“Gafotas, cuatro ojos, capitán de los piojos”

Hugo Alonso, activista LGTBI

Tuve que elegir mi primer par de gafas a los 7 años. Recuerdo que estuve como tres o cuatro tardes para decidir si sobre el mismo modelo, llevaría las del “ribete” rojo o marrón. Creo que mi madre y mi padre se quedaron solo con eso, “el debate del color”. De fondo yo estaba prediciendo una muerte social asegurada, con 7 años, en la escuela, llevar gafas te trasladaba de inmediato a los últimos puestos en lo que a reputación (dentro de tu escuela) se refiere.

Y de ahí, a recibir toda clase de insultos: “gafotas”, “gafitas”, “cuatro ojos” “capitán de los piojos” y esa larga retahíla con la que tus compañeros -eran sobretodo ellos- se creían en el derecho de insultarte por el mero hecho de portar gafas graduadas. Era “molón” el que llegando la primavera conseguía unas gafas de su hermano mayor y se las ponía… Pero tú, que las usabas para ser capaz de leer, eras claramente un completo marginado.

Pero todo podía ir peor, un año después, al majísimo oculista que visitaba se le ocurrió otra feliz idea, que digo yo que lo sería para las cuestiones médicas, pero nada se tuvo en cuenta las consecuencias sociales que esto iba a acarrear. Me diagnosticaron un “ojo vago” y la solución era “de lo más top”, taparme diariamente -y después de comer- uno de mis ojos con un parche… Aquello ya era de traca. Durante meses, tuve que ir al colegio con un parche adhesivo de color carne, todas las tardes… Y creo que fue una etapa tan cruel, que he borrado de mi memoria todo lo que tuve que escuchar. Por suerte, y por cabezonería, después de pegarme semanas arrancando mi parche al llegar al colegio, mi padre decidió no invertir más en parches, si yo estaba dispuesto a tirarlos todos al cubo de la basura antes de tiempo.

Y empecé a crecer. Es verdad que soy un tío bien alto… que fui más alto que el resto de mis compañeros y compañeras de clase, pero eso no facultaba al profesor sustituto de mi colegio a ponérselo fácil a mis compañeros -insisto en que eran más ellos que ellas-. Recuerdo ese día como si fuera ayer: Yo estaba charlando en medio de clase con mi compañera de pupitre -cosa que no se debe hacer- Y el buen señor -imbécil donde los haya- tuvo la ocurrencia de rebautizarme con la siguiente frase “cigüeño, cigüeñuto, te voy a apuntar en el parte” y… zas! En toda mi cara… acababa de regalar a mis compañeros un nuevo insulto con el que perseguirme por el patio. Ese tío sí que era un crack.

Mi reacción no se hizo esperar, por lo bajinis (me faltó valor, y me arrepiento, para decirlo en alto) dije algo así como: “tú lo que me vas a tocar son los huevos”. Y me expulsaron… ¡¡tres días!! Los adultos acababan de demostrarme que, pese a mis errores, quien debe utilizar el cerebro en este tipo de casos, eran los niños… Que un adulto podía insultarte, y la responsabilidad más absoluta, la tenías tu; quizás por ser demasiado alto.

Después de aquello, cercano a los doce o trece años, frecuentaba algunas compañías... Estar demasiado tiempo en el patio con Luís y con Tomás solo podía tener una consecuencia… Éramos los mariquitas, estaba claro. Nada que ver en aquel momento con algo que nosotros hubiéramos contado o demostrado… simplemente fuimos más débiles. En mi caso, como en el de Luís, lo teníamos fácil, llevábamos mucho tiempo siendo insultados, jamás pudimos defendernos, éramos un “blanco fácil”. Con mi homosexualidad llegó el aislamiento, recuerdo perfectamente a mi compañera Palmira, a Montaña y a Nazaret, las únicas que eran capaces de relacionarse con nosotros -con Luís y conmigo- sin temor a sentirse discriminadas. En el fondo ellas ya lo estaban, sufrían acoso por ser algo más “gorditas” o de etnia gitana, como sucedía en el caso de Nazaret.

Cómo no vamos a pelear contra el Bullying en las escuelas, sin descanso, aquellas personas que lo hemos vivido en nuestras carnes. Cómo no vamos a pedir a los y las docentes, maestros y maestras que no “miren para otro lado”, que se comprometan con el sufrimiento silencioso de niños y niñas motivado por cualquiera de sus diferencias.

Pero sobretodo, acabo de describir cuatro motivos por los cuales fui vejado y discriminado en el colegio, cuatro. Para cuándo seremos capaces de generar -de una vez por todas- un mundo donde las diferencias sirvan para unir, más que para separarnos… ¿para cuándo?

Hace una semana compré mi último par de gafas. La mayoría de mis mejores amigos, ni siquiera están acostumbrados a verme con ellas. He pasado los últimos años, escondiendo la miopía en unas lentes de contacto, mitad comodidad, mitad miedo… ni por asomo quiero que vuelva a mi vida aquel grito paralizador que llegaba desde el otro lado del patio: “gafitas, cuatro ojos, capitán de los piojos” Hoy lo puedo contar con claridad, ya no es importante. Pero lo que busco, lo que ansío -y sé que muchas y muchos están conmigo- es que nunca nadie utilice las diferencias como un insulto.