogas es un asunto fundamentalmente moral, no científico o técnico: muy poco pintan aquí asistentes sociales, psicólogos o médicos. Pese al prestigio social que tienen los técnicos (y lo tentador que resulta para un político invocarlos para resolver los problemas sin entrar en polémicas), ningún asistente social, psicólogo, sanitario o policía tiene una respuesta lo suficientemente compleja a la pregunta: ¿por qué no debo tomar drogas? Pues, pese a cierta impenitente tendencia a infantilizar a los individuos y a negarles, paternalmente, el libre albedrío, la mayoría de los consumidores habituales de droga no son enfermos (que haya que poner en manos de psicólogos o médicos) ni pérfidos delincuentes (que haya que encerrar en una celda); la mayoría de los adictos a las drogas – legales o no – son personas que han decidido (todo lo libre, tortuosa y problemáticamente que puede decidir una persona) vivir de cierta manera, aún pagando un determinado precio (salud, riesgos legales, etc.) por ello.
¿Cómo hay que hacer entonces con los más jóvenes para prevenirlos con respecto al consumo de drogas? Dado que tomar o no tomar drogas es, fundamentalmente, una decisión personal (y no una patología ni una compulsión irrefrenable al mal), y dado que las personas toman sus decisiones en función de valores, fines y modelos morales que captan del ambiente y les resultan seductores o convincentes, lo que hay que hacer es educarlas (seducirlas y convencerlas) en torno a valores distintos a los asociables al consumo vicioso de drogas. Nada más fácil. Ni más difícil...
En una sociedad en la que el bienestar psíquico y la diversión (entendida como un estado de dispersión y evasión permanente) se conciben como bienes supremos, la adicción a las drogas parece una conducta absolutamente coherente, incluso al coste de acortar la vida. Pero, aún no siendo una tarea nada fácil enfrentar esta tendencia, debemos intentarlo. Hay modelos alternativos al de esa suerte de hedonismo fast-food que se vende, por defecto, a los jóvenes (y no tan jóvenes). Tal vez podamos convencerles de que vale más la pena cultivar la conciencia que la inconsciencia, el entusiasmo activo que las pasiones adictivas que vende la publicidad, o la concentración creadora más que la dispersión evasiva como modelo de diversión... Solo gente acostumbrada, así, a usar la cabeza para vivir mejor, rechazará tajantemente ajarla o adormecerla con las drogas.
En cualquier caso, todo esto hay que discutirlo. Y en eso consiste la educación moral: en dialogar y dejarnos guiar por los argumentos, sin prejuicios ni imposiciones, creando el espacio para que cada uno decida libre y racionalmente lo que finalmente quiere ser (y padecer). No es fácil, insisto, pero tampoco hay atajos. Sabemos que el gobierno extremeño ha hecho lo imposible por restaurar en lo posible la educación – reflexiva, crítica, no dogmática – en valores (la ética, la filosofía) en el currículo educativo – despojado de toda sombra de educación moral por la LOMCE –. Hay, pues, que animarlo a que mantenga e incremente ese empeño. En lugar de talleres impartidos por policías o psicólogos, hacen falta horas y aulas en las que debatir seriamente, una y otra vez, sobre las drogas y el modelo de vida desde el que se fomenta su consumo.
Esta ingente, pero necesaria, tarea educativa sería, además, la condición, a mi juicio fundamental, para hablar en serio de ese proyecto – tan loable y sensato en otros aspectos como el del acabar con las mafias de traficantes o el respeto a las libertades – que es el de la legalización de ciertas drogas. Otro polémico debate que habrá que afrontar un día u otro. Y del que tampoco nos podrá librar, por cierto, ningún técnico.